– No era anormal -murmuró, apenas audible.
– Muchas gracias, señora Palau. Nos ha sido de mucha ayuda.
Terminamos de interrogar a Meritxell hacia las tres y media. A esa hora, la noticia corría como un reguero de pólvora por todas las agencias, aún con poco detalle: «Neus Barutell, hallada muerta en su casa de campo». A las 16.05, cuando el marido de la víctima, Gabriel Altavella, llegó al pueblo, un enjambre de cámaras registró la imagen. Le vi bajar, con semblante descompuesto y un cansancio que le hacía viejo y frágil. Siempre había intuido a un hombre muy distinto tras los libros que escribía. Y la investigación de aquel caso, que me iba a llevar a conocerlo con tanta profundidad como nunca habría imaginado, aún había de depararme algunas otras revelaciones inesperadas.
CAPÍTULO 2 ENTES AUTÓNOMOS
Antes de llevárselo a la boca, Chamorro dejó escurrir con meticulosidad casi exasperante el aceite del pimiento que había pinchado con su tenedor. Para ser franco, no le agradecía esa clase de gestos. Al verla tan escrupulosa, tenía la vívida sensación de que toda la grasa que yo desaprensivamente tragaba se iba depositando en tiempo real en el perímetro de mi abdomen, bajo mi barbilla y en otros alojamientos indeseables. Nunca he padecido de un sobrepeso significativo, pero tan pronto como rompo el ascetismo alimentario (al que por regla general me inclina la escasez de mi renta disponible, algo bueno tenía que tener) los efectos se hacen perceptibles allí donde más humilla a un varón que a ritmo lento pero inexorable camina hacia su decadencia. Chamorro, por el contrario, y dejando aparte la ventaja de su juventud, acreditaba tal disciplina en la mesa que desde que la conocía no me constaba que hubiera estado jamás expuesta a la sordidez de andar preocupándose por si le apretaba o no la cinturilla del pantalón.
– Qué manía de empapuzarlo todo en aceite -protestó, para dejar todavía más en evidencia mi negligencia al comer aquello tal cual.
– Es de oliva, el más sano -salí en defensa del establecimiento.
– Sano es cuando está crudo, no requemado como éste.
Era verdad que el lugar al que habíamos ido a parar no habría conquistado un cuarto de estrella en la Guía Michelín, ni aun en el supuesto de que a alguno de sus inspectores lo hubieran conducido hasta allí a punta de pistola o bajo cualquier otra coacción que le sugiriera la conveniencia de mostrarse benévolo. Era un mesón a medio camino entre el bar y el restaurante, y lo que estábamos comiendo eran restos de las tapas del día, porque, según nos había informado el hombre que parecía ejercer funciones de gerente, la cocina ya estaba cerrada. Con todo, los años que llevo rodando por ahí como perro policía me han proporcionado la ocasión de roer peores huesos y en peores platos.
– Tienes un paladar inadecuado para el lugar que ocupas en el mundo, Virginia -me burlé-. Mientras sigas en esto conmigo, tendrás más pimientos aceitosos que centollo. Tal vez deberías pensar en buscarte un buen marido que te sacara de la calle. Qué sé yo, un promotor inmobiliario, un intermediario hortofrutícola, o cualquier otro hombre de provecho que pudiera llevarte a los locales que mereces.
Chamorro me observó con semblante fatigado. Ya había escuchado antes de mis labios aquella maldad, u otras bastante parecidas, y estaba más que preparada para no dejarse irritar por ella.
– No voy a picar, mi sargento -dijo al fin-. Pero ya que me hablas de buscar marido, ¿qué te ha parecido el que se buscó Neus?
Si se prescindía de la hora y del agotamiento que hacía mella en mí, la pregunta de mi compañera resultaba tan perspicaz como oportuna. El hombre al que se refería no dejaba de ocupar mis pensamientos.
– Pues verás -dije, tras largarle un buen sorbo a mi cerveza-. El caso es que para mí resulta difícil analizarlo con objetividad. ¿Quieres saber algo que te permitirá reírte a placer de tu superior y maestro?
– O sea de ti…
– O sea de mí.
– No es una oferta muy tentadora, eso puedo hacerlo a menudo.
Había soltado su pulla así como al descuido, con la mirada perdida en la tenue espuma de su cerveza sin alcohol de 0,0 grados.
– No hasta el punto que podrás si te cuento esto.
– Desembucha -pidió, probándome que la intrigaba.
– Hace muchos años -recordé-, cuando yo estaba aún en la facultad trasegando los delirios de los paranoicos narcisistas que se dedican a etiquetar la mente de sus semejantes, tuve una historia con una compañera de la que me enamoré como un becerro. Me resultó bastante útil, porque la relación nunca fluyó bien y eso me ofreció la posibilidad de realizar un gran trabajo de campo sobre la neurosis utilizándome a mí mismo como cobaya. Pero lo que hace al caso no es esto, sólo te lo cuento para situarte. El hecho es que en una de mis patéticas y fallidas tentativas de retenerla a mi lado, di en regalarle un libro que por aquel tiempo me fascinaba: Las torres abatidas, de Gabriel Altavella.
Chamorro quedó sospechosamente pensativa.
– Bonito título -juzgó-. ¿Y no encontraste nada más pesimista, que la pudiera predisponer un poco más en contra de hacerte caso?
– Es que tendrías que haberme visto entonces. Era un tipo de lo más trágico, y llevaba ese talante a todos los extremos de la vida. Siempre iba vestido de negro, veneraba a Dostoievski, oía música de Mahler y de Bruckner y en vez de contar chistes soltaba citas nihilistas de Cioran. Lo más gracioso es que alguna vez llegué a creer que eso me hacía atractivo a los ojos de ella. De ahí regalarle aquel libro.
– Bueno, si estudiaba Psicología, cabe la posibilidad de que ella también fuera una colgada. A lo mejor no ibas tan descaminado.
– Sí, sí que lo iba. Cuando terminó la carrera hizo un master en Recursos Humanos. Mientras yo estaba aún comiéndome los puños en la cola del INEM, ella ya tenía un puesto en el que contrataba y despedía gente. Pero en fin, Paula no fue más que un eslabón de la deplorable cadena de mi currículum sentimental. Lo que trato de decirte es que a ese hombre al que hemos visto esta tarde yo le leía cuando era joven, y que durante un tiempo me pareció el no va más como escritor.
– El mundo es pequeño, y la vida sorprendente.
– No sabes tú cuánto.
– Has dicho me pareció -observó, con la finura que la caracterizaba-. ¿Eso quiere decir que ya no te lo parece?
Acabé mi cerveza. Ya no estaba fría.
– Tantas cosas cambian en veinte años -reconocí, melancólico-. No me acuerdo de una sola cita de Cioran, y cuando oigo a Bruckner me sigue pareciendo un genio, pero ya no siento ese misterio que me sobrecogía, sino el alma de un hombre anciano que ha aprendido demasiado. Y en cuanto a Gabriel Altavella, leí sus dos libros siguientes y te confieso que dejó de interesarme. Me dio la sensación de que empezaba a repetirse, de que dejaban de tener pulso sus historias y sólo se dedicaba a hacer sonar bien las palabras, malgastando su habilidad para ese arte. Las torres abatidas no lo he releído desde que se lo regalé a Paula. La verdad es que prefiero no hacerlo. Temo que sólo me sirva para espantarme de la ingenuidad y el atontamiento que me gastaba por aquella época. Y el joven que uno fue tiene derecho a ser recordado con respeto y con añoranza por el viejo en que uno se convierte.
Chamorro dibujó una sonrisa compasiva.
– No eres tan viejo, mi sargento. Y conste que ya sé que lo dices sólo para que te lo niegue. Es enternecedora esa necesidad que os entra a los hombres de que se os diga que seguís siendo unos chavales, cuando empezáis a verle las orejas al lobo. No quiero pensar qué sería de vosotros si tuvierais que enfrentaros a lo que nos toca a las mujeres. A la invisibilidad tan pronto como se te arruga un poco la manzana.
– No estarás pensando ya en eso, ¿no?