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Chamorro sonrió con indulgencia.

– Ah, ahora lo veo. ¿En eso confía? Quizá le interese saber que la juez que lleva este caso, porque es una mujer, ya ve usted qué mala suerte ha tenido, está al tanto de todo lo que estamos haciendo. Y como es usted una persona instruida, sabrá que tiene una posibilidad legal de pedir ser llevado a su presencia en cualquier momento. Se llama habeas corpus. Si quiere le traemos el formulario para que lo rellene.

Vinuesa no dijo nada. De pronto, se había puesto carmesí.

– Vamos, ¿se lo traigo? -le insistió-. ¿O prefiere pensarse mejor si lo que le conviene es seguir manteniendo ese cuento idiota de los fantasmas que vinieron en medio de la noche a acuchillar a Neus?

Aborrezco la violencia. No suele ser útil para casi nada, ni siquiera para reducir a las alimañas, como piensan los guionistas de casi todas las películas norteamericanas y una buena parte de los pacíficos ciudadanos de los países democráticos y civilizados. Si el homo sapiens ha podido imponerse a la naturaleza no ha sido por su limitada capacidad de embestirla, sino por su habilidad para domeñarla dando rodeos. Por otra parte, intervenir era tanto como desautorizar a mi compañera. Pero me pareció que debía tratar de apaciguar la situación.

– Señor Vinuesa -dije, en tono sosegado-. No crea que no comprendemos sus dificultades. No es fácil hacerse cargo de una cosa así, y nosotros lo sabemos probablemente mejor que nadie. Sólo le pediría que recapacite. A veces, en la vida, llega la hora de la verdad, y es entonces cuando se pone a prueba lo que somos. A usted le ha llegado el momento. Piense que no es cualquier cosa. Que tiene que estar a la altura. Que tiene que ser inteligente y buscar su propio beneficio, y que uno siempre puede hacer por empeorar o mejorar su suerte. Por lo demás, se lo dijimos al principio, tiene derecho a no hablar, pero no se haga ilusiones, no trate de convencerse de que no llueve cuando le está cayendo una tromba encima, porque esto no se va a parar así como así. Seguiremos adelante, porque no estamos actuando al tuntún.

– Yo no lo hice -contestó, al borde del llanto.

– Vamos a dejarlo aquí por ahora -concluí-. Volveremos a vernos luego. Trate de aclarar sus ideas. Por su propio bien.

Devolvimos al detenido al calabozo. Mi compañera estaba visiblemente malhumorada. No había tenido el mejor estreno posible como interrogadora, y su orgullo le pasaba ahora factura por ello.

– No te hagas mala sangre, Vir -le dije-. No se puede ganar siempre.

– Es que me revienta que se me ponga chulo ese mierda -rezongó.

– Mal camino, compañera. Para interrogar a un sospechoso, ni le puedes odiar, ni puedes subestimarle. A lo mejor ese mierda, aunque se desmaye cuando se le ponen delante las pruebas que le acusan y sea un gigoló presuntuoso, tiene un aguante fuera de serie para sostener lo que quiere hacernos creer. La gente a veces despista mucho.

– Pero nos está tomando por idiotas. ¿A qué aspira con eso?

– No se da cuenta. No puede juzgar su actuación desde fuera.

– ¿Y qué vamos a hacer?

– Ahora mismo, ir a tomarnos un café. Tenemos mucho tiempo, que podemos aprovechar para despejarnos, para pensar estrategias, para ver si se nos ocurre cómo tratar de minar su ánimo. Él sólo puede mirar las paredes del calabozo y sentir miedo de la cárcel. Pero no te tortures más. Anda, vamos a darnos una tregua, y así aprovecho para hacer una llamada que tengo pendiente. Me había olvidado.

Estaba quedando mal con Riudavets. Casi le había colgado la víspera y no le había llamado todavía. Pero él era del gremio, sabía cómo iba el trabajo y no estaba ofendido. Me atendió con toda amabilidad, y después de contarle yo nuestras novedades, me dio las suyas:

– Altavella estuvo el lunes por la tarde y el martes por la mañana en su casa de Gerona, en efecto. La urbanización no es muy grande y los vecinos le tienen bien fichado. Pero en algo te mintió. Hay alguien que le consta positivamente que podría respaldar su coartada.

– ¿Quién?

– La mujer con la que pasó la noche. Unos treinta años, rubia, y bastante maciza, al parecer. No era la primera vez que la llevaba allí.

Hay muchas razones para mentir. Pero a un investigador de homicidios le cuesta creer que alguien lo hace por motivos inocuos.

CAPITULO 17 EL PUNTO FLACO

La rueda de reconocimiento, aprecié al ver a Vinuesa flanqueado por todos aquellos guardias de paisano, era modélica. No siempre podía uno rodear al sospechoso de gente tan similar a él, por edad, estatura, color de pelo, etcétera. Resultaba que nuestro hombre encajaba en el prototipo de varón español joven, como la mayoría de quienes nutrían nuestras filas en aquella demarcación. Pero aquella gratificante sensación de pulcritud en la preparación de la diligencia me venía mezclada con un presentimiento de desastre. La mañana no estaba marchando por los mejores derroteros. Al fallido interrogatorio de nuestro detenido se había unido la inopinada apertura de un flanco que consideraba tranquilo y cubierto, el del viudo. Tenía coartada y me seguía pareciendo carente de móvil, por su carácter y el laxo convenio conyugal que le permitía hacer su vida sin estorbos. Pero me había engañado, y eso, que siempre molesta, me obligaba a encontrar una explicación satisfactoria o a pedírsela. Lo único que nos faltaba, en esas circunstancias, era que Radoveanu, de tan bien que habíamos preparado la rueda de reconocimiento, no fuera capaz de identificar a Vinuesa, o señalara a otro. Confieso que mi pulso iba a algo más de las 70-80 percusiones por minuto habituales cuando lo pusimos al otro lado del cristal.

Pero en la vida, aunque no suceda con frecuencia, uno se encuentra a veces personas providenciales, a las que puede encomendarse en los momentos más aciagos o de mayor angustia sin temor de verse defraudado. El rumano (a quien, dicho sea de paso, el capitán Navarro, de Zaragoza, le había empujado entre tanto la renovación de su permiso de residencia) cumplió con lo que de él se esperaba. En honor a la verdad, Vinuesa le dio alguna facilidad, porque, frente a la impasibilidad de los guardias que posaban junto a él, no dejó de parpadear ni de morderse los labios durante todo el tiempo. Pero me constaba que nuestro testigo, que había sido precavido hasta allí, no habría dicho de no haberlo visto con absoluta claridad lo que entonces dijo:

– El número tres. El perfil, la forma de moverse, la mirada. Aquí sí que lo veo, no como en la foto. Ése es el hombre que iba con ella.

– Pero ¿se lo parece o está completamente seguro? -preguntó la funcionaria judicial que levantaba acta, una cincuentona muy pintada, más bien antipática y flaca como un palo de escoba. Se la veía diligente y resolutiva, de esas que no hacen las cosas de cualquier modo.

– Estoy completamente seguro -repuso Radoveanu.

– Muy bien. Pues espere un momento.

La funcionaria terminó de redactar el acta. Luego la imprimió y se la dio a leer al testigo. Nos facilitó una copia también a nosotros.

– Si está de acuerdo, la firma -le requirió.

Radoveanu leyó sin prisa. Inmigrante y todo, no se sentía tan intimidado como para firmar sin más lo que le pusieran delante, ni tampoco tenía vergüenza de hacernos esperar, a nosotros y a la envarada funcionaria, para asegurarse de que el texto del acta se ajustaba a lo que allí había acontecido. Era digno de tenerse en cuenta, al menos para quien como yo había visto a tanta gente poner su garabato sin leer ni entender, sólo por los nervios o el apocamiento del instante.

– ¿Me dejan un bolígrafo? -preguntó al fin.

Tenía una firma pinturera, Gheorghe Radoveanu. Una letra airosa y con personalidad. Pensé que en un mundo mejor organizado, a escala planetaria, serían muchos de los que le tendían las llaves con desprecio los que le llenarían el depósito de gasolina a él. Pero ya se sabe que la fortuna reparte las cartas como se le antoja y que el mejor jugador del mundo sucumbe sin remedio a cualquier lila que ligue cuatro ases. Nuestro testigo lo sabía de primera mano, y parecía llevarlo bien, pero no renunciaba a afirmarse en esos espacios particulares, como la firma, en los que el torpe gerente de la tómbola no tenía jurisdicción.

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