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– Supongo que tiene sus razones para decir eso -admitió Chamorro-. ¿Le parece que a mí podrían convencerme, esas razones suyas?

– No la sigo.

– Afirma que es inocente. Y me parece bien, a lo mejor yo haría lo mismo en su lugar. La cuestión es, ¿cree que aparte de repetirlo una y otra vez, podría convencernos a mí y a mi compañero de ello?

– Disculpe, pero creía que era al revés. Que se supone que yo soy inocente mientras no prueben ustedes lo contrario.

Chamorro asintió, comprensiva.

– Claro, ésa es la teoría general. Pero cuando uno es la última persona con quien vieron a la muerta, cuando uno dejó toda clase de huellas y de vestigios en el lugar del crimen, y cuando uno, después de descubrirse lo que ha sucedido, no se preocupa de acudir a la policía, sino que huye de ella y se esconde, la situación varía ligeramente.

Vinuesa inspiró hondo y repuso:

– Nada de eso es una prueba irrefutable.

– ¿Y quién le dice a usted que hace falta tanto para condenarlo? Basta con que la gente que le juzgue llegue al convencimiento de que usted y no otra persona cometió el crimen. Y analícelo fríamente, si puede, ¿qué le parece que pensaría una persona normal sobre la base de todas esas circunstancias? ¿Que usted sólo pasaba por allí?

El detenido tomó conciencia del apuro en que estaba. O quizá ya la había tomado antes, pero no con la precisión con que acababan de enunciárselo. Se le veía ansioso de encontrar por dónde salir.

– A ver, retrocedamos al principio -dijo Chamorro-. Vamos a repasar en qué estamos de acuerdo. Ya hemos admitido que usted y Neus Barutell se conocían, y que mantenían una relación sentimental desde hacía unas tres semanas en la fecha de su muerte. ¿Me equivoco?

– No.

– ¿También me admitiría usted que se vieron varias veces en la misma casa de Zaragoza donde apareció asesinada?

– También.

– ¿Y que fue allí con ella el día de su muerte?

– Tienen testigos, ¿no?

– ¿Y que mantuvo relaciones sexuales con ella?

– Para qué lo voy a negar. Eso no es ningún delito. Fue con su consentimiento, como todas las demás veces.

Mi compañera lo escrutó fijamente, haciéndole sentir la gravedad del momento. Vinuesa, he de consignarlo, aguantó el tipo.

– Imagino que sabe usted que tenemos medios para fechar la muerte de una persona, y no creo que se le oculte que los hemos utilizado también en este caso. Apenas queda margen temporal, entre la hora de su llegada y el momento en que acabaron con la vida de Neus, para que el hecho no sucediera, digámoslo así, en su presencia.

– Le juro que yo ya no estaba allí.

Chamorro puso esa cara de decepción que yo conocía bien.

– Jurar es gratis. Lo puede hacer cualquiera. Así no me convencerá.

– ¿Y cómo la convenzo, entonces?

– A ver, voy a tratar de echarle un cable. ¿Me puede contar, con el mayor detalle posible, qué pasó aquella tarde entre ustedes?

El detenido se cogió la cabeza entre las manos, cerró los ojos y después se los restregó con fuerza. Si había que juzgarlo por la aparatosidad del gesto, se disponía de veras a hacer memoria.

– Pues, veo que no tengo más remedio que renunciar a mi intimidad para usted, señora agente. O señora número, ¿o cómo la llamo?

– Hace muchos años que ya no somos números -replicó Chamorro-. Ahora somos personas, como los demás. Y yo en particular soy cabo. Pero llámeme como quiera. Mi nombre de pila es Virginia.

– Podría llamarla Loba Verde, también -dijo, con una sonrisa amarga-. La verdad es que me llevó usted al huerto del todo. Supongo que debí de parecerle el tío más capullo del mundo, mientras me liaba.

– No, por qué. Yo jugaba con ventaja. Pero iba a contarme algo.

– Sí -asintió-. Mi última tarde con Neus. Bueno, lo habíamos organizado para aprovecharla. Al día siguiente yo tenía que estar muy temprano en Barcelona, y a ella vendría a verla su ayudante para trabajar, también pronto. Así que preferí no pasar allí la noche. No me molesta conducir, y a autopista vacía en dos horas me recorría la distancia entre la casa y Barcelona. Entre las seis, que fue cuando llegamos, y las once, que era mi hora de Cenicienta, nos cabían unas copas, una cena y un par de polvos. Y eso fue lo que tuvimos. La cena, sin muchas complicaciones. Bueno, si registraron la casa ya encontrarían los restos, así que no tengo que especificarles más. Las copas, no fueron muchas, porque yo tenía que conducir luego. Y los polvos, ¿quieren detalles?

– No -repuso Chamorro-. Ya alquilaremos algo del videoclub si nos entra el apretón. Lo que sí me gustaría es que me dijera la secuencia horaria precisa. Desde que llegaron, hasta que se marchó usted.

– Llegamos a las seis, como le digo. De seis a siete y media o así, copas y primer polvo. De siete y media a ocho y algo, ducha y preparar la cena. De ocho y media a nueve y media, cena viendo las noticias. De nueve y media a diez y media segundo polvo. Y luego me duché otra vez, para conducir fresco, y me puse en ruta. No serían más de las once y cuarto. Era la una y cuarto cuando estaba entrando en mi casa.

– ¿Alguien puede dar fe de eso último?

– Vivo solo. Si alguna vecina cotilla me vio, puede ser.

Chamorro administró el silencio durante unos segundos. Quien la viera, habría pensado que el relato de Vinuesa, y su manera de decir las cosas, la dejaban del todo indiferente. Yo sabía que no era así, por diversas razones. Tampoco a mí me resulta el colmo de la elegancia que alguien se refiera con el término polvo al rato compartido con una mujer que ha tenido la gentileza de separar las rodillas para él. Creo que uno debe ser un poco más respetuoso con aquellos que le regalan algo de sí mismos. Aunque tampoco juzgaba con demasiada severidad a aquel muchacho. Pertenecía a una generación que no había sido educada para andarse con excesivas contemplaciones, ni a la hora de actuar ni de nombrar lo actuado. Mi compañera habló al fin:

– Hay un asunto, por lo menos, que ha omitido contarme.

– ¿El qué?

– En la casa encontramos algo más que restos de copas y de comida.

– ¿No puede hablar más claramente?

– Cocaína.

– Ah, sí, nos metimos unos tiritos. Un par, sólo, tampoco quería ponerme ciego por lo mismo, tenía que conducir. Pero mis últimas noticias son que eso había dejado de ser delito. ¿Cambiaron la ley?

– No. ¿Está usted enganchado? ¿Lo estaba ella?

– Consumo de vez en cuando. Y en cuanto a ella, mi impresión es que tampoco se metía mucho. No sé, depende de lo que considere estar enganchado. Yo creo que controlo. Y que ella controlaba.

Chamorro hizo algunas anotaciones en su bloc, sin prisa. Vinuesa se había ido creciendo a lo largo del interrogatorio. Nadie habría dicho que era el mismo que se nos había desmayado en el primer encuentro. Yo seguía sin calarlo del todo. Y eso empezaba a fastidiarme.

– Bien -resumió Chamorro-. Así que esto es lo que quiere usted que nos traguemos. Es original lo de cenar viendo las noticias, eso se lo reconozco. Lo demás, como argumento de la escena barata de adulterio de esos culebrones de los que hablaba usted antes y en los que parece que ha trabajado, me podría valer. ¿Sacó la idea de ahí?

Vinuesa no se esperaba el ataque. Y le hizo daño. Se revolvió:

– Oígame, cabo Virginia, o como sea que tenga que llamarla. Ya sé que yo estoy jodido y que en esta habitación usted tiene la sartén por el mango. Y ya sé que por el hecho de ser actor y bailarín usted me considera un gilipollas integral. Pero fui a la universidad y me saqué una licenciatura en Historia del Arte con media de nueve. Que no me sirve ni para tomar por culo, pero sí para no tolerarle que me trate como a un imbécil. Mi situación es difícil, de acuerdo, pero lo que les he contado es la verdad, y ustedes han de probar que yo maté a alguien para seguir teniéndome encerrado, y si no, con todas sus sospechas y con todo lo mal que les caiga, el juez me pondrá en la puta calle.

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