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– Perdone -balbuceó Meritxell-, no entiendo, una orden para…

– Examinar el ordenador de la difunta. Es una rutina. Principalmente -le expliqué- tratamos de ver qué comunicaciones estableció, y con quiénes, en los días previos a su muerte. Los tiempos han cambiado, ahora ya no se habla sólo por teléfono, y nos toca ponernos al día.

– Es que, no sé, tal vez debería consultar…

Le tendí la autorización judicial. Meritxell la leyó y la releyó, aunque no me dio la sensación de que entendiera lo que allí ponía. Creí que debía echarle una mano, y lo hice, admito, como mejor me convino.

– Consulte con su abogado, si tienen uno. Pero lo que le dirá se lo puedo adelantar yo. Desatender el requerimiento que contiene ese papel puede considerarse resistencia a la autoridad y desobediencia.

Meritxell había palidecido y tragaba saliva. La recepcionista ponía cara de haber aterrizado en una película de la que no entendía en absoluto el guión ni el papel que le tocaba representar en ella (lo que, dicho sea de paso, la equiparaba a alguna que otra presunta actriz profesional). Por la simpatía que me inspiraba Meritxell (la recepcionista me era indiferente) me sentí inclinado a ser algo menos brusco.

– Disculpe, no pretendía intimidarla -le aclaré-. Necesitamos esa información y es nuestro deber recabarla con todos los medios legales a nuestra disposición. Por lo demás, no debe inquietarse. Mi compañero sacará copia solamente de los ficheros que puedan servirnos a efectos policiales y sin causarle el menor desperfecto a la máquina.

– Se lo garantizo -aseveró Juárez.

Meritxell aún se mantuvo dubitativa. La miré fijamente, para impedirle hacer el movimiento que por nada del mundo deseaba que se le pasara por la imaginación: llamar a Gabriel Altavella. No sé si llegó a pensarlo o no, si razonó que ayudarnos a dar con el asesino era lo que le debía a su jefa por encima de cualquier otra consideración o si tan sólo le faltaron fuerzas para oponerse. Al fin se rindió:

– Está bien, supongo que… Bueno, les llevo a su despacho.

El despacho de Neus era enorme, no menos de ochenta metros cuadrados repartidos en varios espacios. En las estanterías había libros, cintas de vídeo, colecciones de deuvedés, y multitud de fotos en las que normalmente aparecía la propia Neus junto a alguna figura célebre. De las paredes colgaban varios cuadros originales, incluido uno de no excesivo gusto que retrataba a una mujer que se le parecía. Tenía junto a la mesa de reuniones un cartel que desentonaba con el resto de la decoración: el de la película Blade Runner. Debía de gustarle mucho aquel filme, porque el cartel en sí no resultaba muy logrado.

Sobre la inmensa mesa de trabajo, que tenía forma de óvalo muy alargado y estaba sostenida por unas patas tan escuetas que el tablero parecía suspendido en el aire, se veía un teclado inalámbrico y un elegante monitor extraplano. Dónde se hallara el ordenador en sí, a primera vista parecía un misterio insoluble. Pero Juárez observó el terreno y lo acabó encontrando, disimulado en un mueble auxiliar.

– Es un PC -dijo-. Pues nada, a repetir la jugada de esta mañana. Si todo va bien, con una horita tengo más que suficiente.

– ¿Dónde prefiere que hablemos? -le pregunté a Meritxell.

– Podemos ir a mi despacho. Aquí al lado.

Mientras salíamos, vi cómo echaba una ojeada recelosa a Juárez.

– Tranquila, es un buen profesional. Lo dejará todo como lo encontró.

– No lo dudo -repuso-. Sólo es que… Comprenderá que esté incómoda y nerviosa, y que no sepa… Ha sido tan repentino, y resulta tan triste y desagradable todo lo que trae consigo una cosa así…

– La comprendo, y le prometo que nosotros no la incordiaremos más de lo que haga falta. Sé de sobra que después de la conmoción inicial queda lo más difícil, recuperar la rutina diaria, reajustar la vida.

– Pues sí. Nada menos.

– ¿Me permite una pregunta personal?

Estábamos ya en su despacho, mucho más modesto que el de Neus, impoluto como no podía ser menos, y no exento de coquetería en la elección y disposición del mobiliario. Tenía varias plantas cuyo aspecto rozagante denotaba que recibían un cuidado óptimo. Meritxell me indicó una silla, se sentó sin apresurarse en la suya y dijo:

– Me temo que debo permitírsela.

– No, no me responda si no quiere. No tiene que ver con la investigación. Sólo me preguntaba si sabe qué va a hacer ahora. Me refiero a su trabajo. Si no entendí mal, estaba muy vinculado al de Neus.

Meritxell tomó aire y desvió la mirada hacia la ventana.

– Sí, es el inconveniente de un puesto así. Durante cinco años ha sido estupendo, aunque he tenido que trabajar duro. Con ella una aprendía muchísimo, y tenía acceso a sitios que, en otro trabajo, ni habría podido soñar. Pero ser ayudante personal de alguien te hace demasiado dependiente, y si tienes la desgracia de perder la confianza de esa persona o, como ha sucedido aquí… En fin, no me voy a quedar en el paro. Los demás socios de la productora y los herederos de la señora Barutell me han garantizado que tendrán un lugar para mí mientras yo quiera. Pero, por otra parte, desaparecida Neus, la propia productora ha perdido su principal puntal de actividad, aunque gestione otros programas. No sé, supongo que ahora me toca meditar a fondo.

– Los herederos, dice usted. ¿Quiénes son?

Me miró como si la pregunta hiciera dudar de mi inteligencia.

– Sus padres, y el señor Altavella. A los efectos, el señor Altavella, porque sus padres son ya mayores y no van a meterse en un negocio como éste. Bueno, ya le digo, suponiendo que lo siga siendo después de perder a quien le aseguraba el grueso de la facturación.

– Espero que sí -dije, de manera mecánica, y cuando me oí no pude evitar resultarme un poco estúpido.

– Pues usted me dirá -se ofreció Meritxell-. Para mí ésta es la primera vez que tengo que testificar en relación con un crimen.

– No le voy a pedir que testifique, ahora. Tan sólo que se relaje y responda con la mayor tranquilidad posible. No estoy tomando notas, no voy a levantar un acta, no va a tener que firmar nada.

– Eso es un alivio, se lo confieso.

– ¿Ha pensado en lo que le pregunté anteayer?

– ¿En qué, de todo?

La experiencia me ha enseñado que las cuestiones embarazosas es mejor enunciarlas con determinación y de la forma más directa posible. A cambio de un pequeño esfuerzo, se ahorra mucha saliva.

– En quién podría estar manteniendo una relación sentimental con Neus en la fecha de su fallecimiento. Aparte del señor Altavella.

Meritxell no se ruborizó esta vez. Pero tampoco encajó la pregunta con la seguridad de que parecía haberse provisto desde que estábamos en su despacho. Volvió a zozobrar, en el fondo y la forma:

– Pues… Pues claro, cómo no. No he pensado, en realidad, en otra cosa desde hace dos días. Si quien le hizo eso fue… No quiero ni imaginar que el asesino pudiera ser alguien a quien yo conozca.

– Señora Palau, debo ser muy concreto en este punto. ¿Puede decirme el nombre de alguien de quien piense con fundamento que mantenía o mantuvo relaciones con la víctima, aparte de su marido?

Ahora sí que lo estaba pasando mal, Meritxell.

– Pues -inspiró a fondo-, puedo darle tres nombres de personas con quienes me quepa sospechar que Neus tuvo algún asunto en los cinco años que estuve con ella. Lo que no puedo, sinceramente, es asegurarle que ninguno de esos asuntos continuara en el momento actual.

– Me interesan, de todos modos.

La ayudante de Neus seguía dudando.

– No soy una de esas cotorras que van a largar intimidades ajenas a los talk-shows, Meritxell. Le aseguro que aparte de policía en el ejercicio del cargo soy una persona seria que no juega con estas cosas.

– Está bien -se decidió finalmente-. Le daré los nombres. Carles Andrade, Francesc Torrent-Sunyer y Josep Albert Salvany. ¿Necesita que le diga además quiénes son, dónde están y qué hacen?

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