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Pasado el trago, Meritxell había recuperado las fuerzas y hasta podría decirse que en el brillo de sus ojos y el metal de su voz asomaba algo próximo a la rabia. Yo no necesitaba que me contara quién era Francesc Torrent-Sunyer, porque aun siendo un ignorante enciclopédico en materia arquitectónica, no tenía más remedio que estar enterado de su obra y del prestigio de que gozaba en el ramo a escala mundial. Tampoco me era del todo ajeno el nombre de Carles Andrade, aunque le había perdido la pista en los últimos años. Lo había conocido en tiempos como periodista y locutor de la televisión catalana, y vagamente creía recordar que después se había pasado a la producción. De quién fuera el tal Josep Albert Salvany no tenía la más remota idea, aunque mi instinto de sabueso baqueteado en mil pesquisas me permitió suponer que también se trataba de alguien.

– Me falla ese Salvany. Y de Andrade, la verdad, hace mucho tiempo que no sabía. Yo me quedé en cuando presentaba aquella cosa…

– Sí, mejor no mencionar el nombre del programa -dijo Meritxell-. Cuando se lo quitaron por baja audiencia, en vez de deprimirse como algunos, se pasó al otro lado de la cámara, y le fue bien. Es uno de los socios de esta productora, pero además tiene la suya propia.

– Ajá.

– En cuanto a Josep Albert Salvany, se nota que usted no vive aquí. En Cataluña lo conocen hasta los perros. Es la estrella indiscutible de una de las telecomedias de moda desde hace un par de años.

– Vaya.

– ¿Va a juzgarla por eso?

Lo que parecía evidente era que Meritxell sí iba a juzgarme a mí, por lo que respondiera y por el significado que acabara dándole a la exclamación que se me había escapado. Traté de enmendarlo, a fin de cuentas tenía alguna ventaja sobre ella en aquel trance:

– Llevo quince años conviviendo con gente muy rara, señora Palau. Gente que envenena a un anciano molesto, abusa de una niña antes de matarla o trocea con un cuchillo de cocina el cuerpo de un hombre. No voy a juzgar a nadie por dónde y cómo se hacía querer.

– No me queda más remedio que creerle. O hacer como que le creo.

También sabía ser sarcástica, Meritxell. Debía haberlo previsto: Neus nunca se habría buscado a una idiota como ayudante.

– Un pequeño detalle, y no lo fisgo por capricho. ¿En qué fechas ocurrieron, si es que puede decírmelo, todas esas historias?

– Torrent-Sunyer, el primero. Hará cuatro años que dejaron de tener relaciones, que yo sepa. Andrade, el segundo, hará cosa de dos o tres años, y fue algo más bien breve. Salvany, el año pasado. Es el que le dio más fuerte, si le interesa el detalle, y el que más la hizo sufrir.

– ¿El que más la hizo sufrir?

– Sí, entiéndame. Con el que peor llevó dejar de verse. Durante un par de meses estuvo hecha polvo. Aunque nadie lo advirtiera en pantalla. Pero conmigo le resultaba más difícil ocultarlo, por más que nunca me hablara de ello, de ninguno de sus asuntos sentimentales.

– ¿Y cómo lo supo, entonces?

– Por cuánto, cuándo y cómo les llamaba. Y ellos a ella. Por cuánto, cuándo y cómo los veía. Y por la forma de iluminársele y apagársele la cara en función de si había estado con ellos o no. Si se está atento, las personas, incluso las más reservadas, dejan ver muchas cosas.

Ya desde el principio Meritxell me había parecido un buen testigo, por la cuenta que me trae tengo olfato para eso, pero en aquella conversación debo reconocer que me estaba impresionando. Es una ligereza permitir que el aspecto de una persona, o los signos exteriores de su comportamiento, nos conduzcan a resumirla en una caricatura. Si en algún momento había cometido ese error, iba a cuidarme mucho de prolongarlo en lo sucesivo. Meritxell podía aportarnos mucho.

– En función de esos indicios -recapitulé-, ¿estaría en condiciones de afirmar que ninguna de esas relaciones continuaba a la fecha?

– No. Estaría en condiciones de suponerlo con gran probabilidad.

– Y no está, en cambio, en condiciones de sugerir o intuir, o llámelo como quiera, que pudiera Neus tener algo con otro hombre…

– Lo ha entendido perfectamente.

Asentí en silencio. Había llegado el instante del golpe de efecto. Abrí la carpeta que llevaba conmigo y puse despacio las dos fotografías del individuo del cementerio sobre la mesa de Meritxell.

– ¿Conoce de algo a esta persona? -pregunté.

Meritxell, tras la sorpresa inicial, se aplicó con meticulosidad a examinar el rostro que sometía a su escrutinio. Observó primero una fotografía, luego la otra, sin tocarlas en ningún momento. Dejó transcurrir todavía unos segundos antes de responder, muy segura:

– Salvo que me engañe mucho la memoria, no lo he visto en mi vida.

– ¿Está segura? -le insistí.

– Del todo. ¿Quién es?

Sopesé si debía darle la información. Pero hice una apuesta, a veces hay que arriesgarse: la de que Meritxell no tenía nada que ver con el crimen ni tampoco iba a hablar con quien lo hubiera cometido.

– Es alguien que estaba en el cementerio esta mañana. Y que se parece a la descripción que tenemos del hombre con el que vieron llegar a Neus a una gasolinera cercana a la casa donde apareció muerta.

Meritxell sopesó visiblemente la trascendencia de lo que acababa de decirle. No sé si al percibirla simpatizó más conmigo, pero el hecho es que sin necesidad de preguntarle se tomó la molestia de ilustrarme sobre algo que debió de suponer que iba a serme de ayuda:

– Andrade y Torrent-Sunyer son bastante mayores que ese chico, como me imagino que sabe. Y Salvany tiene la misma edad y también es moreno, pero yo diría que más guapo y más corpulento.

– Tomo nota de ello. Gracias.

– No sé -pensó en voz alta-. Lo que acaba de decir me deja de piedra. No habría imaginado que… En todo caso, si es que tenía una relación con otra persona, no debían de llevar mucho.

– ¿No la vio usted rara, en los últimos días?

– No. Bueno, si me apura, admito que no se la veía muy contenta, y también le diría que estaba algo estresada, pero no de forma diferente de como lo estaba con el trabajo muchas veces. Teníamos entre manos algunos proyectos que nos estaban dando mucha tarea.

– ¿Como cuáles?

– En los últimos meses, Neus se había interesado mucho por historias fuertes, protagonizadas por gente anónima. Hicimos una sobre barrios marginales, otra sobre residencias de ancianos, otra sobre el mundo de la prostitución barcelonesa… Eran historias bien bonitas, desde el punto de vista periodístico, pero muy problemáticas. Nos obligaban a trabajar mucho y en circunstancias más difíciles de lo habitual, y después de ponerlas le llegaban mensajes de la dirección de la cadena de que no siguiera por ahí, que eso no encajaba en el perfil de la audiencia del programa, que esperaba algo más amable y más frívolo… En fin, a ella se la llevaban los demonios, se peleaba con ellos, y lo peor es que los datos de audiencia venían a darles la razón a los ejecutivos de la televisión. Algo que Neus llevaba fatal, porque era muy orgullosa.

– ¿Cree que con alguno de esos reportajes pudo buscarse enemigos? ¿Alguien que quisiera hacerle mal? ¿Recibió alguna amenaza?

– Pues no, que yo sepa. Y tampoco veo por qué nadie iba a tener necesidad de amenazarla. Los montábamos de manera que todas las identidades quedaran disimuladas, no se trataba de denunciar hechos particulares, sino de dar una visión general de los problemas.

– ¿Andaban con alguna otra historia de ésas ahora mismo?

– A medias. Ella quería hacer una secuela del reportaje de la prostitución, en el que vimos de refilón conexiones con el tráfico ilegal de mujeres y menores y de pornografía por Internet. Pero no estaba decidido, en tanto no se viera en qué quedaba su pulso con los de la cadena.

Pensé, era inevitable, que allí tenía de pronto otra veta criminógena que sumar para la investigación. No estaba mal. Un marido burlado que de facto iba a heredar sus negocios, relaciones secretas con jóvenes misteriosos y la manía de meter la nariz en sitios inadecuados. A Neus no le faltaba ni uno de los boletos que típicamente podían exponerla a un final violento. Fingiendo a duras penas energía, dije:

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