– Es clavada al escudo del Barça. Si es que parece hasta de broma.
Bien mirado, tenía razón. Por si no me desconcertaba lo bastante aquella salida, de alguien tan aparentemente circunspecto como Riudavets, vino a rematarla con una revelación sorprendente:
– Y lo más grande del asunto es que yo soy merengue de toda la vida, que es algo que muy bien puede ser un catalán de Gerona, aunque haya quien no se lo crea, empezando por mis compañeros.
– Doy fe, yo que sí soy del Barça -anotó Asensi, jocosamente-. Lleva meses sufriendo. Y los que le quedan, lo siento, Riu.
– Yo sí me lo creo -dije-. El mundo es complejo, y cualquier mente humana un laberinto lleno de contradicciones. Si aprendiéramos a aceptarlo con naturalidad, y a ser un poco más leales a la realidad de las cosas, nos ahorraríamos muchos disgustos, bastante saliva y alguna sangre. Pero el personal traga mejor los pensamientos comprimidos. Aunque al final se acaben indigestando o causando úlceras.
– Estamos de acuerdo -dijo Riudavets-. Y yo añadiría algo. A mucha gente le falta pisar más la calle. Al cabo de un par de años viendo lo que hay por ahí, te vuelves inmune a según qué mamonadas.
Prolongamos la sobremesa charlando de asuntos relacionados con el trabajo de cada día. Teníamos muchos problemas comunes, y pocas diferencias en la manera de enfocarlos. Me alegré de que se me hubiera ocurrido la idea de hablar con ellos, porque sentí que aquella noche me iba a acostar con algunos prejuicios menos de los que abrigaba al levantarme, lo que siempre es digno de celebración. Quizá la sabiduría de un hombre no se mida tanto por las luces que adquiere como por las sombras de las que acierta a despojarse en el camino de la vida. También les comenté la hipótesis que en algún momento habíamos considerado, y que a aquellas alturas ya casi daba por amortizada, de que la muerte de Neus pudiera tener algo que ver con su labor como informadora acerca de ciertos submundos. Riudavets me dijo:
– Tengo un compañero que controla bastante el tema. Si quieres que le pregunte por algo o que le enseñe alguna cosa…
Lo sopesé. Qué podía perder con ello.
– Te mandaré unos papeles. Para que les eche un vistazo, si tiene un momento. Sin prisa y sin ninguna presión. Por si le sugiere algo.
De vuelta a la comandancia, Robles, que había hablado poco o nada durante la comida, me preguntó mi impresión sobre el encuentro. No me precipité a responderle, porque sabía que iba con intención.
– No son ningunos pardillos, como todavía cree mucha gente en Madrid -dije-. O por lo menos éstos no lo son. Y si nos hacen falta, me parece que los tendremos ahí, que al final es lo que me importa.
– Eso no lo dudes. De Asensi ya te respondo yo. Y el otro parece buen elemento. Les quedan diez años -sentenció, con la altanería del profesional curtido-. Dentro de diez años supongo que sí, serán una policía en condiciones. La prueba del nueve la pasarán cuando a sus antidisturbios dejen de acogotarlos los niñatos, como pasa ahora.
– Hombre, seamos más generosos, Robles.
– Por qué. Yo ya soy viejo. Digo lo que me sale de los cojones.
– Faltaría más. No seré quien te niegue el derecho, mi subteniente.
Robles me dejó en la comandancia hacia las seis. Cuando fui a ver a Chamorro la encontré delante del ordenador, con cara de estar más aburrida que una ostra y más cabreada que una mona. Pese a todo, y aunque la respuesta cabía adivinarla, me permití inquirir:
– ¿Alguna novedad?
– No -dijo-. Fracaso total.
– Habrás comido algo, por lo menos.
– Un sándwich.
Reflexioné brevemente. Se imponía usar mi autoridad.
– Apaga eso. Nos vamos.
– ¿A dónde?
– A dar una vuelta. Hacer turismo. Tomar el aire. Cenar.
– Hay que ser constante con esto -protestó-, puede entrar en cualquier momento, y más siendo sábado, que es el día que…
– Chamorro, es una orden. Ponte en pie. Y no me repliques. Como tu superior que soy, sé lo que es mejor para ti como tú misma no lo sabes: ésa es la filosofía militar, que suscribiste al jurar bandera. Además, soy egoísta. No quiero tener la semana que viene un despojo a mi lado. Vamos a despejarnos, ya habrá tiempo de continuar con eso.
– Entendido. Pero lo voy a dejar encendido, por si acaso.
– Ay, Virgi -suspiré-. Ni que tuvieras acciones de la empresa.
De camino hacia Barcelona, recordé que llevaba en el coche el cede de Raimon que me había regalado Altavella. Aunque temí que a ella no le gustara demasiado, me entraron ganas de escucharlo. Introduje el disco en la ranura y empezó a sonar una canción lenta y cargada de emoción. Pronto comprendí que se refería a una pareja y a su vida compartida. En el momento musical culminante, decía el cantautor:
Hem viscut junts, ben junts
ara fa ja molts anys,
qui sap que ens portará,
que ens portará demá.
I volem viure junts
els temps nous que vindran,
i volem lluitar junts
per tot el que hem lluitat.
* Por el gesto impasible, deduje que Chamorro no estaba entendiendo gran cosa de la letra. Tampoco me preguntó por lo que significaba, y no me apresuré a ofrecerme como traductor. Aquella letra y aquella música me hacían pensar de golpe en demasiadas cosas. En Altavella y Neus, en primera instancia, pero también en mí mismo y en algunos trozos rotos de mi historia, incluso en lo que Virginia y yo habíamos vivido juntos. Sentí erizarse mi piel con una violencia que casi me sacudió. Si seguía por ahí, corría el peligro de ponerme sentimental.
– Voy a darte una vuelta por lo que no viste de Barcelona -le dije, tratando de sonar a la vez despreocupado y enérgico.
– Ya que estamos, podríamos ir a visitar eso del Fórum.
Meneé la cabeza.
– Lo siento, soy objetor frente a los eventos institucionales programados. No estuve en la Expo, y cuando las olimpiadas, que me pillaron aquí, me abstuve rigurosamente de acercarme a ellas. Si quieres te coges mañana el coche y te vas a verlo tú sola. Yo paso.
– Vale, no he dicho nada. A ver, tu plan alternativo. Ahora recuerdo que ibas a descubrirme no sé qué de la Sagrada Familia.
– Muy bien, empecemos por ahí.
Llegamos aún a tiempo de hacer algo que suponía que ella habría omitido de niña: subir a lo más alto de una de las torres. La experiencia de trepar por las escaleras en espiral, cada vez más empinadas y cerradas en su giro, ya era de por sí inolvidable, por fatigosa y claustrofóbica. Pero la de ver la ciudad desde los cien metros de altura de la torre pude advertir que la impresionaba, como no podía ser menos.
– La gente se queda mirando las fachadas, las estatuas y todas esas cosas -dije-. A mí me gusta encaramarme aquí, a la máxima expresión de la soberbia del arquitecto. Siempre que venía me imaginaba lo que sería subir a la torre central que nunca llegó a construirse, y que iba a levantarse hasta los 170 metros, según el proyecto de Gaudí.
Chamorro me examinó con suspicacia.
– ¿Y por qué, este afán de subir? ¿Aires de grandeza?
– No. Porque mirar una ciudad desde arriba es a la vez como si estuvieras y no estuvieras en ella. Una mezcla de proximidad y lejanía. No sabría explicarlo del todo. Te llevaré a ver otro ejemplo.
Fuimos al Parc Güell. No lo conocía, y se admiró de la escalinata, la sala hipóstila, los viaductos. La dejé disfrutar de todo bajo la luz suave del atardecer. A mí no dejaba de afectarme, más que nada porque evocaba otros atardeceres allí. En especial me sentí flaquear al pasar por el viaducto de los Enamorados, desde el que se contemplaba una vista de la ciudad que recordaba bien y que Chamorro propuso sentarse a admirar. Pero mi meta estaba más allá de los monumentos.