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– No jodas. ¿Lo vas a dejar ahí? -dijo Juárez.

– Inmersión lingüística. Voy a tener que convivir con ellos un tiempo.

– Eso sí es tomarse en serio el servicio. Vaya tío sufrido que eres.

– No sufro. Me gusta oírlos. Me trae recuerdos. He vivido aquí.

– ¿Que te gusta, dices? ¿El catalán?

– Cada lengua tiene su punto, si se le busca.

– Pues se ve que yo no sé cómo buscárselo a ésta.

– Como a cualquiera. Prueba con las canciones y la poesía.

Juárez me observó más bien estupefacto.

– ¿Estás de coña?

– En absoluto -contesté-. A mí me sirvió mucho, cuando vivía aquí. Empecé por los cantautores y de ahí pasé a los poetas. Los tienen interesantes. ¿No has leído nunca nada de Espriu, por ejemplo?

– Tendrían que apuntarme con una pistola a la sien -declaró, con loable franqueza-. Leer yo poesía, y en catalán, nada menos.

– Bueno, admito que no es la alegría de la huerta, pero hace pensar, que nunca sobra. Y suena bien. Mira, tiene unos versos que se me quedaron grabados, porque vienen muy a cuento, en las circunstancias que normalmente nos ocupan. A ver si los recuerdo… No deixis res /per caminar i mirar fins al ponent. / Car tot en un moment / et será pres.

– ¿Qué?

– Vamos, hombre, no es tan difícil. No dejes nada por caminar y mirar, hasta el poniente. Porque todo en un momento te lo quitarán.

– Muy alentador. ¿Y te sabes muchos poemas de memoria?

– Ése y un par más, sólo.

– Tío, eres raro. Definitivamente.

Por un momento me avergoncé de mi exhibición. No oculto que me complacía desconcertar a mi compañero (a quién no le gusta resultar inesperado y sorprendente a sus semejantes), pero de pronto me pareció que estaba llevando el juego más lejos de lo conveniente.

– Tampoco tanto -dije-. Sólo he aprendido tres o cuatro trucos, para deslumbrar al personal. Ya sabes que en este negocio nuestro nunca está de más darles a los clientes la sensación de que no te ven venir.

Juárez me sopesó con desconfianza.

– No sé yo. No serás un infiltrado, ¿eh?

– Si lo soy, será sin yo saberlo -aseguré.

– Todo cabe en este mundo -ironizó-. Mira los ordenadores esclavos. Gente que funciona sin darse cuenta como nodo distribuidor de material ilegal porque un listo se le ha metido en la máquina y la ha puesto a trabajar para él. Ya no puedes fiarte ni de ti mismo.

– También es verdad -asentí-. O de ti mismo menos que de nadie.

– Ya te digo.

Dejé a Juárez en la terminal, ni muy pronto ni demasiado tarde, y me dispuse a soportar con paciencia el tráfico que me quedaba aún por enfrentar, Llobregat arriba, para regresar a la comandancia.

En la soledad del vehículo comencé, de manera automática, a hacer examen de conciencia. Pero en seguida interrumpí el ejercicio. Por fortuna, los habitantes de los países desarrollados disponemos de un recurso siempre a mano para salvarnos de los peligros del silencio y la introspección: el teléfono móvil. Tomé el aparato y pensé en las llamadas que debía hacer. Siempre hay alguien a quien debes o puedes llamar; los seres preclaros que años atrás tuvieron esa visión y decidieron invertir su dinero en telefonía celular han visto justamente multiplicado su patrimonio, y los imbéciles que nos resistíamos al invento nos vemos merecidamente humillados llevando encima el cacharro, sintiéndonos una y otra vez obligados a usarlo y enriqueciendo cada día un poco más a esos adelantados del futuro. Los seres superiores siempre prosperan a costa de los deficientes, es la dura ley de la vida y del progreso. Y a los deficientes no nos queda otra que acatarla.

Que recordara, en aquel momento, debía llamar sin demora a dos personas. Resolví empezar por lo más sencillo, que es la técnica errónea que preferimos los gandules, y más a la caída de la tarde.

– Dígame -tronó el subteniente Robles al otro lado de la línea.

– Robles, soy yo, Vila.

– Ah, hombre, qué tal. Ya me han dicho que se te escapó el malo.

– Vaya, veo que nadie pierde ocasión de publicar una noticia aciaga. Pero tus fuentes no son muy fiables. Perdimos de vista a un tipo que se parecía a alguien que aún es pronto para decir que sea el malo.

– Bueno, bueno, no te piques. Que todos la hemos cagado alguna vez.

– Oye, ¿quieres seguir metiéndome el dedo en el ojo esta noche, pero con mesa y mantel de por medio?

– Si es en el ojo, ningún problema. Pido permiso a mi señora, pero creo que me dejará. Hoy no tenemos nietas y en la tele le dan la eliminatoria de uno de esos programas de merluzos encerrados que están siempre pegándose el lote debajo del edredón. Es una adicta.

– Me alegro de que puedas. Quiero que me pongas al día de unas cuantas cosas. Es posible que esto se nos complique un poco.

– ¿Tienes algo?

– No sé. A lo peor no. Luego te cuento.

– Vale. Te confirmo en media hora.

– Espero ansioso. A tus órdenes.

Después de colgarle a Robles, hice un esfuerzo y marqué sin pensar el otro número. Mientras sonaba el tono de llamada (por un instante había temido encontrarme con el buzón) traté de aguzar mi ingenio.

– Sí. -La voz sonó seca como un chasquido.

– Señor Altavella, soy el sargento Vila, de la Guardia Civil. Espero no interrumpirle en un momento inconveniente.

Hubo un silencio. Pudo prolongarse durante dos o tres segundos, pero fue bastante inhóspito, porque ambos sabíamos que el otro estaba pensando y podíamos inferir que el pensamiento no era cordial.

– No me interrumpe -dijo al fin-. En realidad no estaba haciendo nada, ahora mismo. Aunque eso tampoco quiere decir que el momento sea conveniente. Espero que me disculpe que le sea sincero.

– Puedo llamarle luego, si lo prefiere.

– No, no lo prefiero. Dígame.

– Necesito hablar en persona y despacio con usted. Ya se lo imagina.

– Sí, me lo imagino. ¿Han averiguado algo?

– Tenemos pistas. Nada definitivo por ahora. Pero han ido surgiendo informaciones que nos gustaría contrastar. Aparte de preguntarle por otra serie de asuntos relacionados con su esposa.

– Eso parece poco apetecible. Pero es mi cáliz, lo acepto. ¿Le viene bien mañana por la mañana, en mi casa? ¿O tengo que ir yo a alguna de sus dependencias con una muda y cepillo de dientes?

– Vamos a su casa, si quiere. No se trata de aumentar sus penalidades, sino de disminuirlas en todo lo que nos sea posible.

– Gracias, eso es muy considerado por su parte. ¿Madruga usted?

– Si hace falta, desde luego.

– Les invito a desayunar, a las ocho. Yo suelo levantarme muy temprano y es la hora a la que estoy más fresco. Apunte la dirección.

Me dictó las señas, a la velocidad adecuada para que pudiera anotarlas sin atropellarme. Cuando quería, Gabriel Altavella podía ponerse en el lugar de otro. Me sorprendió, pero quizá no debía resultarme una habilidad extraña en él. A fin de cuentas, se supone que en eso consiste el oficio de quienes crean personajes y cuentan historias: en adoptar puntos de vista ajenos, en meterse en el pellejo de los demás.

Reconozco que después de colgar experimenté una sensación de alivio, y que observé la caravana de vehículos que tenía ante mí con una sonrisa tontorrona. Hay asuntos que se le quedan a uno chapoteando en esos puñeteros planos abisales del inconsciente y envenenándole la sangre de un modo borroso pero pertinaz. La mala entrada que había tenido con Altavella era uno de ellos. Por una parte me sentía legitimado para cargarle casi todas las culpas a su altanería y me creía sobrado de argumentos para no concederle a su desprecio hacia mí un singular valor. Pero por otro, me quedaba la duda de si le había abordado con la suficiente habilidad, y me fastidiaba de forma especial que alguien como él, alguien a quien yo había leído y en otro tiempo admirado, me hiciera objeto de su displicencia. Los seres humanos tenemos estas flaquezas inconfesables, y si bien a ninguno le gusta proclamarlas ni conviene obsesionarse con ellas, nunca está de más constatarlas. No deixis res per mirar fins al ponent. Mientras esto discurría, al otro lado del parabrisas, oportunamente, empezaba a atardecer.

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