– Sí, cómo no -dijo Chamorro, rotunda.
Yo no estaba tan seguro. Todavía no veía hacia dónde se dirigía.
– Les cuento todo esto para que no crean que soy lo que les va a parecer en cuanto les diga lo que hice. Tampoco se lo puedo explicar. Creo que fue una mezcla de despecho y de… No sé, estupidez. A lo mejor quise demostrarme a mí mismo que ella no me importaba tanto como de verdad me importaba, porque después de todo sólo podía aspirar a ser su amante secreto, porque nunca la podría llevar del brazo por la calle a la vista de todo el mundo, ¿saben a qué me refiero?
– Desde luego.
Me sorprendía la seguridad de Chamorro. Parecía que se había tomado demasiado a pecho lo de ser amable. Prosiguió Vinuesa:
– Lo que más me pesa es que esa gente, sean quienes sean, me notaron la debilidad. Que supieron que yo era el punto flaco por el que podían atacarla, y que no se equivocaron. -Aquí la voz se le quebró-. Ella no se lo merecía. No sé por qué coño lo hicieron, por qué coño les ayudé, pero lo que sí sé es que ella no se lo merecía, joder.
– Cálmese. ¿De quién nos habla? ¿Quién más estaba allí?
– No lo sé. No sé quiénes son. Ni quién la apuñaló, ni siquiera quién era el que hablaba conmigo. Me dijo que se llamaba Jaime, pero imagino que era un nombre inventado. Sólo tengo un número de móvil, y el de la cabina desde la que me llamaba él. He marcado ese número de móvil muchas veces, todos estos días, pero está desconectado.
Mi compañera y yo nos contemplamos, perplejos.
– Me tienen que creer. Yo la quería. Por eso fui al entierro, y miren si estaba acojonado, que todo el rato me parecía que el cementerio estaba lleno de policías que me buscaban y que conocían mi cara, aunque nadie me hubiera visto nunca con Neus. Tenía que ir a despedirme, tenía que ir a darle un beso a su lápida, pero la pusieron ahí, tan alta…
Luis Fernando Vinuesa se deshizo en un llanto lleno de hipidos y sorbos. Una posible lectura era que aquel hombre había perdido por completo el juicio. Era, no lo oculto, la hipótesis a la que me sentía más inclinado, ante aquella avalancha de declaraciones incoherentes. Pero antes de interpretar nada necesitábamos desenredar la madeja.
– A ver, vayamos poco a poco -dijo Chamorro, con la delicadeza con que un adulto juicioso se dirige a un niño histérico-. Empecemos por ese tal Jaime. ¿Puede decirnos dónde le conoció?
– Me abordó él -respondió, tratando de serenarse-. Supongo que andaba siguiendo a Neus, que un día nos vio juntos y que después me siguió a mí. Me entró en un bar donde suelo ir a tomar copas. Entabló conmigo una conversación casual y luego, de pronto, me encontré con que me estaba hablando de Neus. Con que me proponía ganar muchísimo dinero. Y con que me adelantaba tres mil euros, para probarme que no era una broma. No sé para ustedes, pero para mí eso es una pasta. Y me ofrecía diez veces más. Sé que no es excusa, pero… Llevo una mala racha, haciendo trabajos inmundos y sin cobrarlos. Seguro que ellos se enteraron de eso, antes de venir a proponérmelo.
– ¿A proponerle qué, exactamente?
– Que los tuviera al corriente de los días que fuera a verme con Neus, y que les ayudara a tomar unas fotos comprometedoras.
Chamorro puso cara incrédula. Le indiqué que le diera carrete.
– ¿Qué clase de fotos? -le preguntó.
– Fotos que dieran a entender que estábamos juntos.
– Y usted lo aceptó.
– No en seguida. Pero el tipo me llamaba todos los días y me decía que la oferta seguía en pie. Y yo, lo confieso, no paraba de darle vueltas. Pensé que ella no tenía por qué saber que yo andaba compinchado. Que unas fotos así me darían a conocer, y pondrían a prueba lo que ella sentía por mí, si era algo más que un capricho. Y de paso ganaba dinero, y fama, que no me venía nada mal. Así que acabé aceptando su oferta. Me citó en una cafetería, en el centro, y allí me dio seis mil euros más. Me dijo que quería unas fotos que no dejaran lugar a dudas, y me preguntó si alguna vez nos íbamos a algún lugar apartado. Entonces… -y aquí se interrumpió y enterró la cara entre las manos.
– ¿Entonces?
– Le hablé de la casa de Zaragoza.
– Entiendo. ¿Y?
– Y nada. Que le avisé de que iríamos allí el lunes. Él me pidió que me ocupara de dejar alguna ventana y alguna puerta abierta. Me dijo que ellos se las arreglarían para hacer las fotos sin que Neus los descubriese. Y que esa misma noche me esperaría en un área de servicio de la autopista para darme otros tres mil euros. El resto lo tendría cuando se publicaran las fotos y ellos hubieran cobrado de la revista.
– ¿Y era verdad, le estaba esperando?
– Sí. Y en el sobre que me dio había tres mil euros. Apenas cruzamos un par de palabras. Desde entonces, no he vuelto a saber de él.
Respiré hondo. Tanto si era verdadera como si se la había inventado en un alarde de imaginación, la historia tenía su miga. Confié en que Chamorro sabría lo que tenía que hacer. No me decepcionó:
– ¿Puede describirme a ese hombre, con el máximo detalle posible?
– Pues, sobre treinta y pocos años. Alrededor de uno ochenta. Con un pendiente de aro en cada oreja, pelo largo y rizado, barba de días… Nunca pude verle los ojos, siempre llevaba puestas gafas de sol de espejo, incluso de noche. Complexión fuerte, manos grandes…
– ¿Cómo hablaba, le parecía de aquí, castellano, extranjero?
– No, extranjero no, ni catalán tampoco. Castellano.
– ¿Recuerda qué coche llevaba?
– Sí, eso sí. Un Ford Mondeo, oscuro. Apostaría que azul marino, pero no se lo puedo asegurar. Sólo lo vi aquella noche, en la gasolinera.
– ¿Se fijó en la matrícula?
– No, pero el coche no era muy viejo.
– ¿Y esos números de teléfono?
– Están en la memoria de mi móvil. Y mi móvil ustedes sabrán dónde lo tienen, ya que me lo quitaron cuando entré aquí.
– Señor Vinuesa -rompí mi silencio-, creo que es consciente de lo que se juega. Y quiero creer que también lo es de las consecuencias, si descubrimos que en algo de lo que nos cuenta ha faltado a la verdad.
– Sí, soy consciente.
– Sabiendo eso, ¿se ratifica en todo lo que acaba de decir?
– Sí. Nos tendieron una trampa. A los dos. A ella le costó la vida. Y a mí, supongo que calcularon que me costaría comerme el marrón.
– Y no tiene usted más información que darnos…
– Eso es todo lo que sé. Díganme que me creen -suplicó.
– Es pronto. Pero investigaremos. De momento, a pesar de todo, no nos queda más remedio que mantenerle detenido. No es porque no le creamos, sino por precaución. Si se le ocurre algún otro dato que pueda sernos de ayuda, avísenos. Vamos a hacer gestiones con lo que tenemos. Y esté tranquilo, no echaremos nada en saco roto.
Pedí a Ponce y a Gil que se lo llevaran otra vez a su celda y me quedé a solas con Chamorro en la sala de interrogatorios. Ninguno de los dos abrió la boca durante un buen rato. Finalmente hablé yo:
– ¿Hace un café de máquina?
– Vale.
Mientras removíamos con la paleta de plástico aquel ardiente brebaje sintético, traduje a palabras la confusión de mis pensamientos.
– Lo mismo es una majadería que se le ha ocurrido a él o un cuento que le ha inspirado el abogado. A veces tienen estas cosas, esos leguleyos, y les parece el súmmum de la inteligencia. Una teoría estrambótica, un personaje misterioso, se revuelve el potaje y échale un galgo. Como no ha aparecido el arma del crimen, se admiten apuestas.
– En eso mismo pensaba yo. Por pensar algo.
– Pero también podría ser la oscura, desconcertante y desagradable verdad. Que Luis Fernando sólo sea un pipiolín, el cabeza de turco ideal que mete la pata hasta la ingle y se queda a recibir el tiro. Y que nuestra Neus fuera víctima de un asesinato de encargo maquiavélicamente urdido y ejecutado. Una fea posibilidad, por cierto.
Chamorro asintió, circunspecta.
– Pues sí. Se busca inductor. Que tendrá coartada, seguro. Y que ya se las habrá arreglado para dejar pocas trazas de su conexión con el autor material. Sólo tendríamos a ese falso Jaime. ¿Y qué podemos hacer, con el número de una cabina telefónica, una descripción física somera, un coche común sin matrícula y un móvil que no coge ya nadie?