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– Aquí, salgo de una entrevista.

– ¿Sí? ¿Y?

– Pues mal rollo, creo que me cogen.

– ¿Y cómo dices eso, hombre?

– Porque es para la chorrada de siempre. Estoy harto de hacer de fondo.

– Ah, amigo, ya sabes lo que cuesta… Bueno, tú, que si no vas a contarme nada te cuelgo, que yo tengo que aprenderme bien esto.

– Vale.

– Déu, cochinote.

– Déu, cerdita.

Cuando se interrumpió la comunicación, los seis guardias que la habíamos estado escuchando guardamos un denso silencio. Lo rompió Chamorro para preguntar, erigiéndose en portavoz del resto:

– Decidme que el que tenemos intervenido es Luis.

– Es Luis, mi cabo -confirmó Gil.

– Dios, se me va a salir la adrenalina por las orejas.

– No nos precipitemos -advirtió el sargento Rubio.

– Hay un detalle esperanzador -dije, con toda la frialdad de que era capaz de armarme-. Habla en castellano. La lengua en que está escrita casi toda la correspondencia de Neus con su galán. Teniendo en cuenta que ella era catalanoparlante, podemos inferir que el Caballero Blanco no domina el catalán y prefiere expresarse en castellano.

– También puede ser que la castellanoparlante sea la chica, y que por eso él no le haya hablado en catalán, aunque sepa -dijo Ponce.

– Teóricamente sí -admití-. Pero él no tiene mucho acento catalán. Y a ella, en cambio, sí que le salía en las eles y en las vocales.

– A ver, tú, da replay -pidió Ponce a Gil.

Volvimos a escuchar la conversación. Todos estuvieron de acuerdo con mi apreciación sobre sus acentos. Ella parecía catalana, él no.

– Y la buena noticia -añadió Gil, señalando la pantalla-. No apaga el chivato, y se dirige hacia Barcelona. Hacia el centro.

– A lo mejor nos ha venido Dios a ver.

Todos listos. Las horas que faltaban hasta las nueve y media transcurrieron con exasperante lentitud. Apenas podíamos reprimir los nervios cuando vimos que el teléfono se inmovilizaba en la zona de Gracia. No lo apagaba, no hablaba ni le llamaban, pero se mantenía por allí, moviéndose en un radio de apenas quinientos metros. A las ocho no pude más y llamé a Cantero. El capitán se personó de inmediato en la sala.

– Mira, no se va de ahí -le dije-. ¿Te parece que vayamos mandando ya a media docena de tíos para ir controlando los cibercafés?

– No sé cuántos habrá en esa zona. Pon que unos pocos.

– Que abarquen los que puedan, mi capitán, el caso es que ya nos vamos situando sobre el terreno -le apremié.

– Vale, vale, tú marcas el ritmo -se plegó.

Rebusqué en mi cartera y después de apartar algunas otras encontré la tarjeta de Riudavets. Marqué su número y al cabo de siete interminables tonos de llamada apareció su voz en la línea:

– Digui.

– Riudavets, soy yo, Vila, el guardia de Madrid. El del caso Barutell.

– Ah, sí, hombre, dime.

– Vamos a montar una operación. No te puedo asegurar todavía cien por cien dónde, pero todo apunta a que lo hagamos en Gracia.

– Ya. Si no me equivoco, ésa es aún zona compartida.

– ¿Puedes encargarte de avisar a quien proceda a través de tu gente para que a nadie le coja de improviso?

– Sí, claro, hago una llamada. ¿Necesitáis algo?

– No, si todo sale bien es poca cosa y tiene poco riesgo.

– Muy bien, pues mucha suerte. Ya me contarás. Por pura curiosidad. Ah, por cierto. Tengo noticias para ti sobre la coartada de Altavella.

– Salvo que vayas a contarme que era falsa, ya te llamo yo, si no te importa, aquí estamos ahora mismo hasta arriba de trabajo.

– No, no era falsa. Estaba allí. Ya te daré los detalles.

– Gracias.

A las nueve y cuarto se conectó pab_penya_79. Segundos después llamaron al teléfono móvil de Luis. Oímos cómo sonaba la señal de llamada en el altavoz del equipo de escucha. No lo cogió. Telefoneé a Juárez, que estaba al quite con su ordenador en Madrid.

– Se ha enganchado -le anuncié-. ¿Cuánto tardas?

– Minutillos -prometió-. Cuelga, te llamo yo.

No sé cómo pude, pero colgué y me puse a esperar.

– ¿Me conecto? -preguntó Chamorro.

– No, aún no, no son y media todavía.

A las nueve y treinta y uno, sonó mi teléfono móvil. Era Juárez.

– Lo tengo -dijo solamente.

Le di luz verde a Chamorro y se conectó como una centella.

– Hemos pillado la dirección IP -dijo Juárez-. Y según las gestiones extraoficiales que me han hecho mis colegas está censada como perteneciente a un cibercafé en… ¿Te tomas nota de la calle?

– Por tus muertos, Juárez.

En cuanto tuve las señas, llamé al teniente Vendrell, que mandaba el equipo que ya estaba sobre el terreno, para que aseguraran el lugar. Luego me dirigí a Chamorro y a Tena y las arengué:

– Chicas, no os volveré a pedir esto. Sed tan guarras como podáis. Dependemos de vosotras. Cuento con que no nos defraudaréis.

– Pierde cuidado, mi sargento. Nos lo vamos a comer.

Me fui con Rubio y batí el récord del trayecto que separaba la comandancia del centro de Barcelona. Cuando llegamos ante el cibercafé, nos salió al encuentro Vendrell, que me explicó, solvente:

– Dos salidas. Ambas controladas. Quieres ir tú, supongo.

– Supones bien -confirmé.

Entré, lo vi absorto en la pantalla, me acerqué. Sabía que tenía toda la ventaja, con los auriculares no podía oírme. Le puse la mano en el hombro y, no lo oculto, pocas veces he disfrutado tanto al decir:

– Guardia Civil. ¿Me acompaña, por favor?

CAPÍTULO 16 ABIERTO DE MENTE

Era, sin ninguna duda, el mismo hombre al que habíamos visto en el cementerio. Se llamaba Luis Fernando Vinuesa Tovar, tenía veinticinco años, conducía un Audi A3 plateado, modelo 1.9 TDI y matrícula CHD, y cuando le preguntamos por su profesión dijo que era bailarín y actor, aunque en ese momento se encontraba sin trabajo.

Pero eso fue más tarde, ya en la comandancia. Durante todo el tiempo que estuvimos en el cibercafé (fotografiando la pantalla del ordenador con el cuadro de chat abierto, copiando en un disquete la conversación, tomando los datos de las personas que allí se encontraban como testigos) y después, durante el trayecto en coche, nuestro hombre permaneció en estado de shock. Le había dicho inmediatamente, ateniéndome a la ley, que lo deteníamos para esclarecer su posible participación en el asesinato de Neus Barutell. La noticia lo dejó clavado en el sitio, con los ojos desorbitados. Se dejó esposar sin oponer ni siquiera un amago de resistencia. No le habría valido de mucho contra cuatro hombres, pero se le veía lo bastante en forma como para habernos exigido algún esfuerzo en caso de revolverse contra nosotros.

Después de los trámites de registro, lo metimos en el calabozo para que fuera debatiendo consigo mismo la gravedad de su situación. Aproveché ese momento para avisar al comandante Pereira y a la juez. Ésta, después de pedirme un par de detalles sobre cómo habíamos practicado la detención y cómo se encontraba el sujeto, concluyó:

– Pues no le voy a decir lo que tiene que hacer. Disponen de setenta y dos horas, ya lo sabe, aunque se ganaría usted mi gratitud personal si me proporcionara alguna novedad antes de ese plazo.

– Por supuesto. De hecho, creo que deberíamos ir adelantando una diligencia, no vayamos a tener luego un disgusto con ella.

– Cuál.

– La rueda de reconocimiento con el empleado de la gasolinera.

– Ah, cierto. ¿Prefieren hacerla allí?

– Pues, si fuera posible…

– De acuerdo, mañana curso a primera hora el exhorto al juzgado de guardia de Barcelona. ¿Se ocupan ustedes de localizar y trasladar al testigo?

– Sí, descuide.

– Buena suerte. Ah, y buen trabajo, sargento.

Aunque los años me vayan convirtiendo en un hombre escéptico y resabiado, aún me ablanda como a cualquiera que me pasen la manita por el lomo, y la felicitación de Carolina Perea tenía para mí un valor especial. Animado por ella, y por el éxito de nuestra celada, me olvidé de que era casi medianoche y no me sentí apenas desgraciado por tener por delante una dificultosa labor mientras la mayoría de mis compatriotas se entregaban al descanso o a la juerga. A la hora de medir tu suerte hay que elegir bien con quién te comparas. Peor estaba mi oponente, del lado chungo de la puerta y sin la llave para abrirla. Por lo común, era yo quien dirigía los interrogatorios de los detenidos. Para eso me cualificaban mi mayor grado, mi antigüedad y mi experiencia en esas lides. Pero nunca habría llegado a adquirir esta última si un buen día alguien más experto que yo no me hubiera dejado el sitio, y no con cualquiera, sino con una presa de peso. Me pareció que era la ocasión idónea para que Chamorro asumiera la responsabilidad. Conocía bien el caso y había obtenido, cuando no elaborado, una buena parte de la información que nos había permitido capturar a aquel hombre. Además, disponía sobre él de la ventaja de haberle demostrado que podía ser tan lista como para engañarle. En cierto modo, se había ganado ocuparse ella de ponerle la guinda al pastel. Mientras yo discurría todo esto, ella charlaba con Tena y con Ponce. La observé. Debía de dar por sentado que me ocuparía yo, como de costumbre, y que como mucho le cabría estar a mi lado. La llamé aparte.

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