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– Me gustaría tener una copia de ese reportaje, y una lista de los sitios a donde fueron y las personas a las que vieron para hacerlo.

CAPÍTULO 8 FINS AL PONENT

El sargento Juárez se las arregló para tener liquidada su tarea cuando yo concluí mi entrevista con Meritxell Palau. En el momento en que ella y yo volvimos al despacho de Neus Barutell mi colega estaba anotando algo con rotulador indeleble sobre la superficie de un cede.

– Hecho, Vila -me informó, al vernos-. También he precintado la CPU -explicó, dirigiéndose esta vez a Meritxell-. Cuiden de que nadie hurgue en ella. Si necesitan alguna información de la que contiene pueden sacarla de esta copia del disco que les he hecho.

Meritxell tomó aprensivamente los tres cedes que Juárez le tendía.

– Gracias -murmuró, desorientada.

– De nada. Para servir estamos -repuso Juárez.

Meritxell nos acompañó hasta la puerta. Allí seguía la recepcionista, hablando para el pinganillo que salía de sus auriculares con ese gesto un poco anómalo y ausente que se les pone a los usuarios de semejante adminículo comunicador. Al vernos, adoptó una expresión suspicaz con la que nos examinó de arriba abajo. Estuve a punto de preguntarle si aprobaba los diseños de la colección primavera-verano de Carrefour del año anterior, que eran los que componían mi indumentaria. Yo los encontraba resultones, para los euros que me habían costado.

– Gracias por todo -le dije a Meritxell.

– De nada -respondió-. ¿Con esto se ha acabado?

– Me temo que no. Es posible que tengamos algunas preguntas más, cuando me facilite la información que le he pedido. Tampoco excluya que la citen del juzgado para nuevas diligencias. Y luego, si algún día conseguimos detener a alguien, que confío en que sí, vendrá el juicio y volveremos a molestarla, lamento tener que anunciárselo.

Meritxell suspiró levemente. Se la veía mucho más relajada.

– Qué se le va a hacer. Una supone que estas cosas siempre les suceden a los demás, pero ya que estamos, habrá que llevarlo con el mejor talante y aprender lo que se pueda. ¿No le parece?

– Comprendería que tuviera una actitud menos constructiva -admití-. A veces uno llega a pensar que el sistema judicial sabe ser bastante más encarnizado con los inocentes que con los culpables.

– ¿Eso quiere decir que estoy descartada como sospechosa? -bromeó.

– Si le tranquiliza saberlo, prácticamente -secundé su broma.

– Me tranquiliza y me decepciona, en las películas siempre resulta mucho más deslumbrante el papel de mujer misteriosa y fatal.

Estuve a punto de decir que si le apetecía podíamos detenerla y meterla una noche en el calabozo, para que saboreara la sensación, pero consideré que podía ser malinterpretado, y no acababa de entender por qué aquella mujer, que me había parecido algo adusta al conocerla, se mostraba ahora casi socarrona. Lo atribuí a los nervios que le afloraban una vez pasado el trago del interrogatorio, aunque bien pude equivocarme. De las mujeres apenas he logrado saber lo indispensable.

– Me temo que ese papel no está disponible en esta película -dije-, así que no se lo tome como algo personal. Estamos en contacto.

Ya en la calle, Juárez resumió a su manera la gestión:

– Te la has ligado, Vila. ¿Qué les das?

– Las escucho, me intereso por sus problemas, no les miro todo el rato entre las tetas, de vez en cuando les busco los ojos y procuro conducirme con la dosis justa de cortesía y sentido del humor.

– ¿Me lo repites para que tome nota? Eres un crack.

– No, tío: soy feo, no soy alto, tengo bastante mal concepto de mí mismo como persona y me he pegado muchas costaladas. La suma de todos esos factores me ha enseñado a ser prudente y respetuoso. No te garantiza el éxito, pero te protege razonablemente del fracaso.

Juárez meneó la cabeza.

– ¿Sabes? Siempre que tengo ocasión de hablar un poco contigo me hago la misma pregunta. ¿Qué coño hace éste aquí?

– Si tienes alguna sugerencia sobre dónde podrían pagarme diez mil euros al mes por rascarme la barriga, te prometo que consideraría seriamente la posibilidad de renunciar a mi actual puesto.

– Diez mil euros no sé, pero… Mira, mi cuñada es psicóloga, y también una pavisosa, dicho sea sin acritud y con el respeto debido a la familia política, y la tía curra en lo suyo y no gana mal. No me cuadra cómo un tío con tu coco estaba en el paro y ella encontró empleo.

– A lo mejor ella tenía contactos. Pero tampoco me sobrevalores. Lo que pasa es que ya soy perro viejo y he aprendido a dar el pego. Me sacaron el cociente intelectual de chico y no impresionó a nadie.

– Lo que sí me parece es que lo tendrías a huevo para meterte en la escala facultativa del Cuerpo. Dime tú a mí dónde iban a encontrar a alguien mejor, psicólogo titulado y con tu experiencia policial.

No era la primera vez que me ponían esa zanahoria delante del hocico. El último que me había sugerido presentarme a las pruebas para hacer valer mi título dentro de la empresa había sido nada menos que mi comandante. En un inaudito rapto de generosidad, y asumiendo que como jefe perdería a un investigador valioso, me había animado a probar porque como amigo, cito literalmente, entendía que podía convenirme y no se quedaba tranquilo si no me lo comentaba. Y sí, no negaré que el puñadillo de billetes suplementario era un aliciente, para alguien a dos velas como yo, pero tenía mis objeciones.

– Tendría que pasar un examen -le expliqué a Juárez-, y los exámenes me parecen una experiencia vejatoria incompatible con mi edad y mi carácter. Pero eso no es lo peor. Lo peor es que una vez que lo aprobara me dedicaría a hacerles tests americanos a los tarados con que se fueran encontrando mis compañeros y luego aplicaría la plantilla del test correspondiente para sacar el nivel de rasgos paranoides, narcisistas o esquizoides que presenta el sujeto, como si eso sirviera para algo. Prefiero sentarme delante del tarado, enfrentarlo a las pruebas que haya podido reunir y hacerle confesar o incriminarlo con ellas. Y luego que otros juzguen si el contenido de su cacerola es estándar o se desvía lo bastante de las medias como para perdonarle que hiciera lo que hizo y mandarlo a pudrirse en un psiquiátrico en lugar de una cárcel. Total, ya sé que remedio no le van a dar ni en un sitio ni en otro.

Juárez me miró con detenimiento, y acaso un punto de piedad.

– Crudo te veo, compañero.

– No te preocupes, es sólo la mala leche por ir acumulando pistas y tener cada vez menos claro dónde está la fetén. Si ahora, cuando vuelva, Chamorro ha encontrado algo o Rubio me dice que el rumano de la gasolinera ha identificado al tipo, me pondré como unas castañuelas. Soy así de simple, lo reconozco. Pero tú tienes algo más importante que hacer que preocuparte de mi estado de ánimo. Vamos al aeropuerto, que te vas a meter ya en la hora punta del puente aéreo.

En lo que por lo pronto nos metimos fue en la hora punta del tráfico. Una experiencia que, de no haber sido porque cada minuto que transcurría disminuían las posibilidades de Juárez de darle satisfacción a su heredera, no me habría resultado demasiado desagradable. No soporto la hora punta de Madrid, que apenas tiene ya ningún aspecto novedoso que enseñarme, y que merced a la fiebre zapadora de sus sucesivos alcaldes se ha convertido en la sucursal del infierno más frecuentada por mis pobres conciudadanos. Sin embargo, me gusta ver el ajetreo de la gente en la hora punta de las ciudades donde no vivo. Me interesa el de las pequeñas capitales de provincia, donde a lo sumo uno se ve atrapado en atascos de quince minutos que a los autóctonos se les hacen una enormidad. Y me resulta estimulante el de otras grandes urbes, cada una de ellas un universo comparable a mi ciudad, con millones de vidas y miles de formas de vivirlas confluyendo en las arterias por las que circula el flujo motorizado de la población. Cuando me pilla una de ésas fuera de Madrid, miro a la gente de los otros coches y trato de imaginarme de dónde vienen y adónde van. Cómo es su oficina o su tajo, ese lugar donde pasan tantas horas; cómo son sus compañeros, subordinados o jefes y las relaciones entre todos ellos, sazonadas por la camaradería, el resentimiento o simplemente la rutina. Me figuro, también, cómo es el hogar al que se dirigen y quién les espera allí: una mujer o un marido, unos niños, unos ancianos, o todo a la vez. Juego a adivinarlo mirando las caras, buceando en los gestos. A veces pongo la radio y trato de averiguar, por cómo reaccionan, quiénes van oyendo el mismo programa que yo he escogido. Sé que a la mayoría de los intelectuales elevados, y también a muchos de los que no lo son, esto de indagar en los afanes diariamente repetidos de las personas corrientes les importa un pimiento. Pero qué le voy a hacer, a mí llega a fascinarme, como una especie de juego malsano. También en aquella ciudad donde, al cabo de los años, me encontraba con una cotidianidad a medio camino, ni del todo ajena ni tampoco propia. Encendí la radio y sintonicé una emisora catalana de gran audiencia.

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