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– Esperé hasta las cinco. Por si nuestro amigo había salido por ahí de farra y se enganchaba al ordenador al regresar a casa.

– ¿Y?

– O estuvo de farra hasta más tarde, o cuando volvió se metió directo en el sobre. Nada de nada.

Mi compañera tenía mala cara. Estaba ojerosa, con los párpados hinchados, e incluso pude advertir algunas arrugas en su rostro. No sin alguna melancolía, constaté que el tiempo iba pasando inexorablemente y que Chamorro iba dejando de ser, en todos los aspectos, la lozana principiante que yo había conocido y que, en cierto modo, siempre estaría ahí para mí, indisociable de mi percepción de ella.

– Te veo perjudicada, compañera.

– Es por estar tanto tiempo con la pantalla -alegó-. Cuando me acosté tenía un dolor de cabeza monumental. Y lo malo es que no he traído ibuprofeno, no repuse el envase de reserva del bolso de viaje.

Me extrañó aquella imprevisión en Chamorro. El ibuprofeno era uno de sus mejores amigos, y también, indirectamente, de los míos. No en vano aquella sustancia le permitía sobrellevar con niveles aceptables de mal humor los días críticos del mes, que, como no podía ser menos, siempre le coincidían con viajes o con puntas de trabajo.

– Lo que tienes que hacer es ir al oculista.

– Siempre hay tiempo de convertirse en cuatro ojos. Aún aguanto.

– Hablando de otro tema. ¿Vas a querer venirte a la comida?

– ¿Es indispensable? -consultó, con una expresión remisa que no era nada propia de ella.

– Indispensables hay pocas cosas. No, no creo que lo sea.

– Pues mira, si no te importa, me parece que me quedo. Descanso un poco, cubro el frente, estoy pendiente de la máquina de los teléfonos y me vuelvo a conectar para esperar al príncipe azul.

– Está bien. Como te apetezca. Es sábado. Y en realidad tu deberías estar en Madrid, yendo de compras o tumbada a la bartola.

– ¿Yendo de compras? Qué carca eres a veces, tío. Que mi abuelo crea que eso es todo lo que puedo hacer con mi tiempo libre, pase. Pero válgame Dios, cuando tú naciste hasta existían ya los Beatles.

– Bueno, apenas, estaban empezando… -me excusé.

– Nada, que me quedo. Así la reunión es más recogida.

El almuerzo, más que recogido, fue casi íntimo: sólo cuatro personas. Además, Robles y su ex subordinado concertaron la cita en un restaurante bastante pequeño y apartado, en una localidad a medio camino entre Barcelona y Gerona. Yendo con el subteniente, ya me imaginaba que llegaríamos con un buen rato de adelanto. Al final esperamos sólo quince minutos, porque ellos se presentaron también antes de la hora. Eran dos hombres altos, ambos en el filo del 1,90, más o menos del mismo porte que Robles. Aquella concentración de torres a mi alrededor me hacía parecer el hobbit de la película, pero por mi bien he aprendido a no dar mucha importancia a esas situaciones. Además de ser dos tipos bien plantados, se distinguían por su elegancia. Aunque iban de sport, ambos llevaban ropa de marca, que les sentaba como un guante (en detalles así se les notaba que ganaban mucho mejor sueldo que nosotros, o por lo menos mucho mejor que yo). El ex guardia civil ya ni siquiera parecía un picoleto, con su fino polo oscuro de manga larga. Y en cuanto al otro, el mosso de pura sangre, habría podido pasar sin despertar sospechas por un joven profesional liberal en día de ocio. La verdad era que daba gusto verlos, y que si se comparaba su aliño indumentario con el estilo bastante más soso y anticuado del común del personal benemérito al vestir de paisano, había que reconocer que en aquel aspecto nos superaban con creces.

Robles estrechó la mano del ex guardia y me dijo:

– Éste es Asensi. Mira qué buen color, desde que colgó el tricornio. Y éste -le informó al otro- es el sargento Bevilacqua. Pero como suena a nombre de modisto gay y podía despistar le pusimos Vila.

– Recuérdame que no te deje presentarme más, Robles -le pedí.

– Qué pasa, no serás homófobo, ¿eh? -se burló.

– Es así, no puede evitarlo -dijo Asensi, mientras me tendía la mano. Su sonrisa era franca y la mirada inteligente y cordial.

– Yo soy Riudavets -intervino entonces el jefe de Asensi, dirigiéndose a Robles-. David lo tiene en un pedestal, todo un honor conocerle.

– Asensi me conoció cuando todavía era impresionable, no le hagas mucho caso. Y si me quieres hacer un favor, me tuteas.

– Cómo no. Mucho gusto -se dirigió a mí, mientras mi mano desaparecía en la celda cálida y aparatosa de sus dedos-. También me ha dado mi compañero las mejores referencias, tanto tuyas como de tu unidad. Aunque no hacía falta. Vuestras hazañas pueden leerse en los periódicos. Casi intimida un poco que nos pidáis asesoramiento.

Riudavets era menos risueño y tenía un aire más reservado. Pero tampoco me disgustó, en la primera impresión. Parecía un tipo serio y cauteloso, y por ello no me permití considerar que lo que acababa de decir fuera una malicia, aunque así habría podido interpretarse, recordando un par de infortunados patinazos a los que debía mi unidad la mayor parte de su notoriedad pública en los últimos tiempos.

– Para lo que dicen los periódicos cuando se ocupan de nosotros, mejor sería no salir -observé, sin poner demasiado énfasis-. Los éxitos siempre habrá algún listo que se los apunte para él, así que en la tómbola informativa de este país los de infantería sólo llevamos papeletas cuando se sortea un marrón. Entonces sí, premio seguro.

– Sí, tienes razón. No me había dado cuenta -se disculpó-. No hablaba por lo último, sino por la trayectoria de estos años.

– Ya lo sé, descuida. Menos mal que alguien se acuerda de lo de antes, porque los que se quedan en lo último y en el escándalo montado alrededor ya son un buen contingente. Y alguno viste toga.

– Eso sí que es un problema.

– Pues sí. Porque nadie quiere salir en los papeles y lo fácil es cogérsela con papel de fumar. Ahora tenemos que amarrar que no veas a la hora de pedir una diligencia. Y no te digo ya una detención.

– Bueno, en eso andamos todos -dijo Riudavets-. Y lo difícil es hacerle entender al que no está en tu lugar que las garantías son cojonudas, y que nosotros somos los primeros interesados en que se respeten, para no meter la pata, pero que hay un montón de hijos de perra por ahí que van en moto mientras nosotros los perseguimos en patinete.

Sólo con escucharle aquello, me di cuenta de que me encontraba ante un policía profesional con el que iba a entenderme. Cualquiera podía mantener el discurso seráfico-humanitario, de una parte, o el de la férrea mano dura contra el malhechor, de la otra. Pero atreverse a formular aquella queja, con aquellos precisos matices, exigía algo más.

Nos colocaron en un rincón, de nuevo detrás de un biombo. Últimamente parecía que me dedicara a algún tipo de industria clandestina. Abundando en mis reflexiones anteriores, se me ocurrió que era un signo de los tiempos que los policías nos encontráramos en lugares oscuros mientras los grandes estafadores se lucían en las revistas y los traficantes de todo tipo de mercancía ilegal, incluida la carne humana, hacían ostentación de sus deportivos, sus yates y sus mansiones. O que la coordinación entre dos cuerpos policiales se articulara así, a través del contacto personal, y que, mi experiencia me lo decía, aquélla fuera la mejor forma de compartir información y hasta de colaborar desde el punto de vista operativo, si llegaba a ser necesario hacerlo. Todo aquello acreditaba, a mi humilde juicio, la obsolescencia estrepitosa del sistema para hacer frente a la realidad de una nueva era que nos desbordaba por todas partes. Pero éste, en definitiva, no era más que el razonamiento desdeñable de un engranaje de la máquina. A los que estaban a los mandos, aquella inercia no les producía gran perjuicio. Al revés, les ahorraba tener que aprender a vivir de otra manera.

Para apartarme de tan desalentadoras divagaciones, me apliqué a situar a Riudavets y Asensi en el contexto de nuestra investigación. Confieso que fui un poco más vago y genérico que con otros, lo que venía a delatar, supongo, cierto recelo inconsciente por mi parte. Nadie es impermeable a su entorno, y las bromas del capitán Cantero, sumadas a la visión entre competitiva y condescendiente que era moneda más o menos común en el Cuerpo frente a otras policías, y en especial las más nuevas, me influían a la hora de plantear mi relación con aquellos dos hombres. Con todo, y aunque me ahorrase muchos detalles, debí de darles la impresión de confiar suficientemente en ellos. Cuando menos, Asensi se apresuró a manifestar, después de mi resumen:

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