Литмир - Электронная Библиотека

– Ya veo -dije, un poco avergonzado.

– No lo entiendo todo, o mejor dicho, no entiendo casi nada. No sólo por el inglés, que también, sino porque es muy extraño, como si estuviera escrito en clave. Tendrá unas veinte o treinta páginas. Andaba por la mitad. Pero seguro que tú, con tu don de lenguas, tu superior cultura y tu fina perspicacia, puedes sacarle más jugo que yo.

– Está bien, retiro lo de antes. Imprímeme por favor una copia en papel, creo que ya tengo lectura para esta noche. ¿Algo más?

– Depende de cómo se mire. En la documentación relativa a programas y reportajes aparecen muchos nombres propios, muchas direcciones, muchos teléfonos. Todas las personas con las que se contactaba para hacerlos, deduzco. Pero meterse a ciegas en ese bosque…

– ¿Te suena algo de un programa sobre prostitución?

– Ajá -asintió, asombrada-. Oye, ¿y tú cómo lo sabes, si no ves tele?

– Meritxell. Búscame todos los documentos relacionados con él, y si no es un volumen excesivo de papel también me los imprimes.

– Pues no sé qué decirte… Ahora lo compruebo. Eso sí, con lo que no me ha dado tiempo a meterme a fondo es con los correos electrónicos. Empecé a mirar y me mareé. Se escribía con cientos de personas. Por si te sirve de algo, entre los más recientes, que ésos sí los vi, tampoco hubo ninguno que me llamara así a bote pronto la atención.

– Me imagino que las comunicaciones que más pueden decirnos las canalizaba a través de todas esas direcciones de correo web -aposté-. Por eso tenía tantas y tan peculiares, seguramente. Hasta que no podamos meterles mano, no creo que demos con nada enjundioso. En las direcciones normales, las que tuviera configuradas en el programa de correo del ordenador, recibiría los mensajes menos comprometidos.

Chamorro exhaló un suspiro.

– Pues hasta aquí hemos llegado. Lamento no poder informarte de nada más. Y me temo que con esto no hay para pedir ninguna diligencia, así que admito que he fracasado en lo que me encargaste.

– No diría yo tanto. Tampoco me tomes al pie de la letra.

En ese instante empezó a zumbar mi teléfono móvil. Temí que fuera mi comandante, porque las revelaciones de Chamorro, sumadas a lo que me habían dicho mis demás compañeros, me habían sumido en un estado mucho más próximo a la confusión que a la certidumbre. Pero por fortuna no se trataba de Pereira, sino del subteniente Robles.

– Perdona que haya tardado tanto en llamar. Hemos tenido una emergencia doméstica, nada de importancia. Todo arreglado. Mi santa me da permiso para irme de juerga contigo. Elijo yo el sitio.

– Pero económico, que tu cubierto lo pago yo, y ya sé cómo zampas.

– No te preocupes. Y no tienes que invitarme, hombre.

– Insisto.

– Que no, capullo. A ver si voy a invitar yo…

– Está bien.

– ¿Cuánta gente vamos a reunirnos?

Miré de reojo a Rubio y a Tena. Gil y Ponce estaban en casa, pero ellos dos andaban tan tirados como nosotros. No me pareció elegante dejar de ofrecerles que se sumaran al plan. Le dije al sargento:

– ¿Cenáis con nosotros y un viejo amigo? Sin compromiso.

Rubio se volvió hacia Tena.

– Libremente, Susana. ¿Te apetece?

– Por qué no, mi sargento -respondió la guardia, azorada.

– Pues entonces apuntadnos a los dos. Si no es molestia.

– Cinco -dije a Robles-. Pero pagamos a escote, o a medias, si acaso.

– Mira, Vila, como vuelvas a hablarme de dinero te meto el tricornio por donde ya te imaginas -bramó Robles-. Atravesado, naturalmente. Ya te pasaba de jovencillo, joder, siempre pendiente de gilipolleces. Os recojo por ahí a eso de las nueve y media. Corto y cierro.

Eran las ocho y cuarto. Teniendo en cuenta la hora a la que habíamos empezado la jornada, consideré que debía dar licencia a la gente para abandonar la labor. Me dirigí pues a mi abnegado equipo:

– Basta por hoy. Que mañana habrá más y os necesito con fuerzas.

– Ah, creía que esto era una especie de prueba de resistencia -dijo Gil-. Todavía podemos aguantar que nos puteen más, ¿eh?

– Lo tendré en cuenta para otro día.

– ¿Plan para mañana? -preguntó Ponce.

– Por la mañana Chamorro y yo nos vamos a ver al viudo, que ya nos conoce y mejor no hacerle aprenderse caras nuevas. Dejadme que piense esta noche en qué es mejor que os ocupéis los demás.

Salieron todos, a excepción de mi compañera.

– Audiencia con Altavella -observó, con retintín-. ¿Has comprado algún libro para que te lo dedique? Si te da vergüenza se lo puedo pedir yo y decir que es para un amigo al que marcó en su juventud.

– No estaría mal comprar uno y que le dijeras que es para una amiga maciza, en vez de un amigo. Pondríamos a su ego a trabajar para nosotros. Pero no nos va a dar tiempo a pasar por la librería. De momento, voy a llamar a Pereira. Quédate, anda. Así me ahorro contar alguna cosa dos veces, y te puedo preguntar si tengo alguna duda.

Mi comandante me cogió el teléfono en seguida. Estaba esperando la llamada y escuchó con un silencio sobrecogedor, al menos para mí, el resumen que le hice de nuestras gestiones del día, incluida mi entrevista con Meritxell (de cuyo relato Chamorro, como yo esperaba, no perdió detalle). Cuando hube acabado, Pereira aún esperó unos segundos antes de hablar. Parsimoniosamente, emitió su veredicto:

– Vamos, que todo está abierto. Bueno, pues tengo una noticia para ti. El caso lo va a llevar una jueza nueva. El otro deja la plaza.

– Lo sé, mi comandante. Nos lo han dicho hoy.

– Lo que no sabes es que me ha pedido tu móvil. El de quien lleve en persona la investigación, me ha dicho. Se lo he dado, por supuesto. Ya sabes lo que espero de ti. Que la tengas siempre contenta. Y a mí al corriente de lo que ella te diga y de todo lo que tú le cuentes.

– Por descontado, mi comandante.

Colgué como quien capitula. Decididamente, aquél no era mi día.

CAPÍTULO 9 ESPÍRITU DE SERVICIO

Había quedado con el subteniente Robles ante la puerta del edificio en el que teníamos nuestro alojamiento. Como no me gusta pasar más tiempo del imprescindible en las habitaciones donde uno duerme accidentalmente, sin más decorado que la propia maleta y un mobiliario siempre diseñado a conciencia para no pertenecer a nadie, bajé con tiempo de sobra y a eso de las nueve y cuarto ya estaba en la calle tomando el fresco. A esa hora había en la comandancia la paz vigilante que caracteriza a las dependencias de la empresa durante los momentos del día que ya no corresponden a la jornada laboral entre quienes trabajan fuera, pero en los que, como siempre, hay guardias de servicio. Por algún caprichoso mecanismo mental, me complace experimentar esa sensación de alerta permanente. Me recuerda mis propios servicios y guardias a deshora y esto, que supongo que debería fastidiarme, no lo hace en absoluto. Trabajar mientras los demás huelgan o duermen le proporciona a uno un plus de conciencia sobre la realidad, y esa percepción singular y distinta, aunque de ciertos asuntos quizá sea mejor saber lo menos posible, siempre me ha provocado una irresistible atracción. Supongo que se trata de una más de las modalidades de masoquismo que permiten considerarme un ser desviado. Chamorro bajó poco antes de las nueve y veinticinco. En su caso no era debido a ninguna anomalía psíquica (dudo que yo haya conocido a nadie más cabal que ella) sino a su invariable puntualidad.

– ¿Qué tal? -preguntó.

– Aquí, con la picha hecha un lío, para qué engañarte.

– No es de extrañar. Oye, he estado pensando. Tendremos que ir a ver más pronto que tarde a ese Josep Albert Salvany, ¿no?

– Sí, me temo que es lo que procede.

– Y a lo mejor tendríamos que enseñarle una foto suya a Radoveanu. Salvo que quieras hacer una rueda de reconocimiento…

– Eso, no se me ocurre nada mejor para comenzar mi relación con la nueva juez que pedirle montar una rueda de reconocimiento con un actor televisivo. Para que piense que estoy loco, o gilipollas.

32
{"b":"100583","o":1}