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– Tampoco tendría por qué pensarlo -opinó-. Salvany es famoso sólo aquí, en Cataluña. Y Radoveanu nos dijo que él ve poca tele.

– Prefiero empezar por hablar con él. Y por mandar a Zaragoza una foto del tipo para que se la lleven al rumano. Encárgate mañana. O no, que mañana tú te vienes conmigo a primera hora. Recuérdame que le pida a Rubio que averigüe por dónde para Salvany y que consiga una foto en la que se le vea bien para enviar a sus compañeros.

– ¿A primera hora, dices?

– Sí. He quedado con Altavella a las ocho. Por lo visto madruga.

– Ah. Creía que los escritores trasnochaban y se levantaban tarde.

– Habrá de todo. No sé. Tampoco me interesan mucho los hábitos de los literatos. Sólo los de Altavella, y porque es el viudo de mi muerta.

Chamorro quedó silenciosa. Pensé, en un desliz de vanidad, que estaba sopesando la consistencia de mi aristocrático desdén hacia la tribu de los plumíferos, y ya estaba yo afinando alguna ironía complementaria al respecto cuando ella cambió bruscamente de tercio:

– Mira tú que si fuera el Salvany ese… Una estrella de la tele que mata a otra estrella de la tele. Menuda historia para las revistas.

Reaccioné sobre la marcha:

– Demasiado aparatoso como para que me convenza, a primera vista. Y no porque no crea que alguien que trabaja en una teleserie no pueda estar perturbado, más bien me parece que andar todo el día recitando esa clase de guiones le convierte a cualquiera en el candidato ideal para sufrir un aflojamiento generalizado de la tornillería. Pero no me cuadra que un tipo que fácilmente puede cepillarse a un porcentaje de dos dígitos de todas las mujeres con las que se cruza por la calle acabe cometiendo un crimen pasional. Y con tanto ensañamiento.

– Es un razonamiento peculiar -juzgó Chamorro-. No le veo del todo la lógica, pero tampoco me atrevo a darlo por descabellado.

– Iremos a verle y le mandaremos su foto al rumano porque somos meticulosos y porque no se diga que no lo hicimos. Pero me apuesto lo que quieras a que a la postre será una pérdida de tiempo.

Antes de que tuviera tiempo de aceptar o rechazar mi apuesta, aparecieron Tena y Rubio. Ellos, al contrario que nosotros, sí habían podido traerse ropa de sobra. Mientras Chamorro y yo continuábamos con la del día, Rubio se había puesto una camisa más fina y Tena tejanos nuevos y una blusa de color vivo. Venía pintada, también.

– Dios santo, qué elegancia, qué belleza -observé-. Os advierto que Robles nos llevará a un chigre, que es lo que él conoce.

Rubio se miró la camisa con incredulidad. Tena se sonrojó un poco, lo que me hizo fijarme en ella especialmente. Así vestida, parecía otra chica. Mucho más joven, casi una niña: no habría desentonado demasiado a la salida de cualquier instituto. Al reparar en ello cruzaron por mi cabeza dos ideas inconexas: una, la de cómo los años me iban separando de los días azules que ella vivía aún, y en los que yo había soñado (no hacía tanto tiempo, en mi sentir) demorarme para siempre; y otra, qué deliciosa complejidad podía llegar a alcanzar la naturaleza femenina, para que una chavala que había tenido los arrestos de meterse en la Legión y echar allí un par de años, aguantando Dios sabe qué cosas, mostrara de pronto aquel genuino pudor adolescente ante un comentario galante. No es que trate de negar la complejidad de la naturaleza masculina (de hecho, he conocido en primera persona alguna de sus manifestaciones), pero las contradicciones viriles nunca me han provocado esa admiración, ese tierno estremecimiento.

Contuve mi embeleso, porque tampoco era cuestión de dar pie a interpretaciones inapropiadas, y eché una ojeada a mi reloj:

– Las nueve y treinta y uno -dije-. Robles se está haciendo mayor. En sus buenos tiempos no habría consentido retrasarse un segundo.

Como si su dueño me hubiera oído, el vehículo del subteniente apareció entonces por la esquina. Era un coche japonés, grande, algo viejo y pasado de moda, pero se veía tan impoluto que todo él era un destello. Robles frenó ante la puerta y bajó la ventanilla del copiloto.

– Arriba, tropa, que cabemos todos -ordenó.

– ¿No te seguimos, mejor? Así te ahorramos luego traernos.

– Vivo a diez minutos de aquí, Vila, no me seas lerdo. Arriba.

Obedecimos, tampoco nos daba mucha más opción. Según el criterio jerárquico, que siempre resulta lo más neutro, yo ocupé el asiento delantero y los otros tres se colocaron atrás, apiñados. Dentro del habitáculo olía a ambientador de pino, y aunque las tapicerías y el salpicadero ya tenían sus kilómetros, también presentaban un aspecto de limpieza impecable. El propio Robles olía mucho a esa clase de colonia varonil que nunca he podido ponerme, porque me da la impresión de que sólo les corresponde a los hombres como él, a esos que pisan fuerte y no dudan nunca (es decir, el negativo perfecto de mi carácter), y siento que si alguna vez me la echara sería como ir disfrazado.

Por el camino, para aprovechar el tiempo y también ir rompiendo el hielo entre unos y otros, me apliqué a recapitular todos aquellos pormenores de la investigación de los que no estaban al tanto mis compañeros. Rubio me pedía de vez en cuando alguna precisión e incluso tomaba notas en una pequeña libreta que siempre llevaba consigo, donde apuntó, por ejemplo, el nombre del actor al que tendría que intentar localizar al día siguiente. Robles escuchaba mi relato sin decir palabra. Llegaba a resultar forzado aquel empeño en comportarse como un jubilado que ya lo observaba todo desde la barrera. Le conocía lo suficiente como para saber que el subteniente era un policía crónico, uno de esos individuos que no pueden dejar de estar siempre atentos a cualquier indicio sospechoso. En suma, que estaba fingiendo.

– Bueno, pareja de stajanovistas -rompió al fin su silencio-. Aquí es. A partir de ahora, queda terminantemente prohibido hablar de Neus Barutell, que me estáis dando un ejemplo pésimo a las niñas.

– No se preocupe, mi subteniente -intervino Chamorro-, que nosotras ya nos buscamos los ejemplos por nuestra cuenta.

– Eso está bien -aprobó Robles-. Pero apéame el tratamiento, criatura, hazme el favor. Me haría ilusión, más que nada por no sentirme como Matusalén llevando de merienda a Caperucita.

Los viejos mujeriegos nunca mueren, pensé para mis adentros, y al sorprender de reojo la sonrisa indulgente de Chamorro añadí, también para mí, que nunca dejan de disponer de esa bula extraña que logra ablandar las corazas femeninas más recias y acreditadas.

El restaurante, bajo un aspecto insulso de local nuevo de extrarradio, ocultaba una de esas cocinas caseras y copiosas que uno celebra poder paladear cuando pasa mucho tiempo fuera del hogar. El dueño, como era previsible, tenía una más que buena relación con Robles (habría sido el primer hostelero al que no hubiera sabido ganarse) y se le vio desde el principio con voluntad no ya de agradarnos, como el de la noche anterior, sino de demostrarnos que éramos los clientes más importantes que pudieran sentarse jamás a su mesa. Por eso nos eximió de escoger la comida y nos pidió que confiáramos en él, lo que aceptamos sin imaginar hasta qué punto ello iba a enfrentarnos a la tesitura de tener que deglutir más de lo que admitían nuestros estómagos. Las chicas se dejaron la mitad, y Rubio y yo no comimos mucho más que ellas. El subteniente, en cambio, se lo hincó todo, tan campante.

Al calor de la comida, y del vino del Penedés con que la regamos, Robles fue soltándose y convirtiéndose en el alma de la fiesta. Era lo que esperaba, y dicho sea de paso lo que prefería, porque noté que me encontraba un poco más cansado de lo que había creído. Como suele suceder en las reuniones de más de dos guardias, pronto la conversación derivó hacia el deporte de rajar de la empresa. En cierto momento, Rubio dio en romper su cautela habitual:

– La desmilitarización es sólo cuestión de tiempo, por mucho que les pese a algunos. Ni este país es ya lo que era ni los que curramos aquí estamos cortados por el patrón de los de antes. A alguien debería darle que pensar que más de un tercio de la gente esté apuntada al sindicato reivindicativo, que no es otra cosa, aunque lo sigan llamando asociación para guardar las formas. Y más que se van a apuntar.

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