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– ¿Cómo era el pajarito? -susurró.

– Clavado, mi capitán. Y el comportamiento, raro.

– No jorobes. ¿Y cómo es que lo perdiste?

– No lo perdí, lo llevo aquí. -Mostré la cámara-. Pero sólo pude sacarle una foto de lejos. Cuando quisimos ir por él, ya no estaba.

– Espero que alguno de los míos lo haya fichado también. Una foto de lejos y con esa cámara de juguete…

– Tres megapíxeles, con zoom -la defendí-. No pesa, es pequeña y sobre todo la puedo pagar, que ésta me la he comprado yo.

– Bueno, hombre, no te piques. Nos vemos en la comandancia.

Por un momento, dudé si acercarme a Altavella. Pero seguía pendiente de su anciana madre y me olí que no estaría en la mejor disposición para conversar conmigo. Tampoco yo me sentía muy despejado, a la sazón, y no quise reanudar nuestra relación en condiciones tan desventajosas. Ahora, además, eran otras nuestras prioridades.

CAPÍTULO 7 JUZGARLA POR ESO

En la comandancia, cuando regresamos del entierro, nos aguardaban varias novedades. La más notoria era la presencia de Juárez, nuestro hombre de los ordenadores, que al final había venido solo, lo que no le había impedido progresar en la tarea. Lo encontramos ante el portátil de Neus, en cuya pantalla ya no se veía la petición de password donde la víspera nos habíamos quedado atrancados Chamorro y yo.

– Chupado, Vila -dijo, al vernos-. Una protección de lo más convencional, si quieres te explico cómo me la he cargado.

– No digo que no me interese, pero, honestamente, dudo que supiera repetirlo -confesé-. Así que, si no quieres hacer gasto…

– Vale, no te aburro entonces. Lo tengo abierto y he localizado todos los archivos susceptibles de contener información, dondequiera que los tuviera camuflados: archivos de correo, de texto, de imagen, hojas de cálculo, PDF. También he recuperado los que había borrado. Os los he copiado en carpetas separadas donde podéis acceder a todos ellos, clasificados por tipo y listados por antigüedad. Ahora os estaba sacando un backup en cedé para dejar el ordenador como me lo encontré y poder devolverlo si queréis. Vamos, que creo que me merezco una caña.

Asentí, complacido. Ya sabía que Juárez era un buen elemento.

– Y una comida. Cuando tengas el cedé se lo das a Chamorro y te vienes a almorzar con el resto de la peña, si no te va mal.

– Bueno, me han sacado puente aéreo. Y con llegar a casa antes de las nueve para leerle el cuento a mi niña, me doy por satisfecho.

– A lo mejor hay que mirar más ordenadores, ya te dije. Los de su casa y la oficina, si tiene, que supongo que sí -le recordé.

– Si se pueden atracar esta tarde, cuenta conmigo, aunque mi niña me retire el saludo, qué le vamos a hacer. Pero si no, tendrá que ser otro día. Ha salido más curro urgente y mañana tengo que estar en Madrid sin falta. Yo creo que con esto ya vais a tener para no aburriros. Mensajes de correo hay un par de miles, y archivos de texto, cientos.

– De acuerdo -concedí.

Mientras Juárez y yo conversábamos, mi compañera observaba fijamente la lista de ficheros que aparecía en la pantalla

– Oye, ¿y has visto algo raro? -preguntó al informático.

– A bote pronto, no -respondió Juárez-. El ordenador normal de un usuario no muy avezado, con los cuatro programas básicos. Procesadores de texto, correo, navegador estándar, algo elemental de retoque de imágenes, más todo el spyware que se le suele meter a un pardillo que no actualiza el antivirus, que no es poco. Por si acaso algún día os interesara saber quién le enmerdaba el ordenador, también lo he copiado en una carpeta, pero no creo que sea nada, lo normal que te va entrando de data miners masivos cuando navegas por Internet. Lo que no he encontrado es programas P2P, o sea, que no tenía la costumbre de piratearse música o cine, o no desde aquí. Sí tenía dos programas de mensajería instantánea, y he podido sacarle las cuentas de correo web que utilizaba, siete en total. Si queréis saber con quién se relacionaba a través de ellas ya sabéis que necesitamos intervenirlas, o sea, orden de un cabezón con toga y puñetas. En cuanto la tengáis me muevo con algunos colegas que me deben favores en los proveedores de correo y os lo digo en seguida. También he extraído de los archivos temporales las direcciones web a las que accedió en los últimos tiempos. Todo eso lo tenéis en la carpeta que llamo «datos complementarios».

– ¿Nada sospechoso, tampoco, entre esos datos? -insistió Chamorro.

– Ya te dije que no soy cotilla. Me lo he turrado a ciegas, aislando la información por categorías pero sin meter la nariz en ninguna. No sé si tiene fotos de puestas de sol o del cirulo de sus novios, yo me he limitado a copiar en la carpeta de imágenes los archivos con la extensión pertinente. Lo mismo con los rastros de páginas web visitadas. Y en cuanto a las direcciones de correo que usaba, tampoco llaman la atención, los nombres más o menos rebuscados que ponemos todos.

– Nada, Chamorro -intervine-, que te va a corresponder el honor de acceder a las intimidades de Neus en primicia.

– No preguntaré por qué se me adjudica, el honor.

– ¿No lo imaginas? Porque sé que eres una chica proba y respetuosa y que no usarás indebidamente lo que descubras.

– No sé yo, si tengo que informarte a ti.

– Ya deberías saber que mi reino no es de este mundo -afirmé-. Lo que tuviera guardado ahí dentro esa mujer, al margen de su utilidad policial, me resulta total y absolutamente indiferente.

– Claro. Ya te pondré a prueba -amenazó.

Aparte de los frutos del fino trabajo de Juárez, teníamos otros dos regalos encima de la mesa. El primero era la lista de las llamadas enviadas y recibidas por el móvil de Neus, remitida por la compañía telefónica junto con la identificación del titular de aquellos números de los que constaba este dato. Ni mucho menos era fácil disponer de esta información con semejante rapidez, ni siquiera mediando una orden judicial, porque las compañías tenían a gala arrastrar los pies cuanto fuera posible. Nuestro truco era tan eficaz como poco sofisticado: una amiga de infancia de Chamorro que trabajaba en el departamento oportuno, y que rezábamos para que no cambiara nunca de empleo. Para repartir un poco el juego, les pedí a Rubio y a Tena que se metieran con esta lista y fueran depurando y seleccionando la información.

Además, nuestra gente de Madrid nos había mandado otra lista, la de los Audi A3 plateados, modelo 1.9 TDI, que cumplían con las condiciones de antigüedad que había señalado el empleado de la gasolinera, tres meses arriba o abajo como margen de seguridad. En listas más breves, los matriculados en Cataluña y Barcelona, aquéllos con titular varón entre los veinte y los treinta años, y las intersecciones entre ambos conjuntos. Fui a la última lista, la que daba la acotación más estrecha: con todo, era bastante más larga de lo que hubiera deseado, y además no podíamos limitarnos ciegamente a ella. Por fortuna no se trataba de un modelo de los que suelen tener las compañías de alquiler, pero había otras muchas razones por las que cabía que el conductor no coincidiera con el titular, así que muy bien podía estar el coche que buscábamos fuera de la lista reducida. Decidí darles el embolado a Gil y a Ponce, para que se me fueran entreteniendo. Después de todo, y aunque no fuera lo que yo prefería, manejar un equipo amplio tenía sus compensaciones: permitía avanzar a la vez en muchos frentes engorrosos y acaso cruciales. En alguna de esas listas figuraba probablemente el nombre del acompañante de Neus, a quien sólo podía imaginar, ahora, como el tipo que se nos había escabullido en el cementerio.

Durante el almuerzo hicimos la puesta en común de la Operación Funeral. En total habíamos localizado a una docena de individuos que encajaban, con mayor o menor aproximación, en la descripción del sospechoso. De todos habíamos conseguido grabar la imagen, de mejor o de peor calidad, quieta o en movimiento, y de tres de ellos teníamos muestras susceptibles de aportarnos restos biológicos. Nuestros hombres se las habían arreglado para entablar con la mitad de los sujetos conversaciones casuales, de las que no habían obtenido frutos incriminatorios (o, razonando a la inversa, que movían a pensar que se trataba de candidatos descartables a efectos de la investigación). Le mostré a Gil la fotografía lejana que había sacado al tipo que no se me iba del pensamiento, y el veterano guardia sonrió aviesamente.

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