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– ¿Llamaste ya al viudo por lo de la clave?

– En eso estaba. Le llamo ahora de camino.

– Pues que tengas suerte -dijo, con maligno placer.

Dejé que condujera otra vez Chamorro, y mientras íbamos hacia la gasolinera marqué el número del teléfono móvil de Gabriel Altavella. Me lo cogió a los cinco pitidos. Su voz sonaba fatigada y tensa a la vez. Le expliqué el asunto de la manera más suave y respetuosa que pude. Cuando acabé de hacerlo en la línea se hizo un silencio que se prolongó durante varios segundos. Luego replicó, abruptamente:

– No sé cuál era esa clave. Y le exijo que no intenten averiguarla. Lo que haya en ese ordenador forma parte de la intimidad de mi mujer.

Respiré hondo. Conté hasta cinco. Hablé con serenidad.

– Lo entendemos, y no vamos a inmiscuirnos en ella indebidamente. Pero la información que contenga el ordenador puede ser relevante para la investigación. Podemos pedir al juez que nos autorice a desproteger el equipo y no le quepa ninguna duda de que nos lo autorizará.

– Pues entonces, pídanselo. Yo iré poniendo al corriente a mi abogado, para que haga lo que legalmente proceda para impedirlo.

Y colgó. Desde luego, con aquel hombre no iba por buen camino.

CAPÍTULO 4 UN POZO DE PETRÓLEO

Cuando lo conocimos, Gheorghe Radoveanu no parecía estar viviendo el momento más pletórico de su existencia. Pero para hacer honor a la verdad y a su aplomo, tampoco se le veía demasiado acogotado por las circunstancias, que a cualquier otro, como poco, le habrían dado para preocuparse. Se hallaba pendiente de la renovación del permiso de residencia, caducado meses atrás, y la presencia en la gasolinera donde trabajaba de dos guardias civiles, que con nuestra llegada se habían convertido en cuatro, no era desde luego lo que le habría pedido al genio de la lámpara si éste hubiera tenido a bien aparecérsele. A pesar de todo, Radoveanu, un hombre joven, despierto y de aspecto desenvuelto, había reaccionado con inteligencia. Una vez que se había visto en el brete, había comprendido que más le valía colaborar, y acaso había llegado a calcular que ayudándonos podía contribuir a acelerar la resolución de su situación administrativa. Como la mayoría de los rumanos, además, podía expresarse en un español fluido y casi exento de acento, lo que nos facilitó mucho el interrogatorio. Tras agradecerle su cooperación, le pedí que me contara todo lo que había visto.

– Ella vino por aquí a eso de las cinco y media -comenzó diciendo-, lo recuerdo bien porque todavía no había mucho movimiento de la gente que vuelve del trabajo. De hecho, la gasolinera estaba vacía. Entró primero su coche, un Mercedes de color plateado, muy nuevo y muy limpio. Difícil de olvidar, como la mujer. Era de esas a las que les notas el dinero en todos los detalles: en la ropa, en el pelo, en las joyas. También te das cuenta porque no se digna bajarse, te ofrece la llave para que lo hagas todo tú. Cuando fui a abrir el depósito me di cuenta de que había otro coche en la gasolinera. Un Audi A3, de color plateado también. Se había parado a un lado y vi que lo conducía un hombre moreno, de unos veinticuatro o veinticinco años, o poco menos o poco más. Se me quedó grabado porque, apenas le miré, bajó los ojos y arrancó. Avanzó hasta la salida y allí volvió a quedarse parado, como si esperase algo. Yo terminé de llenar el depósito y fui a cobrar y a devolverle las llaves a la conductora. Entonces ella me preguntó si podía venderle una botella de agua mineral. Le dije que en la tienda había y ella me pidió por favor que le trajera una. Me imagino que a otro le habría respondido que pasara él a cogerla, pero no había más clientes, y me lo había pedido con una sonrisa que… Vaya, que se la traje. Ella me dio las gracias y una buena propina y arrancó. Al pasar junto al otro coche tocó el claxon y el Audi se incorporó tras ella a la autovía. Ahí supe que iban juntos. Y eso es todo lo que le puedo contar.

Miré a Chamorro. En pocas palabras, no sólo teníamos un resumen competente de los hechos. Aquel providencial testigo nos proporcionaba, también, unos cuantos buenos cabos de los que tirar.

– Muy bien, señor Radoveanu -dije-, le felicito por su memoria y le agradezco la minuciosidad. Nos será muy útil, seguro. Ahora me gustaría hacerle algunas preguntas, y le ruego que se esfuerce un poco, porque todo lo que pueda responderme es importante.

– Si puedo ayudarles, encantado. España es mi segundo país, ustedes me han dado trabajo y hogar. Y yo soy una persona agradecida.

– Antes de nada, ¿no reconoció usted a la mujer?

– ¿Se refiere a si me di cuenta de que era una presentadora de televisión? Pues la verdad es que no. Hombre, algo sí me sonaba su cara, pero no caí, pensé que quizá me recordaba a alguna otra persona. No suelo ver mucha televisión. De hecho, ni siquiera tengo tele.

– Ajá -anoté, algo sorprendido.

– Prefiero leer -explicó-. Me ayuda a mejorar el español, y aquí, en el pueblo, hay una biblioteca llena de libros que no lee nadie.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Sacan siempre los últimos que se han publicado, y los deuvedés de películas, por eso sí que hay tortas. Pero yo leo libros españoles antiguos: Cervantes, Galdós, Baroja, Machado, Unamuno. Ésos no los saca nadie. Y me sirven mucho para entenderlos a ustedes.

– Curioso. A veces uno piensa que este país ya no tiene nada que ver con el país en el que vivió esa gente que usted dice.

– Pues no se crea. Si le vale la opinión de un rumano.

– Seguramente vale más que la mía. En fin, que no la reconoció, me dice. ¿Y observó en ella algo extraño? Me refiero a su estado de ánimo, a si estaba tranquila o inquieta, si es que pudo percibir algo.

Aquí, Gheorghe Radoveanu se tomó su tiempo. No quería defraudar las expectativas que habíamos puesto en su testimonio.

– Yo diría que estaba tranquila, la verdad. Por lo menos, no la noté nerviosa. Y también se la veía muy sonriente. Un poco distraída, puede ser, pero tampoco esperaba que me prestara mucha atención. Ya sé que para la gente como ella sólo soy el que pone la gasolina.

Radoveanu era algo más, un tipo bien plantado, con un rostro de armoniosa factura y penetrantes ojos verdosos. Pero si Neus ya llevaba un muñeco para jugar, podía comprenderse que no se fijara.

– Y en cuanto a él -intervino Chamorro-, ese hombre que la esperaba en el Audi, ¿no puede precisarnos más cómo era?

– Le he dicho lo que recuerdo. Moreno, y sobre los veinticinco años. Desde luego, bastante más joven que ella. Sólo lo vi sentado, así que no puedo decirle nada de su estatura. No me pareció bajo, pero a veces la gente engaña. Bueno, ahora que pienso, tenía una nariz fina, y el pelo algo largo, sin llegar a la melena. No sé si eso les sirve de mucho, el pelo es fácil de cortar.

– Nos sirve todo -asentí-. Le pediremos que nos ayude a confeccionar un retrato-robot. Vendrán a verle unos compañeros nuestros que son los especialistas en eso, para que usted les vaya indicando.

– No sé si podré darles datos suficientes -dudó el rumano.

– No se preocupe, ellos son expertos, ya se las apañarán.

No es que tuviera una gran fe en el retrato-robot, porque la experiencia dice que pocas veces sirve para que nadie identifique al individuo en cuestión, pero siempre es una referencia más y un instrumento para que el interesado sienta el aliento de la ley en el cogote.

Había dejado deliberadamente para el final el detalle más prometedor. Tenía que intentar sacarle a Radoveanu todo el jugo al respecto.

– Bien, pues ahora nos queda el coche. El Audi, quiero decir.

– Era un A3. Plateado -repitió.

– No anotó la matrícula, claro.

– Pues no, lo siento. No me pareció tan sospechoso.

– Ni la recuerda por encima.

– No podría decirle un solo número.

– ¿Tampoco recuerda si era una matrícula nueva o antigua, es decir, si tenía o no indicativo provincial? -preguntó Chamorro.

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