– Como usted diga, señoría.
– Y ahora le dejo irse a dormir. Que descanse, sargento.
Estuvo a punto de escapárseme un igualmente, que me habría hecho sentir más idiota de lo que ya me sentí cuando se apagó la pantalla de mi receptor y me quedé allí, solo a la puerta del restaurante. Trataba de asimilar lo ocurrido y de prever mi engorroso futuro, haciendo funambulismo entre mi comandante y la juez y procurando no romperme la crisma en el viaje. Otra cosa que trataba de calcular, por una curiosidad frívola e improcedente, o quizá no tanto, era la edad de la juez. Por la voz, por el temple, por la firmeza, ya no era ninguna niña.
Cuando regresé a la mesa, encontré inquietos a mis compañeros. Llevaban no menos de veinte minutos esperando. Saltó Robles:
– ¿Quién te llamaba, tío? ¿Dios?
– Más o menos. La nueva juez de instrucción.
– ¿Y? -preguntó Rubio.
– Sorprendente. Para empezar, mañana tendrás autorización para intervenir esos móviles prepago que tanto te interesan.
– Bueno, eso no es malo. ¿Y qué más?
– Que habrá que afinar. Parece que nos exigirá tanto como nos apoye.
– Parece un trato justo -observó Chamorro-. Por lo menos, no da la impresión de ser tan perjudicial como te temías.
– Ya veremos, Virgi. Me permitirás que no me sienta relajado con la autoridad judicial. Del que te manda hay que cuidarse siempre.
– Del amo y del mulo, cuanto más lejos más seguro, como dicen en mi pueblo -añadió Robles-. Lo siento por ti, Vila. Pero saldrás adelante, y a lo mejor hasta te la ganas. Siempre tuviste mano con las tías bordes.
– ¿Ah, sí? -inquirió mi compañera.
– Cuando era más joven -me excusé-. El viejo truco, despertaba su lado maternal. Pero ahora ya no creo que me funcione.
– ¿En serio?
– Qué va, boba. Sólo lo dice para cachondearse de mí.
Al final pagó Robles la cena de todos. La única forma de impedirlo habría sido partirle los brazos, empresa para la que no me sentía capacitado en general y mucho menos aquella noche. Luego nos llevó de vuelta a la comandancia. Los demás se recogieron en seguida, pero yo me sentí moralmente obligado a acompañarle durante unos minutos, mientras se fumaba un cigarrillo junto al coche. La noche era tranquila y agradable, aunque refrescaba un poco por la humedad. Estuvimos durante un rato en silencio, hasta que fue él quien lo rompió:
– Ya no me queda nada, Vila. Sólo recuerdos, malos y buenos, más buenos que malos, creo, pero tú sabes que los malos nunca se borran del todo, aunque al menos se van desdibujando con los años.
– Sí, lo sé.
– No me voy a ir de Barcelona, cuando me jubile. Ya no soy de mi pueblo, aunque vuelva todos los veranos. Ahora soy de aquí, de donde está y va a quedarse mi familia. Le he acabado cogiendo cariño a esta gente; ya ves, yo, que siempre me quejaba de ellos. Tienen sus cosas, pero se esfuerzan por cumplir. Me he hecho tanto a su carácter que ahora te diría que los soporto mejor que a la gente de mi pueblo, aunque nunca les entenderé esa manía de no querer ser españoles.
– Y qué, Robles, tampoco hay que darle tanta importancia. Que cada uno sea lo que quiera, siempre que no dé por saco al resto.
– Ya, pero es que yo sí soy español, y me hice a pensar que esto era mi país. En fin, te buscaré esos contactos que me pediste. Mañana te digo algo -prometió, y echó a andar hacia el otro lado del coche.
Pero antes de subirse al vehículo volvió a dirigirse a mí:
– No sé si es muy beneficioso para ti volver por estos pagos.
– La vida me trae. A resignarse. Y a tomarlo con naturalidad.
– ¿Lo consigues?
– Lo intento.
– ¿Alguna tentación de remover en el pasado?
– Nunca puede descartarse. Pero ando demasiado ocupado ahora.
Robles meneó la cabeza.
– Iba a decirte que no lo hagas. Pero será lo que haya de ser. Cuídate.
– Y tú, mi subteniente. Gracias por la cena.
Le vi subir al coche, con movimientos pesados y algo titubeantes. Luego encendió el motor, se llevó un par de dedos a la frente y arrancó. Me quedé mirando cómo se iba aquel automóvil grande y antiguo, con aquel hombre también grande y antiguo dentro, describiendo una trayectoria más recta de lo que habría cabido temer.
Un cuarto de hora después estaba metido en la cama, con unos folios escritos en un inglés bastante desconcertante. Eran las anotaciones de Neus que me había impreso Chamorro, y que en efecto, como ella había dicho, parecían formar una especie de diario. Al menos, se dividían en bloques precedidos por fechas, que llegaban hasta dos días antes de su muerte. No tenía yo la cabeza en las mejores condiciones para descifrar una escritura hermética, como sin duda pretendía ser aquélla. Manteniendo a duras penas los ojos abiertos y el cuello erguido, me leí pese a todo el texto íntegro, cuyo contenido se me quedó revoloteando en el cerebro como un magma perfectamente absurdo.
Antes de apagar la luz, releí la última anotación. No era muy larga. For it is now, my cute kitten, something between you and me, between two nobodies, outside the bright spaces where the red guy finally reigns. Traduje sin muchas ganas: Ahora, mi lindo gatito, es algo entre tu y yo, entre dos nadies, fuera de los espacios brillantes donde por fin reina el tipo rojo. Entonces no entendí nada. Hasta tal punto estaba dormido. Pero alguien iba a revelarme, muy pronto, mi grueso despiste.
CAPITULO 10 LAS COSAS POR SU NOMBRE
Cuando el despertador suena y uno apenas ha descansado la mitad de lo que necesita, el cerebro embotado sabe cuestionar el sentido de la vida con una contundencia que por fortuna no nos acompaña en circunstancias normales. Aquella mañana, cuando mi teléfono móvil empezó a escupir la melodía de Come On Eileen a eso de las seis y cuarto, no sólo lamenté el ocioso momento en que había buscado en Internet de dónde bajar ese tono presuntamente elevador del ánimo, sino que deploré mi existencia toda hasta el punto de aceptar que quienquiera que fuera competente me eximiera de ella sin más trámite.
Dicen que los que se duelen de las fatigas de su vida suelen ser los últimos en renunciar a ella (los verdaderos suicidas tienden a ser más taciturnos y menos quejumbrosos). Después de la ducha y del primer chute de cafeína, mi abatimiento inicial se transformó, si no en euforia, sí en una innegable curiosidad por lo que aquella mañana fuera a depararme. Llega un momento en que uno ya no espera que los días se muestren benévolos, sino que los trabajos y escollos que los jalonan tengan la suficiente dosis de novedad y de emoción. Y me daba que con Gabriel Altavella no iba a faltarme ni lo uno ni lo otro.
Pero antes de nada y como desgaste preliminar nos tocó soportar un formidable atasco de viernes, que Chamorro, al volante de nuestro vehículo, enfrentó con un estoicismo soñoliento, y que a punto estuvo de dar al traste con nuestros propósitos de acudir puntuales a la cita con el escritor. El forzado compás de espera dio para que cada uno pasara un rato sumido en sus cavilaciones y también para que mi compañera me sondeara sobre el fruto de mis lecturas nocturnas.
– ¿Qué me dices del diario? -preguntó-. ¿Entendiste algo?
– El inglés de Neus es bastante asequible -dije-. Problemas de traducción no me ha dado ninguno. Otra cosa es que tenga la más remota idea de lo que significa lo que apuntó ahí. Parece personal, como me anticipaste, pero lo redactó en clave y la verdad es que anoche estaba yo demasiado espeso para acertar a penetrar su sentido oculto.
– Así que no sabes quién es la gatita. O el gatito.
– Pues no. Diría que no es ella, al menos en la última anotación se refiere a un tú y yo. Me he traído los folios para enseñárselos a Altavella, si consigo que la conversación con él discurra por cauces civilizados y que no se enfurezca por haber abierto contra su voluntad el ordenador de su esposa. A lo mejor él tiene alguna pista para descifrarlo.