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– No me queda mucho para tener que pensarlo. Soy consciente. Pero no me asusta. Hay cosas peores que dejar de sufrir a los babosos.

– Bueno, siempre te queda el recurso de Neus.

– ¿Cómo dices?

– Lo que hizo ella. Casarte con alguien quince años mayor. Con pocas energías ya, que te moleste sólo lo justo. Luego enviudas a una edad aceptable y eres libre para divertirte con lo que salga. O te lo buscas, que ahora existe toda una oferta que las mujeres de antes no tenían.

Mi compañera asintió despacio.

– Si me hubieras dicho eso hace cinco años, te habría respondido que mi ilusión era casarme con alguien para siempre. Ahora, y después de haber visto y vivido unas cuantas cosas, lo que te digo es que me vale que quien sea, y durante el tiempo que sea, me acompañe, me haga sentir querida y no me dé la tabarra con estupideces. Ya se me ha pasado la edad de jugar a las princesas y también al escondite.

– Dios mío, es increíble la precocidad para el desengaño que tenéis las nuevas generaciones -me admiré-. Yo, a tu edad, todavía creía en la pasión. Hasta dudaría si ahora mismo, en algún momento de debilidad, no se me pasa por la cabeza la idea de volver a creer.

Me observó con un detenimiento y una intensidad inquietantes.

– Ya -dijo, mientras bajaba los ojos.

En aquel momento no me sentí excesivamente inteligente. Cualquiera con dos dedos de frente se habría percatado de que aquella conversación no era la más apropiada ni tampoco la más alentadora que podíamos mantener ella y yo a las doce y media de la noche, lejos de casa y con una muerta todavía reciente sobre nuestras espaldas. A veces uno busca evadirse del trabajo para relajarse, y resulta que es el trabajo (y sus avatares, fútiles o no) lo que sirve para aliviarle de otras cargas y otros problemas mucho más complicados e irresolubles.

– Volviendo al negocio y a tu pregunta, creo que si tuviera que resumir en una palabra lo que opino de la actitud del viudo y del parco testimonio que hemos podido sacarle esta tarde, no diría que estaba desolado, aunque le haya visto llorar. Tampoco diría que conmocionado, aunque en algún momento me haya dado sensación de aturdimiento. Si tengo que escoger un adjetivo, me inclino por uno que abarca a los otros dos, pero con un matiz: sobre todo, lo he visto fastidiado.

– ¿Fastidiado? ¿Qué quieres decir?

Traté de afinar mis palabras. Lo que buscaba expresar no era sencillo, y yo mismo recelaba de ello. Temía dejarme influir demasiado por algo que, nos guste o no, nos pesa a todos sin remedio: el ínfimo punto del cosmos en el que la fortuna y nuestras obras nos han colocado, y desde el que incurrimos en la arrogancia de juzgar a los demás.

– Me refiero a que por encima y más allá del dolor, el horror y el etcétera que se da por descontado en un trance como éste, y que todos, queramos o no, representamos con mayor o menor oficio y mayor o menor convicción, incluso cuando nuestra pesadumbre es verdadera, lo que me ha llamado la atención de Altavella ha sido el aire que tenía de sentirse atrapado de pronto en una situación vejatoria, por la ligereza o la mala pata de su cónyuge. Una situación en la que tiene que dar explicaciones de cómo vive y por qué, alguien como él, acostumbrado a caminar por encima del bien y del mal, a recibir homenajes permanentes, a que sus admiradores le llamen maestro y sus enemigos se mueran de envidia. Y no quisiera ser injusto, pero me da que lo que más le revienta es tener que darles esas explicaciones a dos muertos de hambre como tú y yo, y pensar en algo que desde luego tiene razones para ir pensando, que la función no ha hecho más que empezar y que vamos a meter mucho más el dedo y la nariz en sus cosas.

– Bueno, eso es normal, a nadie le gusta.

– Claro que no. Pero compara su actitud con la de los últimos deudos con los que hemos tratado. Les han matado a alguien cercano, igual que a éste, les hemos tenido que mirar los fondillos, como todavía no se los hemos mirado al eximio escritor, y a pesar de todo eso, de sus labios no ha salido una queja ni han tenido el menor gesto de rechazo hacia nosotros. Todo lo contrario, se ponen en tus manos.

Mi compañera hizo chasquear la lengua.

– También estás comparando con una gente peculiar. No siempre nos encontramos con familiares como los que estás tomando de ejemplo.

– Es que a mí eso es lo que no me parece peculiar. Cuando te han matado a alguien cercano, lo natural es pensar que todo lo demás, tus propias incomodidades, incluso tus pequeñas miserias que salgan a la luz, son cuestiones secundarias, a las que resulta más bien indigno darles trascendencia. La gente sencilla, como la llaman los listos y los petulantes, es más sensata y está más cerca de la lógica profunda de la vida. Lo absurdo, por no decir algo peor, es preocuparse de cómo sales o dejas de salir en la foto cuando bajo tus pies se ha abierto la tierra y se ha tragado a uno de los tuyos. O será que yo soy un simple.

– No, no creo que seas un simple -se opuso-. Pero me da que exageras un poco. Puede que el tipo sea algo estirado, como les pasa a todos éstos, o como te pasaría a lo mejor a ti si la gente te reconociera por la calle y salieras en los periódicos y en la televisión. Pero tampoco ha dejado de estar en su sitio. Y me ha dado la impresión de que colaborará, le guste más o le guste menos que fisguemos en su vida.

– En fin, ya se verá -dije-. A lo mejor me precipito, pero tengo mis razones para andar prevenido frente a la soberbia de la gente que está demasiado imbuida de su valía y su talento. Tuve que padecer a unos cuantos así en la facultad y desde entonces aprendí a evitarlos.

– Eso te pasa por ser un intelectual, te diría el comandante.

– Ex intelectual, en todo caso. Y a mucha honra. Me refiero al ex.

– No te creo.

– Créeme. Si he llegado a amar la mugre de la calle, con todos sus inconvenientes, es porque me ha librado de la mugre de la palabrería.

– En el fondo, mi sargento, nunca dejarás de ser un poeta -se mofó.

– Cuéntaselo a Altavella, en un aparte que hagáis la próxima vez que le veamos, a ver si así aumenta su grado de empatía conmigo.

– ¿Tú crees que serviría?

– No, la verdad es que no. Temería que le mandara un manuscrito y le pidiera ayuda para publicarlo. Temblaría al pensar en los versos que pudiera parir un picoleto, supongo que sólo imaginaría octosílabos rimados en asonante y llenos de sentimientos campestres y morales. En cuanto me viera, saldría corriendo como alma que lleva el diablo.

– Oye, entonces creo que sí se lo voy a decir -amenazó, riéndose.

– Sí, seguro que ibas a divertirte. Pero más valdrá que nos tomemos un poco en serio el servicio. Ese tipo es ahora nuestro reto. Sea como sea, y nos guste o no, tenemos que ganarnos su confianza.

Éramos los últimos clientes que quedábamos en el local, y al echar una ojeada a la barra sorprendí en la camarera que seguía limpiándola, aunque ya estaba más que limpia, esa mirada de odio legítimo de quien no puede irse a casa porque unos idiotas inconscientes no encuentran mejor lugar para perder el tiempo que aquel donde el afectado trabaja. Nunca he sido camarero, pero siempre he admirado la abnegación que se requiere para sobrellevar la dureza de la profesión, y he conocido también alguna vez la contrariedad de no poder irme a casa porque a alguien le apetece escucharse a sí mismo a deshora y decide entregarse a ese vicio con acompañamiento de un público cautivo. Por respeto y por solidaridad, pues, pedí sin demora la cuenta.

Al salir a la calle nos recibió el aire fresco de la noche. Estábamos a finales de mayo, pero allí todavía caía bastante la temperatura en cuanto se iba el sol. Era una noche clara y despejada, con una luna a medio crecer, a cuyo resplandor se distinguía leve y fantasmal la cumbre predominante de la cordillera próxima. Siempre me ha gustado caminar en el silencio de la madrugada por las calles de los pueblos, y más cuando de pronto lo quiebra el tañido de las campanas. Sonaron las que daban la una, ahogando durante un instante bajo la aguda vibración del metal el ruido de nuestros pasos sobre el pavimento.

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