En la comandancia me esperaba mi gente, que había obtenido frutos dispares de su trabajo. Gil y Ponce habían reconvertido las ristras de matrículas que teníamos en listados razonados y segmentados con arreglo a los criterios que podían conducirnos al hombre que buscábamos. Debo admitir que no les había faltado sagacidad al hacerlo. Habían separado los coches de tres puertas de los de cinco puertas, calculando que era probable que un hombre joven y soltero con el perfil del que buscábamos tuviera un modelo de tres puertas. Habían marcado a quienes tenían denuncias por infracciones de tráfico, que podían denotar un carácter más agresivo. Habían clasificado los titulares por barrios de residencia, indicándome cuáles eran más susceptibles de corresponderse con un joven de ascendencia burguesa. Y todavía se les habían ocurrido tres o cuatro cribas más. De su labor no podía extraerse aún nada concluyente, pero una vez que tuviéramos algún otro parámetro para señalarnos el rumbo estaríamos en mejores condiciones de aprovecharlo. Les agradecí el ingrato e inteligente esfuerzo.
Rubio y Tena habían progresado de modo más apreciable con la lista de llamadas del móvil de Neus. Habían cruzado números con la agenda y habían segregado los que correspondían a contactos profesionales o personales localizados de aquellos de los que no nos constaba quiénes eran. Eso nos dejaba apenas media docena de números, tres de ellos móviles prepago de titular desconocido. Los tres se habían comunicado con Neus en las veinticuatro horas anteriores a su muerte. Dos de ellos, por la tarde, en horas que cabía presumir coincidentes con las de su viaje de Barcelona a Zaragoza. Rubio me desafió:
– ¿Tienes narices para pedir ya poder rastrearlos?
Medité su propuesta. No carecía de sentido. Pero también había que ir con cautela. Le estábamos pidiendo demasiadas cosas al juzgado, y hasta allí había reaccionado bastante bien, pero no nos convenía abusar. En cualquier momento podían empezar a exigirnos que les justificáramos taxativamente la necesidad de las intervenciones, y respecto de esos tres números telefónicos nuestras sospechas sólo podían formularse de manera muy incierta. No quise decidirlo todavía.
– Espera a mañana -dije.
– Ya sabes lo que es un móvil prepago. Hay que irle en caliente.
– Por eso te digo que sólo esperes a mañana. ¿Y lo otro?
– ¿Lo otro?
– Vamos, hombre, ¿a qué puedo referirme?
Rubio puso expresión seria.
– Mal rollo, Vila.
– ¿Cómo que mal rollo?
– Ni sí, ni no. El rumano no reconoce cien por cien al tipo de la foto. Pero tampoco lo puede descartar. Dice que podría ser, pero que lo vio poco, y rápido, y lejos y desde un ángulo diferente. Que si viera al sujeto en vivo, cree que tal vez lo reconocería. Pero que con esa foto, no se atreve a afirmarlo con rotundidad. Y eso es lo que hay.
– Lo malo de encontrarse con gente puntillosa -opiné-. A mantener la hipótesis y a buscarse otros caminos, qué remedio.
Mientras mis compañeros me iban dando novedades, yo las iba procesando a fin de convertirlas en un resumen para mi jefe que no me hiciera acreedor a un juicio demasiado severo. Es mezquino sorprenderse pensando cosas así, pero supongo que resulta inevitable. Cuando por último me acerqué a la mesa de Chamorro y le pregunté por los resultados de su trabajo, mi compañera pareció emerger de una profunda somnolencia. Tenía algo de astigmatismo, pero también la dosis de coquetería necesaria para resistirse a usar gafas mientras pudiera evitarlo. Se frotó los ojos y me respondió con voz fatigada:
– Tengo la cabeza como un bombo, y apenas le he metido mano a una cuarta parte de la información. Si además consideras que no entiendo muy bien el catalán y que el ochenta por ciento de los documentos están en ese idioma, pues ya ves cuánto puedes compadecerme.
– No me seas derrotista -la reprendí-. Seguro que algo te ha cundido.
– Sí, algo sí. De entrada, en cuanto he visto que esto se ponía cuesta arriba, me he apresurado a hacer lo que iba a poder resolver con razonable seguridad. He pedido al juzgado que nos autorice a intervenir las cuentas de correo, y parece que no ponen pegas para ordenarlo, aunque, esto te interesará saberlo, vamos a cambiar de señoría.
– ¿Qué?
– Me lo ha dicho la oficial. El titular del juzgado estaba apurando sus últimos días en la plaza, tenía ya concedido el traslado a otra. A partir de mañana se incorpora el reemplazo. Una juez sustituta.
– Que Dios nos asista -exclamé.
– ¿Por mujer o por sustituta?
– Por sustituta, no me seas tocapelotas.
– Pues no siempre son tan malos, los sustitutos. Depende.
– No, si no digo que sea mala. Digo que va a llevar el asunto alguien que se lo encuentra empezado, y que a nada que sea un poco picajosa, o desconfiada, o se sienta insegura, nos lo va a complicar.
– ¿Por qué va a estar insegura? A lo mejor tiene más aplomo que tú.
– Vale, Virgi. Venga, cuéntame qué has sacado de lo de Neus.
– He empezado por lo más obvio. Me he fijado en los alias que utilizaba para identificar sus direcciones de correo electrónico. Algunos no me dicen nada, o me dicen muy poco: noiaeclectica62, maripylyn77. Otros son relativamente evidentes: neusb333, barutelln62. Obsérvese, eso sí, la repetición del número 62, que nos remite a…
– Su año de nacimiento, 1962.
– Vale, te estaba poniendo a prueba. Ya veo que no estás completamente dormido, pese a esa cara de zombi que te gastas.
– Gracias.
– Pero ahora, fíjate en éste: just _a_kitten. ¿Qué te hace pensar?
– Sólo un gatito. O gatita.
– ¿Qué?
– Que eso es lo que significa just a kitten, en inglés.
– Vale, mira, mi inglés no llegaba a tanto como para traducir la palabreja. Pero, punto uno: es inglés. Punto dos: empieza con K.
– ¿Y?
– La anotación extraña que vimos en su cuaderno. Estaba en inglés y figuraban aquellas dos iniciales, R.K. ¿Recuerdas?
Dediqué a Chamorro una mirada circunspecta. Medité cómo transmitirle lo que pensaba sin resultar muy hiriente. Al final dije:
– No me digas que esto es lo más sustancioso que has encontrado.
En el rostro de mi compañera se dibujó un rictus contrariado. No esperaba otra cosa, así que procedí a razonar mi observación:
– Neus sabía inglés. Lo usaba en sus anotaciones. Y se ponía como alias de correo electrónico una palabra inglesa que comienza con K y que significa gatita. O sea, profundizando en el concepto: nada.
Chamorro acertó a mantener la sangre fría.
– A ver -dijo, sin descomponer el gesto-, te ayudaré a analizar el detalle que nos ocupa con algunos datos complementarios. Por partes. He buceado en los archivos que guardaba en el portátil. Entre las fotografías no he encontrado ninguna digna de mención. La mayoría eran de ella o de gente que posa en circunstancias convencionales o anodinas, y no he visto a ningún hombre moreno de alrededor de veinticinco años, si exceptuamos varias imágenes pornográficas en las que se aprecia que los modelos son profesionales, me permito deducir que bajadas de Internet y por tanto de dudosa trascendencia para la investigación. También tenía unas cuantas de mujeres metidas en faena y en poses sugerentes, por si luego te sobra tiempo o no puedes dormir.
– Eres muy amable al preocuparte.
– A mandar.
– Yo ya le he pedido que me saque copia, mi sargento, pero se ha puesto como una pantera -dijo Gil, desde su sitio.
– Gil, tú a lo tuyo -lo acallé-. Sigue -le pedí a Chamorro.
– Otros archivos gráficos -continuó- son cuadros, fotogramas de películas, imágenes de televisión, estampas diversas. En fin, nada por ahí, salvo error u omisión por mi parte. Los archivos de texto, que es con lo que ando todavía, son principalmente profesionales: guiones, escaletas, informes de audiencia, presupuestos, etcétera. Casi todos en catalán, por lo que no te aseguro que los haya descifrado bien, pero nada que resulte llamativo. Lo único interesante, o al menos lo único que suena personal, es esto. -Me mostró un texto en pantalla-. Parece un diario. Está en inglés. Y se repite varias veces una palabra. Kitten.