A continuación releí el diario en inglés. Aquí sí que vi, ahora y en comparación, a una Neus artificiosa y comediante, que intelectualizaba y disfrazaba y por tanto corrompía sus emociones. Pero no por ello desprecié lo que me podía aportar. Me fijé sobre todo en las citas literales que contenía de A través del espejo, y hube de concluir que Altavella había tenido tino para localizarlas. Quizá las dos que él nos había leído eran las más significativas. El trozo del poema del Caballero Blanco que hablaba de mariposas convertidas en pasteles para ser vendidas a los hombres que navegan por mares tempestuosos, por ejemplo. ¿Se refería Neus a sí misma, como entertainer televisiva? ¿O bien a sí misma como la amante que hace de su cuerpo un dulce cuyo sabor y recuerdo podrá llevarse el hombre al que se entrega, cuando vuelva a navegar por el océano de su propia soledad? Pero la cita que más me hizo pensar era aquella en la que Alicia, tras manifestar que no quiere formar parte del sueño de otra persona, anuncia que va a ir a despertar al Rey Rojo y ver qué pasa. ¿Estaba Neus, tan deliberadamente, embarcada en una estrategia de autodestrucción, o cuando menos, destinada a poner a prueba la seguridad y las certezas de su mundo?
No tenía respuestas, pero después de aquel ejercicio sentí que era más completo el mapa de mis preguntas. Miré a Chamorro:
– Nada -dijo-. Hay que darle tiempo.
Era ya medianoche, pero no parecía tener prisa por irse. Me puse a leer a Lewis Carroll, en la edición inglesa donde había cotejado las citas de Neus y que había comprado ese mismo día. Recobré la fascinación por la dolorosa inteligencia de aquella alegoría escrita por un hombre que se sabe despojado de sus sueños, sobre una niña que aún aspira a poseer los suyos. Y pensé en lo que significaba para Neus.
Después, y como vi que Chamorro no se rendía, les eché un vistazo a los libros de poesía que había comprado de oferta. No quise, esa noche, leer a Estellés, así que me enfrenté al que me era desconocido, el de Joan Margarit. Y encontré estos versos, que acaso lo resumían todo:
Jo era un jove inexpert i tu una noia
desemparada i cálida.
L’ombra de l’íltima oportunitat
está ocultant la lluna.
Sóc un vell inexpert.
I tu una dona gran desemparada. * CAPITULO 14 ANTE TODO POLICÍAS
A eso de la una y media los párpados me empezaron a pesar demasiado para seguir leyendo en condiciones de entender algo. Pero Chamorro seguía allí, pegada a la pantalla del ordenador, aguardando en vano la irrupción de pab_penya_79. Para sobrellevar el tedio, ojeaba ficheros del ordenador de Neus, sin grandes resultados, o al menos ninguno que estimara oportuno comunicarme. Antes de retirarme a mis modestos aposentos le pregunté si iba a quedarse mucho rato.
– Aún trataré de aguantar un par de horas -dijo-. La gente aficionada a chatear a veces lo hace muy de madrugada.
No parecía tener sueño, aunque la mirada se le veía brumosa. Me admiré de su resistencia y, para subrayar su mérito, declaré:
– Yo estoy kaputt. Nos vemos mañana.
Por un día, no puse el despertador. Amanecí alrededor de las nueve y media, una hora más que tardía para mí, porque a medida que uno cumple años cada vez va siendo más difícil abandonarse a la experiencia placentera (por anuladora de nuestros dos lastres más pesados, el mundo real y el yo) que supone un sueño largo y profundo. De hecho, cuando consigo dormir un poco más de lo común, los crujidos y pinchazos que se producen en mis articulaciones y en mis vísceras al volver a colgarse de la percha llegan a hacerme dudar si el precio que uno paga está justificado por la pobre imitación de aquellos océanos de inconsciencia por los que se podía navegar en la edad juvenil.
No me di prisa en afeitarme ni asearme. Pude hacer lo primero sin apenas derramamiento de sangre, procurando que la cuchilla buscara a la velocidad justa los relieves de mi rostro, y lo segundo sin tener la impresión de baldearme de cualquier manera. Dejé que el agua caliente me agasajara la nuca y la espalda y me repicara en el cráneo, que es algo que me complace de forma peculiar. Es curioso pensar que sólo ese tabiquillo óseo protege todo lo que somos. Que cualquier burro, con casi cualquier cosa, puede darnos de baja de nosotros mismos quebrando el precario muro defensivo de nuestro cosmos. No es imprescindible, ni mucho menos, el refinamiento simbólico del piolet que utilizaron contra León Trotsky, ni el tortuoso impulso que animaba la mano que lo empuñó para abolirle al ruso el porvenir.
Desayuné con calma e hice un par de llamadas. Primero telefoneé a mi madre, que me reconvino como de costumbre por lo poco que me acordaba de ella, y a quien una vez más traté de convencer, sin mucho éxito, de que no sólo me venía a la mente en las escasas ocasiones en que tenía tiempo y espacio para llamarla y hablar, del modo en que me parece que un hijo debe hacerlo con su madre (y no con esa rutina sumaria con que tanta gente se da y pide novedades por ahí). Luego calculé que mi hijo estaba a punto de salir para el fútbol, y pensé que podría robarle cinco minutos. Me cogió él mismo el teléfono y, sí, se dejó robar cinco minutos, ni uno más. Pero me hice cargo y fueron suficientes para saber que todo andaba bien. Aquella actividad deportiva, a su modo, lo confirmaba. Andrés sabía que yo detestaba el fútbol, incluso había intentado adoctrinarle para compadecer a los batracios que en él cifraban el clímax de su ocio dominical. Y él había reaccionado de la forma más saludable: haciéndose delantero centro. Eso quería decir que comenzaba a rebasarme, a superarme como presunto modelo y referente, lo que me fortalecía en la idea de que no lo había hecho del todo mal y me daba pie a pronosticar que al cabo de un número no excesivo de años llegaría a quererme como lo que soy: un pobre tipo que lo trató como pudo y supo, con irregular acierto pero siempre con un fondo de buena voluntad. Incluso me cabía contemplar que se apiadara razonablemente de mí en la vejez, y que cuando me diera por contarle alguna batallita lo tolerara y pusiera cara de atención.
Pregunté en la cafetería dónde podía encontrar una lavandería que tuviera servicio rápido. Me facilitaron una dirección en el mismo pueblo y allí me fui, con mi ropa maloliente, que en un tiempo récord recogí transformada en ropa ajena (es la sensación que siempre me da después de pasarla por algún proceso industrial de higienización). Después me dirigí al centro de operaciones, a la sazón vacío. Me entretuve mirando papeles y viendo en el ordenador el deuvedé del famoso reportaje sobre la prostitución barcelonesa, que me pareció tan poca cosa como me habían dicho los expertos en la materia en cuanto a su contenido informativo, aunque meritorio desde el punto de vista del acercamiento a los personajes. Sobre todo a la prostituta rumana, una rubia teñida que no tenía tan buen español como nuestro amigo Radoveanu, pero se explicaba lo bastante bien como para poder valorar hasta qué punto resultaban instructivos los extrarradios de la vida.
Entre unas cosas y otras, se me hizo más de la una. Empezaba a calcular que ya era admisible llamar a Chamorro para ver por dónde paraba cuando apareció en el umbral y dijo con voz espesa:
– Perdón, me he dormido.
– No pasa nada, Vir -la disculpé-. No teníamos ningún plan, yo también me he relajado, y por lo que a mí respecta puedes permitirte de vez en cuando alguna flaqueza. Sobre todo después de trasnochar como me imagino que lo hiciste. ¿A qué hora recogiste la tienda?