– Subamos un poco más.
Cuando empezamos a adentrarnos en la parte alta del parque, entre las pocas casas de la frustrada colonia Güell, Chamorro observó:
– Aquí ya no hay nada, parece.
– No te fíes de las apariencias.
Llegamos a lo alto de la colina. Atravesamos la plataforma y la llevé al borde desde el que se dominaba toda la ciudad. Empezaban a encenderse las luces que punteaban en amarillo las venas y las células del organismo urbano. Al fondo, se difuminaba en violeta el mar.
– Vaya -observó Chamorro.
Había otra pareja, sentada con los pies colgando ante el panorama. Los imité, y Chamorro hizo lo propio, a mi lado. De pronto, me arrepentí de aquella torpe reproducción de episodios que me dolía llevar en la memoria. Tenía una sensación extraña, de usurpación de mi propia vida. Mi compañera notó algo, y trató acaso de distraerme.
– Merecía la pena subir -dijo-. ¿Qué es aquello de ahí atrás?
– El Tibidabo. Si quieres y tenemos tiempo podemos ir otro día. La vista es aún más amplia, pero a mí me gusta menos que ésta. Desde aquí la ciudad está más cerca, casi parece que pudieras tocarla.
– Sí, es como sobrevolarla a vista de pájaro -apreció.
– Hace diez años venía por aquí a menudo. Cuando quería aclararme la cabeza. Y a veces también para oscurecérmela -bromeé.
– ¿Algo de nostalgia?
– Siempre la hay, de todo lo que dejaste de vivir. Pero ya va siendo tanto que se me amontona. Empieza a costarme distinguirlo.
Chamorro inspiró hondo. Y se atrevió a decirme:
– ¿Te acuerdas de algo, de alguien en especial?
– Algo y alguien, sí. Pero no es una bonita historia. O sí, quién sabe. No soy quién para juzgarlo, no ahora, por lo menos.
No quise decir más. Ni ella preguntó.
Después, y mientras anochecía, dimos una vuelta por las faldas del Carmelo, otro paisaje que siempre me había parecido singular, con sus rampas y callejones. Sobre un muro leímos una pintada que vino a desdramatizar el instante, tras mi confesión en lo alto del mirador: SI EL PERRO ES TULLO, SU MIERDA TAMBIÉN LO ES. Luego recuperamos el coche y bajamos a cenar al centro. Al pasar junto a una galería comercial, Chamorro me dijo que aparcara un momento a la entrada, porque quería mirar si tenían algo. Volvió al cabo de diez minutos con una caja no demasiado grande. No pude dejar de indagar:
– ¿Qué has comprado?
– Un micrófono para el ordenador.
– ¿Y eso?
– Sólo cuesta cinco euros.
– Sí, un buen precio. Pero ¿para qué lo quieres?
– Ya lo verás.
Así como ella antes había respetado mi reserva, me pareció fuera de lugar tratar de romper la suya. Fuimos a cenar a un restaurante de cocina autóctona, donde la inicié en varias especialidades catalanas que no parecieron desagradar mucho a su paladar. La velada la dedicamos a hablar de nada y de todo, con una doble precaución, tanto por su parte como por la mía: ni mencionamos a Neus Barutell, ni mi vida pasada en Barcelona. Fue relajante, que era de lo que se trataba. A las once y media levantamos el campo. De camino hacia el coche, descubrí una tienda de miniaturas. Chamorro se mostró comprensiva:
– Adelante, hombre, fisga todo lo que quieras.
El contenido del escaparate era bastante convencional, con una salvedad reseñable: la figura de un carabinero republicano, de los que allá por agosto del 36 defendieron hasta la muerte las murallas de Badajoz, frente al asalto de las finalmente victoriosas tropas africanas. Mi especialidad única son los soldados derrotados, y ya llevaba tiempo buscando aquella pieza, así que me tomé nota de la tienda para volver en cuanto tuviera oportunidad de visitarla en horario comercial.
Esa noche, antes de dormir, tuve el valor de abrir el libro de Vicent Andrés Estellés y empecé a leer el poema que no debía:
No hi havia a Valéncia dos amants com nosaltres.
Feroçment ens amávem des del matí a la nit.
Tot ho recorde mentre vas estenent la roba.
Han passat anys, molts anys; han passat moltes coses… * Si uno juega con fuego, no debe sorprenderle que acabe quemándose. No conseguí llegar más que hasta ahí, hasta ese cuarto verso, antes de que mi mirada se empañara por completo. Durante muchos años, durante la mayor parte de mi existencia en realidad, yo he sido incapaz de derramar una sola lágrima. Pero llega un momento en que un hombre se ve en la necesidad de llorar, salvo que sea un trozo de madera petrificada que haría mejor en hundirse en el río del olvido.
No impedí, pues, que el llanto se desbordara y corriera por mis mejillas. Allí estaba, sintiéndome a la vez un poco imbécil y un poco mejor que mientras reprimía mis sentimientos, cuando mi teléfono móvil se puso a interpretar con estridencia la obertura de La Gazza Ladra.
– Sí -dije, tratando de evitar que se me quebrara la voz.
Chamorro me anunció entonces, eufórica:
– Rubén, he conectado.
CAPITULO 15 EL CABALLERO BLANCO
Chamorro estaba frente al ordenador, con un gesto de concentración absoluta. Leía la pantalla y tecleaba a gran velocidad. Me acerqué con ese miramiento que nos retrae a quienes hemos recibido una educación anticuada (las nuevas generaciones se ven exentas de tales rigideces) cuando sabemos que abordamos a alguien que está atareado.
– Siéntate conmigo -me pidió-. Aunque él crea otra cosa, lo que le escribo no tiene el menor contenido personal.
Me senté, todavía dubitativo. En la pantalla tenía abierto un cuadro de diálogo de chat. Al otro lado estaba en efecto pab_penya_79, que además de ese alias usaba otro sobrenombre cuando menos contundente: The Pleasure Machine. En cuanto a Chamorro, se identificaba con la dirección de correo loba_verde_84 y un lema que, por cierto, tampoco pasaba inadvertido: ¿Eres el que tiene la llave para abrir mi cajita de las delicias? Por si todo eso no hubiera sido bastante para orientarme, vi que el tipo utilizaba como presentación gráfica un desnudo, bronceado y esculpido torso viril, y mi compañera, por su parte, un vientre femenino con un piercing en el ombligo del que colgaba una perlita.
– Vaya -observé-, tiene toda la pinta de que la conversación no es apta para niños ni para detractores del relativismo moral.
– Relax, mi sargento -dijo, con una sonrisa-. Estoy jugando con él. De la forma que nunca falla para jugar con un hombre.
– Bueno, están los ascetas. Y los eunucos.
– Éste no es ni lo uno ni lo otro, de eso ya tenemos constancia. Ha mordido el anzuelo tal y como yo preveía. Le he dicho que tengo diecinueve añitos y que soy una perrita insaciable, entre otros detalles que mejor te ahorro. Ahora llevamos un rato chismorreando sobre mi presunta amiga, la que le he dicho que me ha pasado su dirección. Dentro de veinte minutos no se preocupará por eso. Me parece que tiene algunas dudas sobre si soy realmente una chica, es lo normal, en el chat miente todo el mundo. Pero justo para eso tengo el micrófono. En el momento oportuno, lo utilizaré y entonces ya lo habré liado.
– Dios santo, Chamorro. No conocía tu faceta de Cibermatahari.
– Bah, está chupado. De todos modos, seamos prudentes. Todos los hombres os volvéis unos cretinos ante el reclamo de un Colacao calentito y dispuesto para que mojéis vuestro bizcocho. Eso no quiere decir que en frío el tipo sea igual de memo. No le he preguntado nada y en todo momento me estoy ciñendo al papel de niñata salida, sin tratar de ser tampoco muy original. Lo que voy a dejarle caer en cuanto pueda es que estoy dispuesta a ir más allá del coqueteo cibernético.