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Mientras Ponce y Gil se llevaban al detenido de vuelta al chiquero, los demás nos quedamos charlando con el testigo. De todo el equipo investigador, Chamorro era la que le estaba más agradecida:

– Muchas gracias por su colaboración, Gheorghe. No se crea que nos ayudan tanto, a veces, los que se supone que más deberían hacerlo, ya que gozan de las ventajas de ser ciudadanos de este país.

– No sé -dijo Radoveanu, con modestia-. A nadie le gusta verse en líos de leyes y juzgados, claro, pero si te toca, qué le vas a hacer. En lo poco que traté con esa mujer no me pareció mala persona. Si puedo ayudar a resolver su muerte, creo que se lo debo.

– Puede, no lo dude -aseveró mi compañera.

– Así que lo hizo él.

– Eso es lo que creemos.

– Parece poca cosa, como hombre -juzgó el rumano, sobre la base de una experiencia que reconozco tuve que contenerme para no indagar-. Claro que casi siempre son así los que atacan a las mujeres.

– Estoy de acuerdo con usted -suscribió Chamorro.

A mi compañera se la notaba demasiado enardecida y beligerante. Había que hacer algo para aplacarla. Miré la hora. Si Radoveanu y los guardias que lo habían traído emprendían viaje hacia Zaragoza iban a llegar demasiado tarde para comer. Sobre la marcha, propuse:

– ¿Por qué no os quedáis a almorzar por aquí? Así no os maltratamos ni a vosotros ni a este hombre más de lo imprescindible.

– Pues yo le tomo la palabra, mi sargento -dijo uno de los guardias.

– ¿Le parece bien, o tiene prisa por volver? -pregunté al rumano.

Gheorghe Radoveanu sonrió ampliamente, mostrando una hilera de dientes muy blancos y dispuestos en perfecta alineación.

– ¿Prisa? Qué va. Me esperan la manguera y el jefe, ya ve usted qué panorama. Y tengo hambre, para qué le voy a engañar.

Lo llevamos a comer en la propia comandancia. Tenían un menú del día típico de comedor colectivo, con los inevitables macarrones boloñesa y el no menos inevitable pescado rebozado con patatas o lechuga. A veces, sin embargo, a uno le apetece comer así. Nuestro testigo se arrojó sobre los macarrones con ansia, y a mí no me hizo mucha gracia que cuando andaba a mitad del plato sonara mi teléfono móvil. Me contrarió más aún reconocer la voz de Ponce, porque eso representaba un alto índice de probabilidades de tener que abandonar la mesa. Y así fue, aunque lo que me cogió de improviso fue el motivo concreto:

– Mi sargento, el muñeco dice que quiere hablar -me anunció Ponce.

– Qué oportuno -mascullé-. Llévalo a la sala. Vamos en seguida.

– ¿Qué pasa? -preguntó el sargento Rubio.

– Los muros del castillo se resquebrajan, al fin.

– ¿Canta?

– Eso parece.

– La rueda de reconocimiento le ha jodido -opinó Tena.

– No cantemos victoria -dije-. Vamos, Chamorro, hoy hacemos dieta. Lo siento -me dirigí a Radoveanu-. Este trabajo es así. Si no puedo verle antes de que se vayan, muchas gracias por su ayuda. Y suerte.

– Igualmente, sargento -respondió-. Suerte.

– Gracias. Nunca sobra.

Llegamos ante la puerta de la sala de interrogatorios, que vigilaban los guardias Gil y Ponce. Este último nos informó:

– No sé con qué se va a descolgar, pero está cagadito vivo.

– Por fin, coño -exclamó Chamorro.

– ¿Qué te dije, Virgi? Que fueras paciente. Y ahora prométeme que vas a estar calmada y que no vas a permitir que te descomponga. Con esa condición, te dejo que sigas tú. Si no, tendré que ocuparme yo.

Quizá tenía que habérselo dicho antes, a solas. Al verla enrojecer, me arrepentí de hacerlo en presencia de extraños.

– Estoy muy tranquila -dijo, mordiendo las palabras.

– Pues vamos, adelante. -Abrí la puerta y le cedí el paso.

En el interior de la sala de interrogatorios nos aguardaba un Luis Fernando Vinuesa demudado y tembloroso. Podía ser el efecto de la experiencia de la rueda de reconocimiento, como había sugerido la guardia Tena. Es una situación en la que sólo he estado como relleno, pero aun así tiene algo de humillante exponerse como mera carne a la tasación de un espectador invisible. Si uno es el protagonista, deben de afectar cien veces más los preparativos, el momento en sí y, sobre todo, el regreso al encierro. Para redondearlo, nos preocupamos de facilitarle a Vinuesa la comunicación con el abogado de oficio al que habíamos hecho venir esa misma mañana para darle asistencia letrada, y que ya le habría informado del resultado de la identificación positiva por parte del testigo. Todo esto, más las largas horas del calabozo (llevaba sólo quince, le quedaban aún cincuenta y siete hasta llegar al máximo legal), había ido erosionándolo inexorablemente. A fin de cuentas era un novato, y carecía del entrenamiento que permite a un delincuente consumado mirarte con cara de haba y sin soltar prenda por más horas que lo tengas encerrado y por más tretas que uses para hacerlo derrotar. A nuestro prisionero, por el contrario, se le veía deseoso de aliviarse. Si acertábamos a aprovecharlo, la confesión estaba servida.

– Buenas tardes -dijo Chamorro, después de sentarse-. Nos han dicho que quiere usted contarnos algo. Le escuchamos.

Vinuesa la miró, desencajado.

– No sé si quiero contárselo a usted.

Chamorro se volvió hacia mí. Tragándose la rabia, me preguntó:

– ¿Me voy?

Era un bonito dilema. Tenía que escoger entre ofenderla a ella o arriesgarme a perder la confesión de él. Pero algo bueno tiene hacerse viejo: sabes que hay pasos reversibles e irreversibles, y que no hay que apresurarse a dar los segundos. Si la echaba, eso ya no tenía vuelta atrás. Si le permitía quedarse y el detenido reaccionaba demasiado mal, siempre podría reconsiderarlo y vestirlo de gesto magnánimo.

– Lo siento, señor Vinuesa -dije-. Esto no es un restaurante a la carta. Aquí no elige usted con quién habla y con quién no. La cabo lleva este caso y tanto si le gusta como si no tendrá que tratar con ella.

También era, por otra parte, una manera de probarle las fuerzas.

– Joder, todo esto es una mierda -gimoteó.

– Se lo admito. Pero por nuestra parte, y le aseguro que eso incluye a la cabo, no tenemos el menor deseo de hacerle sufrir. Confíe en nosotros y haremos lo que podamos para ayudarle. Se lo prometo.

– Y yo -se sumó Chamorro-. Disculpe si antes le presioné más de la cuenta. Crea que me gustaría que pudiéramos entendernos.

Vinuesa necesitaba a alguien en quien confiar. Quizá fue eso lo que le hizo caer, o quizá lo ablandó que mi compañera hubiera recuperado en sus últimas palabras el tono complaciente de Loba Verde. Cuesta adivinar lo que pasa por la cabeza de un hombre en semejante trance. El hecho es que en este punto se desmoronó y rompió a llorar.

Chamorro me consultó con la mirada. Moví la mano abierta en círculos y se lo señalé. Se acercó a él y le puso la mano en el hombro. El otro, por lo menos, no dio en rechazarla. Con voz cálida, ella le pidió:

– Vamos, Luis, cuéntanos eso que te está quemando dentro.

Vinuesa se enjugó las lágrimas, tomó aire. Chamorro volvió entonces a su asiento, sin dejar de ofrecerle su semblante más compasivo.

– Quiero… -empezó, inseguro-. Quiero que intenten comprenderme. Lo que les voy a contar… Yo sé que no está bien. Pero no merezco pagarlo así. No soy tan canalla ni tan hijo de puta, aunque sé que he cometido un error, y les juro que estoy dispuesto a aceptar el castigo que me corresponda por ello. Pero no soy un asesino, no puedo ir por ahí cargando con eso, ni mi familia tiene que vivir con esa losa. No sería justo, si no lo hacen por mí, les pido que piensen en ellos…

Mi compañera intentó confortarle:

– No tengas ninguna duda. Pensaremos en ellos, por supuesto.

– Pues, lo primero de todo, sí, creo que tengo que admitir que Neus está ahora muerta por mi culpa, y quisiera decirles, y que me creyeran, que eso es algo que me va a aplastar toda la vida. Yo la quería, y la quería mucho. Parecíamos muy diferentes, empezando por la edad, y estoy seguro de que cualquiera que lo supiera habría hecho el clásico chiste de la madura y el jovencito guaperas. Pero nos compenetrábamos muy bien, en el fondo yo creo que éramos muy iguales, y que ella me dejó ver a mí lo que no dejaba ver a nadie, una personalidad maravillosa, limpia y atrevida que el peso de la fama le impedía enseñar. Conmigo recuperaba la libertad que había perdido, en su trabajo, en su vida pública, en su matrimonio, en su círculo social… Lo nuestro era sexo, claro que sí, y mucho y bueno, pero no sólo eso. Había una comunión que iba más allá, algo espiritual, ¿me entienden?

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