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En fin, y resumiendo: yo vivía en una nube, absolutamente fascinada, obnubilada y prendada, más todos los adjetivos terminados en -ada que se te ocurran y que quieras añadir. La lástima es que el amor exige, al menos en el primer estadio, una idealización del objeto amado, y yo dispongo de una fantasía enorme (ergo, una gran capacidad de idealizar), pero eso no me impedía advertir algunos pequeños detalles que contribuían a que el pedestal sobre el que yo misma había colocado a mi amor se tambalease bastante, resultando pues que el objeto de mis deseos se mantenía en un equilibrio ciertamente precario.

Por ejemplo, el FMN no leía. Y cuando digo que no leía es que no leía nada, ni siquiera el periódico porque de las noticias se enteraba a través de la CNN. La maravillosa casita de New Jersey tenía de todo: un bar repleto, sillas de Philippe Starck, varias litografías de Taaffe (compradas en el MOMA y colocadas allí por el diseñador de interiores, supongo, porque más tarde descubrí que el FMN ni siquiera sabía quién era Philip Taaffe), un jacuzzi redondo más grande que el dormitorio de mi apartamento en Madrid… Pero ni un solo libro. Miento: había un volumen de fotos de Chet Baker, creo. Recuerdo que una vez mencioné a Madame Bovary en una conversación (eso sí, no recuerdo a cuento de qué) y el FMN me preguntó que quién era Madame Bovary.

– ¿De verdad no sabes quién es Madame Bovary? -pregunté.

– Hummm, el nombre me suena… Una ópera, ¿no? Es que yo de ópera no entiendo.

– No, querido. La ópera es Madame Butterfly.

La verdad, yo había salido con todo tipo de hombres, y algunos de ellos no los denominaría como lumbreras, pero nunca hasta entonces con alguien parecido. Aunque lo cierto es que tampoco me importaba. Me decía que son pocos los yankis que leen, y que además existen grados de cultura. El FMN, por ejemplo, poseía un conocimiento casi enciclopédico de discos y grabaciones de jazz (te podía recitar de memoria, por ejemplo, la lista de discos de Miles Davis, por año y con productores), así que yo pensaba que lo uno por lo otro y procuraba buscar temas de conversación que no incluyeran la literatura. Y es que, al fin y al cabo, la conversación no era el ingrediente más importante de nuestra relación. Qué importaba que no leyera si, a qué negarlo, poco me importaba lo que él me contara, si las palabras acababan por perder su significado borrado por la acariciadora tibieza de su profunda y negra voz de bajo, si el color y el matiz y la textura de su tono me hacían subir y bajar como si el asfalto de la ciudad no fuera sino una enorme ola lisérgica y yo la espuma de su cresta, si me parecía flotar muy por encima de la vida, navegando en un mar más allá del cual las realidades cotidianas -hipotecas pendientes, facturas impagadas, plazos vencidos de créditos a cuenta-, varadas en la orilla, menguaban desde la distancia, haciéndose cada vez más y más pequeñas hasta convertirse en meros puntos insignificantes en el horizonte, para finalmente desaparecer.

Había otro detalle que en un principio me encantaba y luego acabó por incomodarme. A él yo le gustaba. Le gustaba mucho. Le gustaba de verdad, físicamente, me explico. Yo nunca me he tenido por el bellezón del siglo, entre otras cosas porque desde pequeña me quedó muy claro en mi casa que belleza, lo que se dice belleza, era la de Laureta, mientras que lo de Asun y yo no era otra cosa más que brillante medianía. Así que, consciente de dicha medianía, toda la vida he procurado seducir desde la simpatía y la conversación, y lo cierto es que tampoco me había ido tan mal, o al menos no peor que a ninguna de mis amigas. Y bueno, siempre he estado acostumbrada a que mis novios me dijesen que les gustaba que yo fuera tan cariñosa, o tan divertida, o incluso tan leída, pero nunca esperé que alabasen mi cuerpo, cosa que, por otra parte, tampoco solían hacer. Y lo primero que me sorprendió del FMN es que parecía que mi cuerpo le encantaba, que le encantaba de veras, incluso si le sobraban siete kilos o quizá precisamente por eso. Me envaneció que alguien se fijara tan atentamente en mi existencia como ser físicamente amable. Pero dejando aparte ese breve momento de vanagloria en el cual todavía no sé si el asombro tuvo más importancia que la verdadera vanidad, la sensación era más bien de incomodidad, como si se me hubiera concedido un premio destinado a otra que lo mereciese o lo desease más que yo. Por ejemplo, mi pecho, el mismo que ha sido la mayor fuente de complejos desde la adolescencia, el que me he pasado media vida intentando ocultar con remedios tan ineficaces como sujetadores reductores y chaquetas largas incluso en verano, el culpable de que en mi pubertad me pasara las horas muertas en la playa de Santa Pola con una camiseta XL y sólo me atreviera a bañarme a primera hora de la mañana, cuando no había allí más que cuatro viejecitas, sí, ese mismo pecho le tenía fascinado hasta unos extremos que resultaban francamente incómodos, pues se pasaba el día magreándolo, incluso en público, y a la hora de hacer el amor se concentraba tanto en él que cualquiera que nos hubiese visto habría pensado que, a causa de una extraña broma genética, yo tenía el clítoris localizado en el canalillo de la misma forma que Linda Lovelace aseguraba tenerlo en la garganta.

Una tarde me anunció que me tenía reservada una sorpresa, me subió a un taxi (él tenía un coche imponente, un deportivo, y no me preguntes la marca porque de coches no sé nada, pero sí sé que tenía pinta de carísimo, aunque no había ocasión de lucirlo mucho pues, como buen coche neoyorkino, casi nunca lo usaba para moverse por la ciudad) y se plantó en la Quinta Avenida.

La boutique Versace, perdón, el edificio Versace -porque es un edificio entero de cinco plantas-, era la tienda más hortera en la que yo hubiera puesto los pies en la vida. Los escaparates, decorados con grecas rojas como si aquello se tratase del templo de Afrodita, eran de un estridente subido. Reconocí el modelo que llevaban varios maniquíes: era el mismo que se había puesto Jennifer López para entregar no sé qué premio y que había sido muy comentado porque dejaba al descubierto prácticamente toda su anatomía excepto los pezones y el monte de Venus. Si no hubiera estado tan recargado, aquel modelo verde tropical que en España más tarde copiaría y se pondría Ana Obregón se habría podido tomar, más que por vestidito, por traje de baño, de exiguo que era, pero ni el mejor nadador hubiera podido flotar con tanto strass y tanto recamado encima. Y, sin embargo, en las ventanas del escaparate había como cinco o seis versiones del ¿vestido? en diferentes colores, como si el hecho de que un culo latino y famoso lo hubiera lucido significase que todo Nueva York debía imitarlo.

Según pusimos los pies en la tienda nos abordaron cuatro dependientas que exhibían idéntica sonrisa: la misma mueca congelada, deshumanizada y transparentemente falsa que en NY se encuentra uno por doquier en las azafatas, en los porteros, en las camareras y en los empleados en general de cualquier tipo de establecimiento abierto al público a partir de cierto nivel adquisitivo. Una de las dependientas nos saludó muy entusiasta: «Welcome to Versace!», nos dijo, como si acabáramos de cruzar una aduana internacional y hubiésemos aterrizado de pronto en un paraíso abierto por vacaciones. Otra nos preguntó si podía ayudarnos en algo.

Y entonces el FMN me hizo saber que la misteriosa sorpresa consistía en que iba a comprarme ropa, así que ya podía ir yo eligiendo lo que más me gustase porque allí estaba su Visa Platino para pagarlo. Yo me sentía incapaz de elegir nada, porque en esa tienda no había nada que yo hubiera pensado ponerme nunca, y así se lo dije al FMN, con la mayor delicadeza posible, eso sí, pues me parecía de muy mala educación arruinarle la sorpresa, aunque lo cierto es que yo quería largarme de allí cuanto antes.

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