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CAPÍTULO 5 GALOPANDO HACIA NINGÚN LUGAR

Llegamos a la comandancia a la caída de la tarde. Para una vez que no había prisa, Chamorro se dio el placer de conducir a velocidad legal, algo que debía de satisfacer poderosamente su sentido del orden, y que sólo con sus reflejos y su pericia no resultaba peligroso. Cualquier usuario de las autovías españolas sabe que circular a menos de 140 kilómetros por hora le expone a uno con relativa frecuencia a ser arrollado por los muchos psicópatas que utilizan el carril izquierdo.

Llamé al capitán Cantero, no diré que con muchas ganas. Se presentó a los quince minutos y para ser justos nos resultó de gran utilidad. Poco después estábamos instalados, sin lujos, pero en condiciones suficientemente confortables. Hasta disponíamos de un sitio espacioso y seguro para trabajar, con el desparrame habitual de trastos y de papeles que implica el trajín del investigador criminal desplazado.

Cantero era uno de esos hombres jóvenes y deportivos que, cuando suman a esa pujanza un futuro brillante y destinado al mando, producen de entrada en los subalternos ya cuarentones y mediocres como yo un irreprimible sentimiento de despecho. Alto, tirando a rubio, con unos ojos azules clonados de los de Paul Newman y la piel suavemente bronceada. Por suerte, también era campechano y simpático, y en ningún momento hacía notar sus estrellas. Nos acogió con un exquisito respeto profesional, no sé si porque se lo inspiraba la unidad central a la que pertenecíamos (y a la que no era improbable que apuntaran sus miras en cuanto a futuros destinos) o por lo que hubieran podido contarle de mí esos viejos del lugar que había mencionado en nuestra conversación telefónica. Confieso que pequé de curiosidad, y acaso de impaciencia, y en cuanto tuve ocasión le interrogué al respecto:

– ¿Quiénes de mi época siguen aquí? Se lo pregunto porque entonces la gente no solía quedarse mucho, estábamos casi todos de paso.

– El subteniente Robles -dijo-. Me pide que te transmita sus saludos y que te diga que ya te verá mañana. Hoy tenía a las nietas en casa.

– Coño, Robles. Y con nietas ya.

– Los años, que no pasan en balde. Cuentan que el viejo era una buena pieza en sus tiempos, eso lo sabrás tú mejor que yo, pero la abuelez nos lo ha reblandecido. Para picarle le digo que debería pedir una reducción de jornada por lactancia, como las tías. Ni se enfada.

– Robles, sí, algo de mundo ha corrido, desde luego -recordé-. Y no sé ahora, pero hace años tenía una red de antenas desplegadas por ahí que era algo increíble. No volaba una mosca sin que lo supiera.

– El que tuvo, retuvo -dijo el capitán-. Pero se me jubila el año que viene y le aprieto para que les pase los contactos a los jóvenes. En la nueva situación, ahora que los Mossos d'Esquadra se hacen con las zonas que nos quedaban y vamos a dejar de estar desplegados sobre el terreno, ese patrimonio acumulado no podemos perderlo.

– ¿Tan complicado está siendo el relevo?

El capitán se encogió de hombros.

– Los cambios siempre tienen sus complicaciones. Pero la verdad es que la movida tampoco está resultando traumática ni demasiado perjudicial para nosotros. Casi al revés, mira qué te digo. Dejamos de tener que lidiar con la rutina, con el cafre que le pega a la parienta y el chori que levanta un coche o revienta un chalé, y podemos dedicar todos los recursos a información. Con los Mossos no nos hemos entendido mal en el relevo, ellos ya saben que somos obedientes y que cuando nos dan una orden la cumplimos: si nos mandan irnos y facilitarles todo, eso es lo que hacemos, y punto. No me parece a mí que la cosa les esté funcionando igual de bien con la pasma, ahora que les toca además ocuparse del pastel gordo, la zona urbana de Barcelona. Por lo demás, ya sabes lo que pasa cuando coinciden varias policías, cada una dirigida por un político distinto. Roces hay, es inevitable. Y no puedes dejar de tener tus cartas en la manga, por si las moscas.

– De todos modos, quizá sería oportuno avisar de lo de mañana. No vayamos a tener un disgusto tonto con un municipal o un escolta.

– Si quieres que todo el mundo sepa que el entierro de la Barutell va a estar lleno de guardias en busca de sospechosos, descuelgo el teléfono y llamo al ayuntamiento y a la conselleria. Pero creo que es mejor ir por libre y aleccionar al personal para que no se haga notar.

– Como usted diga, mi capitán. Jugamos en su campo.

– Voy a poner un par de hombres a tu disposición, para que te sirvan de enlace con el resto de nuestra gente y para que los uses en lo que te convengan. Dos tíos buenos. Guardias los dos, pero zorros viejos.

– Ya sabe que también vienen dos personas de Zaragoza -dije-. Tal vez nos baste con uno, que conozca bien la zona y la comandancia.

El capitán debió de advertir mi reticencia. Sonriendo, explicó:

– No quiero ser roñoso, hombre, tengo gente disponible. Tampoco les voy a pedir que se entrometan, puedes estar tranquilo. Ya sé que esto es de Zaragoza, formalmente, y que en la práctica lo vais a llevar vosotros. Aquí no aspiro a ponerme más medalla que la que me toque por ser buen anfitrión. Y si me permites un consejo, con lo que tienes entre manos creo que un equipo grande te va a convenir.

Al margen de mis gustos y de mis apetencias personales, comprendí que el capitán tenía razón. Y no me pareció muy procedente arrastrar más los pies cuando él se estaba mostrando tan obsequioso.

Quedamos con Cantero en cenar juntos, con los de Zaragoza, los dos hombres que nos había asignado y su segundo, un teniente. Mientras hacíamos tiempo hasta entonces, Chamorro y yo no estuvimos inactivos. Llamamos a Meritxell Palau, con quien concertamos una entrevista para después del funeral, en la oficina de la productora televisiva que hacía los programas de su jefa (y de la que ésta, como detalle significativo, era accionista mayoritaria). Chamorro puso en marcha con el juzgado la identificación de las últimas llamadas entrantes y salientes del teléfono móvil de Neus y yo me enfrenté de nuevo a su cuaderno, en busca de algo que me llamara la atención o que me permitiera darle un sentido más preciso a esas dos extrañas iniciales, R.K. Debo reconocer que no estaba en mi momento más perspicaz, y que nada había conseguido sacar en limpio cuando sonó mi teléfono.

Era Juárez, uno de los expertos del grupo de delitos informáticos. Su jefe le había pasado el encargo de Pereira de romper la clave del portátil de Neus. La prisa por llamarnos era bastante comprensible:

– ¿Hace falta que vayamos allí o nos lo vais a enviar?

Me quedé pensando durante unos segundos. Lo último que me gusta es causarle incomodidades innecesarias a un compañero. Pero calculé que me interesaba estar presente cuando se accediera a la información, y que también podía ser conveniente echar un vistazo a otros ordenadores que pudiera poseer la víctima, en su domicilio o su oficina.

– Pues os agradecería que vinierais. Si es posible.

– Prioridad uno, según mi jefe -aceptó, resignado-. Además, nos morimos de ganas por hurgar en la intimidad de la famosa.

– No me digas que no vamos a poder dejaros solos -bromeé.

– Hombre, si tiene alguna foto comprometida, me la copio para vendérsela a una revista o colgarla en Internet, dalo por descontado.

– Eso me estaba temiendo.

– Tranqui, Vila. Aquí los colegas y yo hemos visto tanta mierda en las tripas de los ordenadores ajenos que ya nada nos excita. Los miramos como mira a las mujeres despatarradas un ginecólogo.

– Vale, te creeré. ¿Podéis venir mañana?

– Allí estaremos a primera hora con nuestros abrelatas.

– Os dejaremos el cacharro en la comandancia.

– Okey. Salud.

Cuando corté la comunicación, le hice otro encargo a Chamorro:

– Pide al juzgado que nos autoricen a abrir los ordenadores de Neus.

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