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Al principio yo me había comportado como una santa y me había limitado a beber Coca-Cola y zumos de naranja. Llevaba trece días lejos de Madrid y no había probado una gota de alcohol desde mi llegada: me sentía orgullosa. Cuando aquellos dos propusieron que nos fuésemos a un club a bailar acepté encantada y convencida de que aguantaría sobria el resto de la noche. Pero cuando llegamos al sitio -Nell's, creo que se llamaba, un garito inmenso lleno de negros- sucumbí al efecto estímulo-respuesta y, como el perro de Pávlov, reaccioné por asociación. Para mí la música, las luces y el ambiente festivo se asociaban indefectiblemente a la necesidad de alcohol, y antes de que me diera cuenta me encontraba en la barra pidiendo una copa. A la primera siguió la segunda, y a la segunda la tercera, y a la cuarta o quinta ya me creía la reina de la pista.

A la mañana siguiente desperté con la boca de tiza, un dolor de cabeza no por conocido menos insidioso, un agujero negro en la memoria y un desconocido roncando a mi lado en el desfondado sofá cama del salón de Sonia. O no tan desconocido: el perfil me resultaba vagamente familiar. Sí, conocía esos mechones trigueños y lacios y aquel perfil de querube. En aquel momento odié al pobre chico con toda mi alma, pues proyectaba sobre él toda la rabia que sentía contra mí misma. Sonia se había marchado ya a trabajar, y yo no me atrevía a preguntarle al durmiente cómo había llegado hasta allí, porque me lo podía imaginar, y tampoco sabía cómo pedirle educadamente que se marchara. Así que lo hice muy poco educadamente: le dije que me apetecía estar sola y que por favor se fuera. Me miró con ojos de animal herido, recogió sus cosas y se marchó.

Cuando el rumano se hubo ido y me quedé por fin sola en el apartamento de Sonia, me acometió de pronto una náusea acuciante: alguien parecía estar retorciéndome el estómago a dos manos, como cuando se estruja una toalla mojada. Apenas me dio tiempo a llegar al cuarto de baño para devolver. Las arcadas eran tan violentas que resultaban dolorosas, parecía como si el esófago estuviera a punto de abrírseme en canal. No sé cuánto tiempo estuve allí, agachada frente a la taza, vomitando. Cada vez que creía que por fin había acabado, que tenía el estómago completamente vacío, llegaba otro espasmo más salvaje que el anterior y me descubría que aún quedaba allí dentro algo por arrojar. Al final no salía más que una bilis amarillenta más propia de la niña de El exorcista que de una vulgar y terrenal treintañera con resaca.

No sé cómo logré arrastrarme de nuevo hasta la cama de Sonia, que estaba perfectamente hecha. Sospeché que no había dormido allí porque nunca hacía la cama al irse (me dio tiempo a pensar, con la única neurona operativa que me quedaba, que si llego a saber que mi amiga no iba a dormir en casa a qué iba yo a dormir acompañada en el sofá). No podía mantenerme en pie, literalmente, porque sentía que la habitación daba vueltas a mi alrededor. La luz del día que entraba por la ventana me estaba taladrando las retinas y la cabeza me dolía tanto que parecía a punto de estallar. Para colmo, me entró una temblequera tremenda que me hacía vibrar como un diapasón.

Fantaseaba con grandes jarras de agua y con el paracetamol que, sin duda, debía de guardar Sonia en algún cajón o estante del cuarto de baño, pero me encontraba tan mal que no me imaginaba capaz de ponerme en pie y avanzar los veinte o treinta pasos que me llevaran a cualquiera de los dos fregaderos del apartamento.

Yo sabía, o sospechaba, lo que me estaba pasando, pues no en vano había escrito un libro sobre las adicciones dentro del cual había un muy documentado capítulo sobre alcoholismo. Aquello respondía a un fenómeno que se viene a llamar algo así como hipersensibilización de receptores dopaminérgicos postsinápticos, lo que traducido al castellano viene a querer decir que tu organismo o la química de tu cerebro se ha acostumbrado a funcionar con etanol de forma que, cuando falta el combustible, los receptores se encuentran «sedientos» de alcohol. Y así, cuando vuelven a recibirlo lo sintetizan «ansiosamente», produciéndose una intoxicación. En otras palabras, una reacción tan exagerada al consumo de alcohol tras un período de abstinencia no era propia de una simple borracha sin más, por lo que ya podía empezar a considerarme una Alcohólica, con mayúscula. Era oficial. Lo mío no tenía arreglo ni en hipótesis.

Y, en ese momento, alguien comenzó a aporrear la puerta.

Desde luego, no me apetecía lo más mínimo abrirla, y pensando que sería el cartero o el casero ni me planteé levantarme para atender a nadie. Pero los golpes seguían sonando y luego les siguió un batacazo mucho más contundente, como si alguien se hubiera precipitado contra la puerta para intentar derribarla. Daba la impresión de que en cualquier momento quienquiera que fuera el que estaba al otro lado iba a tirarla abajo. Quizá, pensé, fuera el casero reclamando el abono de unos alquileres impagados, o tal vez la policía hubiese decidido por fin hacer una redada entre los camellos del barrio y estaban registrando el edificio apartamento por apartamento. No me cupo duda de que si les abría me iban a tomar por una yonqui, pero lo que acabó convenciéndome para levantarme fue que cada golpe en la puerta parecía rebotar en mis sienes como un gong. No sé cómo me arrastré hasta la entrada y abrí. Allí no había ningún casero, ni cartero, ni policía, frente a mí se hallaba la última persona a la que esperaba encontrarme: el rumano que, habiéndose marchado tan precipitadamente, se había olvidado su bolsa y se había dado cuenta justo en la entrada del metro, con lo que había desandado sus pasos hasta el apartamento de Sonia. Los portorriqueños, que le habían visto salir de casa, le habían abierto el portal. Cuando vio que yo no respondía a las llamadas, y deduciendo que no había podido salir del apartamento en los escasos cinco minutos que le había llevado regresar pensó, muy acertadamente, que me había pasado algo, e intentó derribar la puerta, sin éxito, porque se trataba de un chico muy delgado y de hombre de Harrelson tenía bastante poco.

Yo debía de presentar un aspecto lamentable, porque inmediatamente me preguntó si quería que avisara a un médico. Le dije que no, que me conformaba con un vaso de agua y un analgésico de cualquier tipo. El vaso me lo trajo al instante, lo del analgésico le llevó un poco más, pues tuvo que ir a la farmacia a buscarlo. Pero volvió, eso sí, con una caja de alka seltzer, otra de paracetamol, unas ampollas de vitamina B12, un paquete de Rennies, dos tetrabriks de zumo de pomelo y una bolsa de hojas de manzanilla para hacer infusión. Aparte de prepararme la manzanilla me hizo también un arroz hervido con limón, cuya visión no me suscitó precisamente un cosquilleo de placer anticipado en el estómago pero que desde luego me ayudó a asentarlo. El caso es que entre el arroz y los fármacos, al cabo de una hora me encontraba más o menos repuesta, lo que significa que podía mantenerme sentada en el sofá apoyándome sobre las almohadas. Sin embargo la cabeza seguía doliéndome como si me la hubieran machacado a martillazos. El rumano sugirió entonces un remedio de emergencia que, según él, supondría la solución definitiva a mis problemas: debía sumergirme en una bañera de agua caliente en la que hubiéramos disuelto la caja entera de paracetamoles. Al parecer, el agua caliente dilataba los poros y facilitaba la absorción del compuesto por vía tópica. Pero lo cierto es que la bañera del apartamento de Sonia presentaba un aspecto de no haber conocido estropajo en muchos años, y daba la impresión de que sumergiéndose allí una podía pillar todo tipo de enfermedades conocidas y por conocer. Cuando se lo dije al rumano él se ofreció a solucionar el problema y, dicho y hecho, armado de estropajo y detergente la emprendió con la bañera que dejó como los chorros del oro, así que no me quedó otra que probar el baño. Le dije que podía irse a su casa si quería, que no tenía que esperar a que acabara de bañarme, porque lo cierto es que me sentía un poco incómoda con aquella situación, pero él insistió en quedarse, por si acaso me desmayaba al salir, no fuera que el agua caliente me bajara la tensión. Cuando, después de media hora larga en remojo, salí del agua hecha una mujer nueva -y es que el remedio había funcionado a las mil maravillas-, me encontré con que el rumano había preparado una sopa de fideos a partir de los cuatro botes que había encontrado en la cocina de Sonia.

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