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– Digamos que algo -repuso el actor.

– ¿Tanto como para haber compartido su dormitorio? -inquirí.

Salvany no esperaba un ataque tan directo.

– Yo no voy presumiendo de esas cosas por ahí -se revolvió, digno.

– Vamos, no se lo contaremos a nadie -dijo Chamorro.

– Bueno, es posible. Aunque de eso hace ya tiempo.

– ¿Cuánto? -intervine-. ¿Cuándo fue la última vez que vio a Neus?

– Hará tres meses. Pero lo habíamos dejado antes. Y tampoco fue algo demasiado serio ni demasiado profundo, no se vayan a creer.

– ¿Ah, no?

– Pues no. Alguien nos presentó, congeniamos y supongo que a los dos nos dio el punto de probar. Y probamos. Sin más historias.

– No es eso lo que nos han contado.

– ¿Ah, no? ¿Y qué les han contado?

– Que ella estuvo muy enamorada de usted.

A la legua se veía que Salvany no era un caballero. Lo delató la petulancia con que acogió mis palabras, y lo ratificó al decir:

– No sé, no se puede saber nunca qué siente otra persona. Pero les aseguro que para mí no tuvo la menor importancia.

Mi compañera me hizo una seña. Le dejé pista libre.

– ¿Quiere decir que para usted fue sólo algo físico, o sea, un rollete pasajero? -preguntó, afectando ingenuidad.

– Bueno, fue, en fin, cómo quiere que se lo cuente, una de tantas historias entre dos adultos que hacen uso de su libertad.

La palabra adulto en labios de Salvany sonaba un tanto pintoresca, pero mi compañera le siguió el juego y se hizo aún más la tonta:

– Pero la señora Barutell estaba casada.

– ¿Y hay alguna ley que prohíba a las casadas divertirse?

– No, sólo recordaba el dato. No es lo mismo jugar con quien anda desparejada que con quien tiene un marido. Dependiendo del marido, puede llegar a convertirse incluso en una experiencia peligrosa.

– Pongamos que no era el caso.

– Ajá. ¿Tendría inconveniente en decirnos en qué circunstancias conoció usted a Neus Barutell?

– En una fiesta, en casa de Oriol.

– Oriol qué -pregunté. Si hay un esnobismo que me revienta es el de los que se dan pisto omitiendo el apellido de sus conocidos célebres.

– Oriol Solsona, quién va a ser. Mi productor.

– Ah, perdone, es que no veo tele.

Salvany me miró como si mi confesión me certificara como una especie de anormal irremediable. Chamorro siguió escarbándole:

– ¿Se vieron muchas veces? ¿Lo llevó a su casa de Zaragoza?

– Qué sé yo, una docena de veces. Pero siempre aquí, en Barcelona.

Mi compañera calló unos instantes. Súbitamente, le espetó:

– ¿Dónde estaba usted la noche del lunes al martes?

– Pues… -Salvany parecía de repente nervioso-. A ver, déjeme hacer memoria. Salí por ahí, con amigos. Tengo… Al menos tengo diez o doce personas que pueden confirmarlo. ¿No creerán que…?

– No, todavía no creemos nada -aclaró Chamorro, mientras sacaba su libreta-. ¿Podría darme el nombre de esas diez o doce personas y decirme cómo podríamos contactar con ellas en caso de necesidad?

Salvany me miró, como buscando ayuda. No se la ofrecí. En realidad, mi mente estaba muy lejos de aquella habitación. Ni por asomo creía que semejante zopenco pudiera tener que ver con el crimen. Mientras Chamorro cumplía un trámite inútil y rutinario, yo sólo pensaba en el Rey Rojo. En lo que había podido mover a Neus a abdicar de sí misma hasta el extremo de mezclarse con aquel muñeco, colgarse de él y, unos meses después, acabar cosida a puñaladas sobre la cama que según todos los indicios acababa de compartir con otro nadie.

CAPITULO 12 A PASO LIGERO

Mientras regresábamos a la comandancia, después de nuestro vano encuentro con Josep Albert Salvany (viendo cómo tragaba saliva frente a Chamorro, calculé que había tantas probabilidades de que el actor tuviera alguna relación con la muerte de Neus como de que Josef Stalin alcanzara el estatus de héroe de Disney), me entregué a otra sesión intensiva con el que iba camino de convertirse en mi mejor amigo, o al menos aquel con quien más gastaba: mi teléfono móvil.

Para empezar, llamé a su señoría la juez de instrucción. Tardó apenas veinte segundos en aparecerme en la línea, desde que pregunté por ella a la oficial del juzgado que me atendió en primera instancia. Le expliqué por encima las actividades del día, para darle la impresión de que me había tomado muy en serio su petición de la víspera y también de que era un chico servicial y dócil, el tipo de varón que hace las delicias de las mujeres que ejercen autoridad. Luego fui a lo que de veras motivaba mi llamada: la resistencia de una de las compañías de telefonía a darnos acceso rápido a la línea de móvil prepago. La juez escuchó mi explicación y me pidió el nombre y el número del sujeto.

– Llamaré yo -prometió-. Aquí algunos no se han dado cuenta de que esto es el siglo XXI no sólo para lo que les conviene a ellos.

Y colgó. No le arrendaba la ganancia al señor López-Tuñón, con la locomotora desbocada que estaba a punto de embestirle.

– ¿Qué? -consultó Chamorro.

– Pues nada, que ésta los tiene cuadrados. Ya podemos cuidarnos de desairarla, porque nos vemos reciclados de matones para una constructora, tratando con las mafias que hostigan las obras y cosas así.

– Me encantaría verte de matón -se mofó.

– ¿Dudas de mi capacidad para el puesto? Tú no sabes la mala hostia que yo puedo llegar a tener. Ni mi destreza para los golpes bajos.

– Ya, ya.

– ¿Quieres que al próximo que detengamos, al asesino de Neus, por ejemplo, lo trate en plan Harry el Sucio? Hombre, no tengo el Magnum 357, pero ahora que me he comprado la Walther, me apaño para montar una escena potente. ¿Prefieres que le meta el cañón en la boca o que se lo clave debajo de la barbilla mientras le retuerzo los huevos?

Mi compañera estalló en una carcajada.

– Para, anda. Y ten cuidado con la Walther, no vayas a hacerte daño. Si me admites una opinión, creo que deberías haber seguido con el revólver pequeño, iba más con tu verdadera personalidad.

Sopesé su apreciación.

– Puede ser, pero mi amigo el armero me comió el coco. Que si potencia de fuego, que si precisión, que si seguridad. Y encima me la sacó a buen precio. Ya sabes cómo soy. Cuando alguien se me muestra tan solícito y me lo da todo hecho me cuesta mucho decir que no.

– Tu amigo el armero está un poco volado. Pero oye, tú sabrás.

– De todos modos, no me digas que no es chula -dije, sacándola-. Tienen algo, estas armas alemanas, que lo convierten a uno en cuanto se descuida en un psicótico al estilo del protagonista de Taxi Driver. A veces me sorprendo mirándola con un embeleso que me asusta. Si creyera algo en los psiquiatras, hasta estaría tentado de ir a uno.

– Está bien, no sigas. Ya se me ha pasado el enfado.

– Supuse que sólo te hacía falta desahogarte un poco. Te has divertido apretándole las tuercas al musculitos, ¿eh?

– No voy a negarlo -sonrió.

– Dios mío, qué lugar más peligroso va a ser el mundo dentro de diez años, cuando esté lleno de mujeres como tú y Condolezza Rice.

– No más peligroso que ahora, contigo y George W. Bush.

– En fin, no apostaré. Siguiente llamada.

Marqué el número de mi líder espiritual y material, aquel a quien seguiría al fin del mundo, en el improbable caso de que le diera por poner rumbo a ese lugar: mi nunca bastante celebrado comandante Pereira. Como la juez, tampoco él tardó mucho en atenderme. Le di cuenta de las novedades. De manera particular, le puse al corriente del contacto que había establecido con su señoría, y de su singular entrega a la causa y a resolvernos los problemas que iban surgiendo.

– Luego la llamaré, para que se sienta cuidada -dijo Pereira.

– No sé si necesita mucho eso -se me escapó.

– Pero como el comandante soy yo, seguiré mi criterio.

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