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Al final de la misa, casi de improviso, sonó una música que reconocí de inmediato y que me sorprendió oír allí: el segundo movimiento del octavo de los concerti grossi de Corelli. Tenía motivos para el asombro, porque hasta donde recordaba era una pieza profana, no religiosa, y porque se trataba de uno de los pocos fragmentos musicales que podía identificar con tal precisión. Los conciertos de Corelli los había escuchado desde mi adolescencia, tras comprarlos en el Rastro, en una de esas cintas baratas, restos de coleccionables, que eran las únicas que por aquel entonces me podía permitir. Haber sido incluido en su día en uno de esos coleccionables (Las Grandes Obras de la Música Clásica, o algo semejante) le había permitido a Corelli meterse en mi vida cuando aún me impresionaba con facilidad, y hacerse así en mi corazón el lugar de honor que no ocupaba en la historia de la música. ¿Quién lo habría elegido para la ceremonia? ¿O simplemente tenían la costumbre de poner música clásica y aquella mañana había tocado aquel disco? Pero algo me decía que no era cosa del azar. Miré a Altavella, que en ese momento acercaba a su anciana madre a recibir la comunión (de la que él, por cierto, se abstuvo). Tenía que preguntarle, cuando pudiera, si era él quien había escogido la música para el funeral. Aunque me arriesgara con ello a que me mandase a freír espárragos.

La música de Corelli, en cualquier caso, le aportó al acto la dosis justa de recogimiento y solemnidad. Hay que admitir que el viejo Arcangelo no tenía la pegada popular de Vivaldi o de Albinoni, pero a cambio, y ésta no es más que la opinión de un aficionado, le daba a sus composiciones un aire de misterio que resulta muy apropiado para poner fondo sonoro a los instantes decisivos. Acompañó inmejorablemente la salida del cadáver, y la procesión de personajes que se dirigió tras él hacia lo que en otras épocas más enfáticas se llamaba el lugar de su eterno reposo. Pero esta fórmula no convenía a una tumba donde se lo inhumaba provisionalmente, debido a la prohibición judicial que de momento impedía incinerarlo. De hecho, se trataba de un nicho corriente, muy por debajo de lo que correspondía al estatus que en vida había alcanzado Neus. Hasta allí ya no se trasladaron muchos de los figurones, que terminado el oficio religioso desaparecieron con sus escoltas en sus grandes automóviles oscuros. Sí fueron los compañeros de profesión, los escritores que habían venido por solidaridad con el viudo y un enjambre de otros amigos y curiosos. Eso provocó una caravana de vehículos desde las inmediaciones de la capilla hasta la zona de los nichos, que estaba demasiado alejada como para ir a pie. Por suerte, mi compañera vio el problema con anticipación y pudimos deslizarnos en la cabeza de la comitiva, tras el coche fúnebre.

Gracias a los reflejos de Chamorro, pues, llegamos de los primeros y conseguimos situarnos en una buena posición para asistir al acto final. Mientras la concurrencia se arremolinaba en el poco espacio que había entre los dos bloques de nichos, los operarios subieron el ataúd al hueco de la cuarta fila que le estaba reservado. Toda la operación se desarrolló en medio de un imponente silencio. Cuando estuvo concluida, se destacó entre los presentes una mujer de gesto concentrado. Me sonaba mucho, al principio no supe de qué, hasta que me di cuenta de que se disponía a cantar. La última vez que la había visto haciéndolo, en la televisión, también ella tenía diez años menos y la desfachatez de una juventud que ahora empezaba a darle esquinazo. Sacó de su cuerpo menudo una voz poderosa y entonó con sentimiento:

Quan plau a Deu que la fusta peresca,
en segur port romp áncores y ormeig,
e de poc mal a molt hom morir veig:
null hom es cert d'algun fet com fenesca.
L'home sabent no té pus avantatge
sinó que el pec sol menys fets avenir… *

No recordaba de nada aquella canción. Tampoco me parecía del estilo de aquella cantante, y debo confesar que me desmoralizó lo poco que entendí al principio, por culpa de esas dos palabras, fusta y ormeig («nave» y «aparejo») que se salían de mi pobre y oxidado vocabulario. Por suerte, oí a un individuo que cuchicheaba con otro:

– Ausiás March, amb música del Raimon. Dit entre nosaltres, em sembla una elecció mes que dubtosa per l'ocasió.

No pude evitar volverme para examinar al autor del crítico comentario. Por el aspecto y la forma de exhibir su erudición, debía de tratarse del clásico intelectual estreñido. A mí, que carecía de la capacidad de penetrar toda la sutileza de aquellos versos, y por tanto de buscarles una interpretación maliciosa, me pareció que la canción resultaba ser una bella y sencilla despedida. Tampoco he tenido nunca muy claro cuál es la mejor manera de ponerle epílogo a una existencia humana, ni si los gestos póstumos, lo mismo las elegías como los epitafios, son algo más que una muestra de nuestra propensión a rehuir la verdad desnuda y a enmascararla con mistificaciones piadosas.

Un codazo de Chamorro me devolvió de golpe a mi realidad, que no era la de todas estas filosofías, músicas y poesías, sino la de un perro policía olisqueando en busca del tufo que dejan los malos.

– Mira a ése -murmuró.

Me fijé en quien me decía. Encajaba en todo en el perfil. Por edad, por aspecto, incluso por actitud. Se mantenía apartado y miraba en derredor con un gesto entre desencajado y tenso. Concluida la ceremonia fúnebre, se le veía dubitativo entre seguir allí o marcharse sin aguardar más. Sentí como un trallazo el subidón de adrenalina, y casi sin solución de continuidad, el temor: estaba demasiado lejos, había demasiada gente entre medias, íbamos a perderlo antes de poder llegar hasta él. Hice algo desesperado: saqué mi cámara digital y le di a tope al zoom. Pude dispararle una sola foto. Cuando iba a hacerle la segunda, el individuo ya no estaba dentro de mi campo de visión.

– ¿Lo has pillado? -preguntó mi compañera.

– Sí -dije, mientras comprobaba la pantalla con dificultad, por el reverbero del sol entre las paredes de los bloques de nichos-. Es una mierda de foto, pero menos da una piedra. Joder, Chamorro.

– Qué.

Los ojos le brillaban. Estaba pensando lo mismo que yo.

– Que mira que si es él… Llama a Rubio, rápido.

A la suerte le complace quitarte con una mano lo que te da con la otra. Primero Chamorro no tenía cobertura en su móvil, y tuvo que salir de donde estábamos para encontrarla, apartando como pudo a la masa de gente que se arremolinaba para dar el pésame a la familia. Solventado este contratiempo, tuvimos otro: el número de Rubio comunicaba, y tardamos cuatro o cinco minutos en poder hablar con él. Resultó que se había alejado de su puesto de vigilancia para ir a comprobar algo que le había llamado la atención: un Audi A3 plateado, modelo 1.9 TDI, y matrícula CHJ. Y aunque Tena seguía allí, cuando conseguimos conectar con ella ya hacía siete u ocho minutos que nuestro hombre se había esfumado. Pasamos la descripción de su indumentaria a todo el equipo, pero fue inútil: nadie se cruzó con él. Debió de aprovechar la salida masiva de la gente para confundirse en el tumulto. Luego dedujimos que, para redondear la fatalidad, había pasado junto a la posición de Tena en el instante en que ésta estaba distraída hablando por teléfono con Rubio, que era por lo que el sargento comunicaba cuando habíamos tratado de avisarlo. Controlamos aquel Audi, pero también eso fue en balde. La propietaria, luego comprobamos la matrícula, resultó ser una mujer de cuarenta y cinco años.

Con todo, mantuvimos la vigilancia hasta el final, es decir, hasta que Altavella y el resto de los parientes cercanos hubieron pasado el trago de recibir las condolencias de todos los que querían dejar testimonio personal de su presencia en el entierro. Pudimos localizar a algún otro varón moreno de veintitantos, pero ninguno que nos pareciera tan sospechoso como el que se nos había escabullido. Cuando ya no nos quedaba mucho más que ver, el capitán Cantero se acercó a mí.

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* Cuando a Dios le place que la nave perezca, / en puerto seguro rompe anclas y aparejos; /y veo que muchos mueren de leve mal: / nadie puede tener la certeza de cómo acabará cualquier hecho. / El hombre sabio no tiene más ventajas /sobre el necio sino que éste prevé menos las cosas.

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