– ¿Biqué? ¿Para qué? -susurró Tena a Chamorro.
– Bisexual, quiero decir -explicó Robles, que aún tenía buen oído-. Lo que le da la posibilidad de explotar el negocio homosexual, que es más boyante. Las mujeres que alquilan carne siguen siendo pocas.
– Esas características no nos descuadrarían con lo que sabemos del tipo del Audi -apuntó Chamorro, mostrando que estaba al quite.
– No, desde luego -admití.
El subteniente nos observó alternativamente a uno y otro.
– Te presentaré a quien te conviene para completar tu formación al respecto -me dijo-. Los conozco tanto en los Mossos como en la Policía. Y si quieres abarcar algo más que Barcelona y meterte en Sitges, que es uno de los centros del cotarro, eso todavía es nuestro y también me sé quién lidia con esto sobre el terreno. Cuando quieras.
– ¿Ves? -dije-. Ya sabía yo que debía tener esta charla contigo.
El rostro del subteniente adoptó una expresión aviesa.
– Mira que eres buitre, jodío. Te salvas porque eres bueno y porque te cogí cariño cuando me llegaste tonto perdido y te enseñé un pedazo grande de lo que sabes. Anda, confiésalo, que te oiga esta gente.
– Nunca lo he negado.
– Y pasamos lo nuestro juntos, ¿eh? -evocó, melancólico-. No todo divertido, ni de todo podemos presumir, porque mira que alguna vez hemos hecho el gil, tú y yo. Pero eso también une, qué coño.
– Y tanto -asentí, confiando en que no diera más detalles.
– Bueno, ahora es el momento en que a los viejos empiezan a humedecérseles los ojos, así que creo que habrá que pedir la cuenta.
La emoción del instante vino a arruinarla un invitado indeseado e imprevisto, aunque siempre previsible para el policía. Desde el bolsillo de mi pantalón empezó a sonar la obertura de La Gazza Ladra, que había adoptado como nueva señal de llamada en mi móvil. Miré la pantalla, un número con identidad oculta, y me temí lo peor. Por una vez, me quedé corto. Tras mi desganado y escueto sí, al otro lado de la línea me respondió una voz femenina suave, pero llena de nervio:
– ¿El sargento Belvilagua?
Me entretuve a pensar una nimiedad, que de todas las formas erróneas en que a lo largo de mi vida habían dicho mi apellido aquélla era una de las más eufónicas. Pero a renglón seguido la corregí:
– Bevilacqua. Suelen llamarme Vila, si le cuesta menos. ¿Quién es?
– Soy Carolina Perea, la juez que a partir de ahora lleva el caso de la muerte de Neus Barutell. Disculpe la hora. ¿Tiene un momento?
Lo que el cuerpo me pedía, por supuesto, era negarme a disculparla por la hora (eran las doce y cinco) y decirle que el momento que me pedía había de dárselo a costa del único rato de relativo descanso de que había gozado desde el alba de aquel largo día. Pero la estima en que tenía mis emolumentos, unida a la información de que disponía sobre cómo un juez, sustituto o no, podía dificultarme el seguir percibiéndolos regularmente, me aconsejó mostrarme más dúctil.
– Perdone -dije, mientras me levantaba y les indicaba por señas a los demás que la llamada era de las alturas y que debía atenderla-. Estoy en un local público y aquí casi no la oigo, espere que me salga.
– Claro, espero.
Caminé hacia la puerta con el teléfono fuertemente apretado en la mano, tratando de anticipar por dónde me atacaría aquella mujer, cuya notoria inoportunidad venía, sin embargo, envuelta en una infrecuente consideración hacia el elemento pisoteable (o sea, yo). Por desgracia, me enturbiaba el raciocinio el alcohol ingerido, contra el que ahora debía luchar para despejarme a toda velocidad. Lo único favorable era que la impregnación etílica siempre potencia el desparpajo.
– Ya -reanudé la conversación, cuando estuve en la calle y en un sitio más o menos propicio-. A sus órdenes, señoría. Usted dirá.
– Le ruego que me disculpe otra vez por la hora -insistió-. No pude llamarle antes y no quería dejar de charlar con usted antes de incorporarme formalmente al juzgado, mañana por la mañana.
– No se preocupe. Aquí dormimos sólo cuando lo permite el servicio. Estábamos todavía cenando, el resto del equipo y yo.
Me arrepentí de mi respuesta. No me gusta ser tan servil.
– Verá, por lo que he hablado con mi predecesor -explicó, como si le importara convencerme-, el caso cuya investigación lleva usted es de largo el más delicado que pende ante el juzgado. Los demás no es que no los valore, pero puedo asumirlos con más calma y no espero tanta presión como sin duda habrá en éste. Por eso quiero tomar las riendas desde el principio y tenerlo controlado en todo momento.
– Lo comprendo -dije, mientras me daba un puñetazo en la frente.
– He estado revisando esta misma tarde las diligencias practicadas y las peticiones que han hecho hasta ahora. Por el papel veo que tenemos algunos indicios prometedores, pero nada muy definido. Lo que me gustaría es que me pusiera al día de lo que los papeles no me cuentan, de cuánto, cómo y por dónde han avanzado en las pesquisas.
Se había revisado todos los papeles, había valorado los indicios, quería información actualizada sobre la investigación. Una juez aplicada y trabajadora, que no es necesariamente lo que prefiere un funcionario policial. Ya me había parecido a mí que hasta allí disfrutábamos de un chollo: un juez que no fisgaba y acordaba todo lo que se le pedía. Claro, como que estaba pensando en su inminente nuevo destino. Aquella juez, en cambio, se remangaba y, o mucho me equivocaba, reclamaría puntual justificación para cualquier diligencia que se nos ocurriera solicitarle. Deseaba que me tragara la tierra, pero me dije que en los trances desesperados es donde un hombre demuestra su valía. Sacando fuerzas de flaqueza y mi mejor verbo de la lengua pastosa que me había dejado el vino, le hice un resumen casi exhaustivo de cómo estaba la situación. Me guardé las suposiciones más arriesgadas y los detalles menores, que es de donde al final salta la chispa, aunque eso no tienen por qué saberlo los jueces. De vez en cuando paraba para cerciorarme de que no se había cortado la comunicación, tal era el silencio que me llegaba por el auricular. Entonces ella me exhortaba:
– Siga, le escucho.
Así le hablé del hombre sospechoso del Audi plateado, del que se nos había escabullido en el entierro, de la peculiar vida conyugal y sentimental de la fallecida, de sus negocios y de los asuntos espinosos sobre los que había versado su trabajo como periodista. Tampoco le ahorré algunos aspectos más mecánicos, como la investigación que estábamos haciendo sobre vehículos, o sobre sus comunicaciones informáticas, para las que le recordé que necesitábamos que acordara la intervención de sus cuentas de correo web, ya que podía aprovechar la ocasión. Poco a poco me fui creciendo, o sería el vino, y como ella seguía sin rechistar, sólo escuchaba, tuve una súbita iluminación y me tiré a la piscina: le conté lo de las comunicaciones con móviles prepago que habíamos localizado entre las llamadas de Neus del día de su muerte, y dejé caer que podría ser muy útil para la investigación que nos autorizara a intervenir y rastrear la ubicación de esos teléfonos, aunque ya entendía que no se lo pedía con argumentos demasiado sólidos.
– Mándenme mañana a primera hora un fax con los números que quieren intervenir -dijo, expeditiva-, razonando que son líneas sin titular conocido y detallando las horas en que se establecieron esas comunicaciones. No tengo ningún inconveniente en autorizarles.
No daba crédito, y seguramente a Rubio aún le iba a costar más creerme, cuando se lo dijera. De todos modos, no me dejé arrastrar por la euforia. Aquella mujer era de las que ejercían su autoridad, y lo mismo que acababa de hacerlo respaldando mi cuestionable propuesta, bien podía demostrármela denegándome otras en el futuro.
– Por lo demás, sigan con su trabajo, entrevisten ustedes a los testigos que tengan por convenientes, no quiero estorbar con burocracias innecesarias. Eso sí, le ruego que tan pronto obtenga un testimonio que pueda tener valor incriminatorio, y a su criterio dejo juzgarlo, me avise para formalizarlo en condiciones, aquí o en Barcelona. Mañana me pondré en contacto con el juez decano para agilizar los exhortos.