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Al FMN, por supuesto, le conocían allá donde fuéramos. Los camareros, los porteros de los clubes, los dependientes de las tiendas, todos le dedicaban las más estudiadas sonrisas robóticas de su repertorio. Pero es que además nos agasajaban muchos otros rostros con sonrisa que no trabajaban en el sector servicios. Allá donde fuéramos siempre nos encontrábamos con alguien. Músicos, productores, periodistas, perfiles anónimos que se plantaban a nuestro lado y se enzarzaban en largas conversaciones con el FMN ignorándome a mí y dando por hecho, supongo, que una rubia tetona enfundada en un traje de Versace de los de minifalda a ras de coño estaba allí más para hacer bonito que para entrar en la conversación. Tampoco es que a mí me importara demasiado que no me hicieran ni caso mientras tuviera una copa en una mano y la otra enlazada a la de mi acompañante (que, todo hay que decirlo, siempre me tenía agarrada: no me soltaba nunca excepto para ir al baño, y me hacía sentirme tan atada a él como si me hubieran puesto unas esposas). El tema de conversación era siempre, invariablemente, el mismo: la música o, más bien, la industria de la música. Con quién estaba grabando Menganito, para qué compañía iba a firmar Perenganito, la crítica que Zutanito le había hecho a Fulanito en el Q oen el jazz Hot, la gira europea que iba a emprender Taranganito, etcétera. El FMN había grabado su último disco hacía tres años y, según decía, estaba concediéndose a sí mismo un año de descanso, pues había pasado casi cinco seguidos de gira casi ininterrumpida (paró sólo para la susodicha grabación), pero todo el mundo esperaba, y él el primero, que antes o después retomara el ritmo de trabajo, ritmo que parecía haber abandonado del todo a tenor de la vida que llevaba conmigo, dedicada a la nada más absoluta. Y era ésa otra de las cosas que me sorprendían de él, cómo me había integrado tan rápidamente en su existencia, como si no hubiera nada más en ella. Es decir, era normal que yo dispusiese de todo mi tiempo para dedicárselo, puesto que al fin y al cabo estaba de vacaciones y no conocía prácticamente a nadie en la ciudad, excepto a Sonia y a Tania, que vivían dedicadas a su trabajo, y al rumano, al que casi no había vuelto a ver desde el primer día, exceptuando dos o tres visitas relámpago al apartamento en las que le atisbé por allí. Pero al FMN se le suponían amigos, relaciones, gente a quien llamar, compromisos que atender… Pues bien, si los tenía, los aparcó, o quizá no los tenía y su año sabático era auténticamente sabático en todos los sentidos, incluido el de desatender a sus relaciones sociales, aunque bien pudiera ser cierto lo que afirma Sonia de que en Nueva York nadie tiene amigos sino acquaintances y, por lo tanto, los amigos del FMN fueran aquellos hombres que apestaban a Armani y Davidoff y con los que se tiraba horas hablando sobre cifras, ventas, giras y contratos.

Una de esas noches fuimos al Blue Note y, para variar, nos encontramos con el individuo trajeado de rigor, que apestaba a colonia cara como todos los individuos trajeados que nos encontrábamos, y que iba vestido de negro de la cabeza a los pies. Debía de ser un tipo muy importante porque, por una vez, insólito caso, fue el FMN el que se dirigió hacia él en lugar de permanecer sentado tranquilamente en su mesa esperando a que el otro viniera a hacernos los honores. Me lo presentó como Dave, y yo estoy bastante segura, pero no del todo, de que se trataba de Dave Grusin. Iba acompañado de una rubia, rubísima, más rubia aún que yo, una rubia extrema, casi albina en su tono plástico, alta, juncal y carilinda, con pinta de supermodelo, que llevaba un traje bastante parecido al mío pero que le sentaba, todo hay que reconocerlo, francamente mejor que a mí. Al momento ya estaban enzarzados en la charla de siempre, el ritornelo tantísimas veces repetido sobre contratos y cifras. Yo intenté entablar conversación con la rubia más rubia, pero no hubo manera, entre otras cosas porque tardaba minutos en contestar a cualquier pregunta que yo le hiciera y, cuando por fin se decidía, lo hacía con un monosílabo que nunca acababa de responder a la pregunta formulada. Por ejemplo, cuando le dije que yo me llamaba Eva y le pregunté su nombre, transcurrieron unos dos minutos hasta que me dedicó un «Hummmm, yesssss…» arrastrado, como si tuviera la boca llena de papilla. Pronto me di cuenta de que la ultrarrubia iba borracha o puestísima de algo y de que mis intentos de entablar conversación no tenían futuro, así que me concentré en el vodka doble con tónica que un camarero acababa de traerme por indicación expresa de Dave y en la música del grupo que estaba tocando, que era, si no recuerdo mal, Brad Jones' AKA Alias, y claro que lo recuerdo bien, ¿cómo no lo voy a recordar si tuve una hora entera para escucharles con la máxima concentración dado que a mí nadie me prestaba atención alguna? Una hora entera me pasé, repito, sin que nadie me dirigiera la palabra. El grupo tocó lo que tenía que tocar e incluso, a petición del respetable, hicieron un bis, y allí seguían aquellos dos, enzarzados en animada charla y sin hacernos ni a mí ni a la rubia sintética-narcótica el más mínimo caso. Así que me levanté y fui hacia el cuarto de baño.

Pero está claro que cubrir una distancia tan pequeña como la que dista desde una mesa del Blue Note hacia los baños no resulta tarea fácil cuando una lleva un traje que está diciendo cómeme y encima lo combina con una melena larga y rubia, porque se me olvidó comentarte que para colmo de males me había hecho mechas antes de llegar a Nueva York, mechas que la piscina de New Jersey había aclarado hasta dejarlas blancas, y que no devolví a mis cabellos el castaño claro original con un baño de color, como hubiera sido mi primera intención, porque el FMN insistió en que ese rubio antinatural era exactamente el color que le gustaba. Así que entre las mechas, el bronceado y el Versace, lo raro habría sido que hubiera pasado desapercibida y nadie intentase entrarme de camino al baño. Por eso nada tuvo de especial que otro tipo trajeado que olía intensamente a colonia y que se parecía mucho a cualquiera de los tipos trajeados y bienolientes que frecuentaban los clubs por los que nos movíamos me abordara en una esquina de la barra. Por un momento pensé que iba a preguntar por mis tarifas, pero se conformó con recurrir al socorrido truco de ¿no nos hemos visto antes? A punto estuve de decirle que probablemente me había confundido con Pamela Anderson, pero pensé que no iba a entender la ironía, así que me limité a decirle que no, y reconozco que no estuve tan seca como habría debido estar, o más bien que no estuve seca en absoluto, muy al contrario, que me mostré de lo más empalagosamente amable, porque estaba enfadada, porque estaba harta de que todo el mundo me tratase como si fuese el apéndice del FMN, una extensión de su persona sin autonomía o importancia por sí misma, y aunque ligar con un desconocido que probablemente no iba a considerarme mucho más de lo que los demás tipos trajeados me consideraban, y al que desde luego no le había atraído mi valía intelectual o mis capacidades espirituales, no constituyera exactamente la manera más adecuada de reclamar mi derecho a ser tratada como persona antes que como jarrón ornamental, en ese momento resultaba la única protesta que el destino me ofrecía (vale, también podía haberme largado sin más a casa, pero se ve que me había creído yo misma el papel de rubia tonta que representaba), así que le seguí la corriente al tipo aquel, que no era nada feo, todo hay que decirlo, y en seguida estábamos hablando de los clubs de jazz que yo había conocido desde mi llegada a Nueva York y en los que hipotéticamente podíamos habernos encontrado con anterioridad.

Estamos cerca de la barra y, como es natural, el tipo me pregunta si me apetece algo de beber, y en lugar de decirle, como sería de rigor, que estoy acompañada y que me ha pillado de camino al baño pero que debería volver en seguida con mi novio, le digo que vale, que sí, que por qué no, y le digo que quiero un vodka con tónica, obligando a mi corazón a latir con el feroz impulso de resistencia que desde el instituto, desde que las pijas de Loden abatieran sobre mí sus miradas por encima del hombro, he aprendido a oponer por instinto a cualquier menosprecio. El tipo me dice su nombre y yo le digo el mío y he de reseñar aquí que transcurrió por lo menos media hora antes de que el FMN se presentase por aquel rincón, lo cual quiere decir que había tardado en echarme de menos, que ni siquiera se había dado cuenta de que me había ido, enfrascado como estaba en su conversación con Dave, Dave Grusin o el Dave que fuera.

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