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No podían quedarme más lejanas aquellas cuitas de Altavella. Mi asunción general era que, frente a esos pequeños inconvenientes, las personas ilustres gozaban de no pocas ventajas, sobre todo si lograban prorrogar su celebridad hasta la vejez, en la que no se veían arrojados al desamparo y la indiferencia, cuando no el desdén, que los demás debemos temer al menos cautelarmente. Pero a la luz de los papeles de Neus lo vi de forma distinta. Casi llegué a tenerles lástima, y a sentirme culpable, como integrante de la plebe ingrata y carroñera.

– No sé qué decirle -respondí, con precaución-. Al final, lo que quiere todo el mundo es sentirse lo mejor posible dentro del pellejo en que se encuentra. Por eso supongo que nos resulta gratificante conocer los tropiezos y las carencias de las personas que tienen éxito. Vuelve nuestro propio destino, incluso nuestra mediocridad, llegado el caso, mucho más soportable. Según un tipo que se llama Steven Pinker, y al que debo reconocer el raro mérito de escribir sobre psicología con bastante sentido común y sin apenas propensión a decir extravagancias, es lo que se llama el mecanismo de manipulación de las propias creencias, que es en realidad una de las funciones primordiales de la mente: engañarnos acerca de lo efectivos y buenos que somos. O como dice otro teórico, Elliot Aronson, que se dedica a estudiar la psicología social: nuestro cerebro trabaja a destajo para aniquilar todo lo que se contradiga con la proposición «soy estupendo y tengo el control».

– Interesante -apreció Altavella-. ¿De dónde ha sacado todo eso?

– Del libro de Pinker. Si tiene curiosidad se llama Cómo funciona la mente y está traducido al español. Es un buen tocho, le aviso.

– Me lo apuntaré. Resulta muy instructivo charlar con usted, sargento. Ya me gustaría haber coincidido en otras circunstancias.

– Y a mí, se lo aseguro. A propósito, tengo algo que comentarle. No me hace sentir demasiado cómodo, pero es mi deber.

Altavella me observó con recelo.

– Vaya, eso suena regular. Usted dirá.

Podía equivocarme, pero creí que era mejor hacerlo a bocajarro.

– ¿Por qué me mintió sobre su coartada?

– ¿A qué se refiere?

– A la mujer con la que pasó esa noche. ¿Por qué me dijo que nadie podía respaldar su coartada si la tenía a ella?

Altavella respiró hondo.

– No la tengo -dijo-. Es una mujer casada y no quiero crearle ningún problema por culpa de esto. Si no se fían de mí, deténganme. Pero a ella déjenla en paz. No tiene nada que ver con su caso.

– No voy a detenerle -aclaré-. Ni creo que sea necesario molestarla. Sólo le recomiendo que no vuelva a jugar con algo así. Puede costarle un disgusto, y costárselo a la persona a quien trata de proteger.

Busqué sus ojos. No los hurtó. Me sostuvo con calma la mirada.

– Me tomo nota, sargento. De esto sabe usted mucho más que yo. Y le pido disculpas por mentirle. Pero creí que debía hacerlo.

– Por mí no se preocupe. Yo sólo soy el ordenanza de la ley.

– Diría que es algo más. Al menos en mi consideración.

Desbaratando de golpe la emoción del momento, brotaron desde mi americana las notas familiares de Rossini. Saqué el teléfono:

– ¿Diga?

– Rubén, soy yo, Virginia -me anunció Chamorro-. ¿Sabes más o menos por dónde queda un pueblo que se llama Gavá?

– Sí.

– Pues ponte en camino para allá. Tenemos a Stefan.

CAPÍTULO 19 EL REY ROJO

Improvisé para Altavella una vaga excusa relacionada con una diligencia que debía acometer de inmediato y ante la tardanza del ascensor volé escaleras abajo hasta el portal. Una vez que me hube instalado en el asiento del coche y me hube incorporado al tráfico marqué el número del teléfono móvil de Chamorro. Por el ruido de fondo pude deducir que ella ya estaba también en un vehículo en marcha.

– A ver, sitúame -le pedí.

– Tengo varias cosas que contarte -comenzó-. La mañana nos ha cundido bastante, lo que prueba que la ausencia del jefe es un factor crucial para el fomento de la productividad.

– Nunca he dudado de eso, en términos generales. Desembucha.

– Yendo a lo más urgente, por qué vamos hacia Gavá. Resulta que Stefan tiene el teléfono activo y que, según Rubio, que estaba allí al quite con los mossos, desde el mismo momento en que se lo han pinchado ha empezado a hablar por él. Lamentablemente en rumano, con lo que tenemos grabadas varias conversaciones que pueden ser muy enjundiosas y de las que no entendemos ni papa. Pero bueno, que hable por el teléfono es buena señal. Significa que no nos espera y que no teme que le tengamos puesto el canuto. Supongo que a Cata le quitaron el teléfono y se deshicieron de él con el propósito de que no pudiéramos ver que le había llamado, sin sospechar que era ya a Cata a quien teníamos pinchada. Por una vez, la suerte está de nuestro lado.

– Para variar, no está mal.

– La otra buena noticia es que sabemos por dónde se mueve. Ha tenido una mañana inquieta, pero desde hace media hora está clavado en Gavá. Y además, desde que llegó ahí, no habla. Sólo ha recibido dos llamadas que no ha cogido. Eso quiere decir que está enfrascado con algo, por eso Riudavets ha pensado que era una buena oportunidad para ir por él. Viene de camino con su gente y con Rubio y Tena. Según dicen, la zona donde está Stefan es un polígono industrial, nos bastará con vigilar un par de naves o tres para acabar dando con él.

– Sí, aunque a ver cómo le reconocemos.

– También respecto de eso tengo novedades interesantes. Hace poco, según su compañía telefónica, recargó el teléfono desde un cajero automático. No me preguntes cómo hizo esa pardillada, lo mismo le pilló en un apuro sin efectivo o sin dónde comprar una recarga. La tarjeta de débito donde cargó el gasto corresponde, mira tú que casualidad, a un tal Stefan Gheorghiu, y la gente de Riudavets ha conseguido la foto de alguien con permiso de residencia bajo ese nombre que vive en Viladecans. Los de extranjería nos dicen que el apellido es relativamente común entre los rumanos y que no nos entusiasmemos, pero algo es algo. Y Viladecans, según me dicen, está al lado de Gavá.

– Bien, ¿algo más?

– Sí. Y agárrate para cuando te lo diga. Hemos mirado el listado de llamadas del teléfono móvil de Cata y también el del móvil prepago que nos dio Vinuesa. Desde donde le llamaba aquel misterioso Jaime, según su versión. Del de Cata no hemos sacado gran cosa, por ahora, pero en el otro hay varias llamadas a un número que te va a gustar.

– Virginia, por tus muertos, no me juegues al suspense, que ya he entrado en la edad de riesgo coronario. Lárgalo ya.

– El de Stefan. ¿Qué te parece?

Apreté la mano izquierda contra el volante y dije:

– Que ha sonado la hora de las hormiguitas. Que después de inflarnos a amontonar grano llega el momento de sacarle partido. Ahora sí, Vir. Yo tampoco he perdido el tiempo, aunque te lo parezca.

– ¿Has encontrado algo?

– Más o menos -dije-. Un anónimo amenazante. Alguien le advirtió a Neus, de bastante mala manera y con una pésima ortografía, que si seguía por donde iba se encontraría pronto bajo tierra.

– Eso termina de darle color al dibujo, ¿no?

– No sé, siempre cabe que fuera un chalado al que no le gustara su programa. Pero Neus se había guardado el anónimo en un libro que parecía interesarle mucho. Hay razones para pensar que tenemos encerrado a alguien que podría no ser el causante del estropicio.

– He hablado esta mañana un rato con él -dijo Chamorro-. No ha sabido decirme nada más, o nada más que nos sirva a efectos prácticos. La verdad es que el hombre está hecho polvo. O eso, o finge muy bien. Me ha hecho sentir mal, por la caña que le di el otro día.

– Te mantuviste dentro de los límites. No te tortures.

– ¿Por dónde vas?

– Voy a tomar ya la autovía. Os llamo cuando esté cerca de allí. ¿Dónde habéis fijado el punto de encuentro?

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