– Eso sí. Nueva. Sólo números y letras. Si hubiera sido de alguna provincia lo recordaría. Pero no. Supongo que así les sirve menos.
– Supone bien -corroboré-, pero no se preocupe, nos arreglamos con lo que haya. No recordará el código de letras, por una casualidad.
– Juraría que empezaba por C, pero no estoy seguro.
– ¿Qué antigüedad le echa al coche?
– No mucha. Pero más de un año sí. Se lo digo porque no era el A3 nuevo, sino la versión anterior. De eso sí que estoy seguro.
– ¿Y no se fijaría en el modelo exacto de A3, por casualidad?
– Sí, 1.9 TDI.
– Veo que es usted aficionado a los coches -observé.
– No mucho. Pero me paso el día viéndolos, es imposible no aprender algo, y hasta hacerse experto, aunque uno no quiera.
– ¿Llevaba algún accesorio especial, algún spoiler, pegatinas?
– No, de eso nada, que me acuerde ahora.
– ¿Arañazos, golpes?
– Tampoco le vi.
Recapitulé. Me pareció que había seguido el protocolo completo para la identificación de vehículos. Es una de esas tareas que forman parte de mi trabajo a las que no me siento particularmente inclinado, por lo que siempre desconfío de mi desempeño al realizarlas. Pero Chamorro me miró con un gesto de aprobación, así que deduje que no se me había pasado nada. El resultado podría haber sido mejor, pero también peor. Al menos, invitaba a abrigar un comedido optimismo.
Mientras Chamorro y yo repasábamos las notas que ella había tomado, nuestro testigo nos observaba con expresión alerta. Pensé que era una lástima que sólo hubiera coincidido con Neus y con su acompañante durante tan breve espacio de tiempo, y que al hombre no hubiera podido verlo de cerca, porque se habría convertido en un eficaz testigo de cargo. De esos que pueden responder con toda solvencia ante un tribunal a las preguntas insidiosas de un abogado defensor ansioso de ganarse la minuta o de hacer valer su orgullo profesional. En cualquier caso, me dije, tampoco había que precipitarse. Ese hombre moreno de veinticinco años, que había venido con Neus y que un día después de su muerte todavía no había dado señales de vida, olía indudablemente a chamusquina. Pero aún era pronto para acusarle de nada.
– Muchas gracias por su colaboración -le reiteré al rumano-. A partir de ahora le rogaría que estuviera localizable. Le necesitaremos para el retrato-robot y para ratificar ante el juzgado su declaración.
– Aquí pienso seguir, si mi jefe no me echa -respondió, con ironía, señalando con la barbilla a un hombre que acababa de presentarse en la gasolinera y que miraba dentro de la tienda con gesto apurado.
– Ya le pediremos nosotros que le mantenga en el puesto -dije-. Y si se acuerda, cuando le llamemos tráigase una copia de la instancia que ha echado para lo del permiso de residencia. Intentaré empujarle el asunto, aunque no le prometo nada, porque eso lo lleva la Policía y están tan hartos de que les pidan favores en expedientes de extranjería que ya no hacen caso a nadie. Pero a lo mejor podemos tocar a alguien en la Delegación del Gobierno, no se pierde nada por probar.
– Muchas gracias, sargento. No sé qué decirle.
– Nada. Pavor por favor. Si es tan amable, facilítele a mi compañera algún teléfono donde podamos dar con usted cuando nos haga falta.
Mientras Chamorro se ocupaba de apuntar el número de Radoveanu, yo me acerqué a hablar con el gerente de la gasolinera. Advertí que apenas le pasaba la saliva por el gaznate. En cuanto le saludé y me identifiqué, se apresuró a colocarme su alegato autoexculpatorio:
– Le aseguro que esto es una empresa seria, y que el chico está en trámite para arreglar los papeles, por mi gusto no es si…
– Tranquilo, que no soy inspector de trabajo -le atajé-. Y si puedo ya le echaré un cable. Le felicito por el empleado que tiene, y cuídemelo. Nos ha facilitado información muy valiosa. Parece bastante despejado para darse cuenta por sí solo, pero si le ve que duda, dígale que no tiene nada que temer. Seríamos idiotas si le diéramos más importancia a una irregularidad administrativa que a un caso de homicidio.
– ¿Homicidio? -preguntó el gerente de la gasolinera, atónito.
– Neus Barutell, ¿no se ha enterado? Ahí donde lo ve, su empleado es, por ahora, el único testigo que tenemos. Puede que incluso sea el último, o bueno, el penúltimo que la vio con vida. Otro consejo que puede darle usted, si le parece, es que no hable demasiado, y menos con periodistas, en caso de que alguno se entere. No por lo que vaya a perjudicarnos a nosotros, sino por lo que pueda perjudicarle a él.
– Ya, sí, claro, entiendo -balbuceó, todavía aturdido.
– Y respire hondo, hombre. Que a mí me limpia el apartamento una ilegal, como a todo Cristo. Sólo espero que le pague al menos el sueldo de convenio, y que cuando tenga los papeles le haga contrato.
– Por descontado, no lo dude.
Ya me hubiera gustado a mí tener quien me limpiara el apartamento: ésa era la entretenida tarea matinal del sábado, cuando estaba libre. Pero me pareció que era una manera rápida de impedir que el tipo se obsesionara con el asunto de los papeles y terminara por hacer alguna tontería como despedir al rumano. Lo que habría sido una injusticia para él, pero también una desdicha para nosotros. No era la primera vez que teníamos a un inmigrante como testigo crucial, y nos constaba la facilidad con que podían desaparecer sin dejar ni rastro.
Me reuní con Chamorro y los otros dos guardias. Les agradecí a éstos el trabajo y les dije que no hacía falta que siguieran preguntando por las gasolineras y que ya me encargaba yo de avisar a su capitán. También les pedí que se ocuparan de coordinar con el juzgado que le tomaran cuanto antes declaración judicial al rumano, por si acaso. Luego llamé a Madrid y pedí hablar con el comandante. Procuraba no llamarte mucho al móvil, por guardar la distancia jerárquica. Hubo suerte, Pereira estaba aún en su despacho. Le hice un resumen sucinto, pero completo y preciso en lo esencial, como a él le gustaban. También te gustó lo que le conté, aunque no se mostrara muy efusivo.
– Audi A3 1.9 TDl, color plata, más de un año de antigüedad, matrícula que posiblemente empieza por C -resumió, con tono neutro-. Ya le pido a alguien que nos saque la lista. Van a salir unos pocos.
– Eso me temo, mi comandante. Si pudiera acotarle más, lo haría.
– Vale, es lo que hay. Daré también la orden de que vayan a hablar con el testigo para el retrato-robot. ¿Tú qué piensas hacer?
– Lo que usted ordene, mi comandante.
– Vamos, Vila. Te estoy pidiendo que me propongas un plan de acción. Que no se diga que coarto la iniciativa de la gente a mi cargo.
– Propongo que Chamorro y yo nos vayamos a Barcelona. Al funeral y al entierro primero. Y después a explorar el entorno de Neus. Y propongo también que le solicitemos al juez permiso para romper la clave del ordenador portátil de la víctima y que les pida usted ayuda técnica a los de delitos informáticos para meterle mano al aparato.
– ¿Esperas encontrar algo ahí?
– Si se lo trajo, a lo mejor era por algo.
– Está bien. Ya me ocupo. Tú cógete a la niña y vete a Barcelona.
– Menos mal que ella no le oye llamarla así, mi comandante -dije, guiñándole un ojo a Chamorro.
– Vamos, no te pongas en plan progre paritario. Al tajo.
– A sus órdenes.
Pereira interrumpió la comunicación.
– ¿Qué es lo que no le oigo llamarme? -preguntó Chamorro.
– Para qué quieres hacerte mala sangre. ¿Tienes apetito?
– Son casi las tres. ¿Se me permite?
– Claro. Vamos a zampar algo.
Como habíamos tenido la precaución de liquidar la cuenta del hotel y de sacar nuestro equipaje, pudimos tomar directamente la autopista en sentido Barcelona. Una vez en ella le indiqué a Chamorro que se saliera en el primer sitio que me pareció a propósito para almorzar. Resultó una buena elección. Tenían un menú del día por doce euros, café y bebida incluidos. Y una de las opciones era lentejas estofadas.