– ¿Y eso?
– Quiero que sienta deseos de seguir encontrándose conmigo. Que lo hagamos otra vez mañana. Y a ser posible, también el lunes. Cuando le tengamos ya intervenida la cuenta y podamos rastrearle la dirección IP. Con un poquito de cebo y otro poquito de regateo, es nuestro.
Mientras hablaba conmigo, mi compañera no dejaba de teclear obscenidades que nunca habría creído ni remotamente compatibles con su carácter. Prodigaba los mmmms, ummms y ahhhhs con una soltura pasmosa para mí y estimulante para su interlocutor, a juzgar por cómo le respondía éste. La verdad es que el que había sido el Caballero Blanco de Neus me decepcionó un poco. Su conversación no iba más lejos de lo que se habría podido esperar de un marinero recién desembarcado después de una larga travesía llena de onanismo sustitutorio. Lo recordaba menos perentorio y esquemático, pese a la fogosidad propia e inseparable del caso, en su correspondencia con Neus. Así se lo comenté a Chamorro, que seguía enfrascada en la conversación.
– Vete a saber, lo mismo está pedo -especuló, mientras escribía sin inmutarse, a petición del individuo, todo lo que haría con las diversas partes de su aparato genital si las tuviera a mano.
– Qué barbaridad, Vir -no pude privarme de opinar-. Esto no lo aprenderías en el colegio de monjas, ¿eh?
– No, la gente que había allí tenía ideas aún peores. Esto lo aprendí en la época de mis primeros escarceos con el chat. Y la verdad es que no me acordaba de lo divertido que puede llegar a ser.
– No, si no digo que sea aburrido.
– Me refiero a que me hace mucha grada pensar que al otro lado hay un tipo creyéndose que voy en serio con todas estas chorradas. Recuerdo a una viejecita a la que vi en un programa de la tele. Era un reportaje sobre cómo se entretenían con los ordenadores en un asilo, como terapia ocupacional o algo así. La viejecita estaba encantada de que les hubieran llevado aquello. Tenía ochenta años, el pelo todo blanquito y muy bien puesto, y contaba con una picardía increíble cómo estaba hablando con un joven de no sé dónde haciéndose pasar por una muchacha ligera de cascos. Usó esas palabras, ligera de cascos, y yo me dije que con semejante vocabulario ya tenía que ser lelo el otro para dejarse engañar. Pero sí, aquí lo ves, que la gente se vuelve tan boba como haga falta para creer que las cosas son como quiere que sean.
– Eso que acabas de discurrir es muy profundo, Virgi. Me recuerda algo que le leí a un psicólogo evolutivo. De los buenos, aclaro.
– Pues ya ves, simple experiencia y sentido común. Bien, creo que va siendo hora de pegarle el tiro de gracia. Antes voy a emplazarle para volver a hablar mañana. O mejor, que me lo suplique él.
– Lo que me llama la atención -dije-, es que muy pronto se le ha pasado el duelo o el remordimiento por lo de Neus. Salvo que se trate de uno de esos casos en los que el individuo trata de luchar contra la depresión activando compulsivamente las palancas más rudimentarias del circuito del placer, verbigracia, la que ahora os ocupa.
– ¿Cómo dices? Aquí liada con esto no te he entendido.
– Nada, una estupidez. Un residuo inoportuno de todo lo que estudié y todavía no he acertado a olvidar. Tú sigue a lo tuyo.
Chamorro alegó ante su interlocutor que sus padres estaban a punto de llegar y que tenía que interrumpir la conversación. El Caballero Blanco se mostró desolado, insistió para que no se fuera, y al final fue él quien propuso hablar al día siguiente. Mi compañera me guiñó un ojo y aún se hizo de rogar un poco más. Finalmente, le dio hora para por la tarde, que el otro aceptó sobre la marcha. Antes de despedirse, le dijo que tenía una sorpresa para él. Conectó el micrófono y me indicó con el dedo que no hiciera ningún ruido. Luego le susurró:
– Mañana va a ser aún mejor, tesoro.
Me quedé estupefacto al oírla. Costaba creer que había salido de ella aquella voz: aterciopelada, sensual y cargada de una ingenuidad que resultaba lo más provocativo de todo. Acto seguido cortó la comunicación. El cuadro de diálogo desapareció de la pantalla.
– ¿Qué? -se volvió hacia mí-. ¿Me lo he ligado o no?
– Diría que hay al menos una posibilidad entre dos. Oye, muy favorecido tu ombligo en esa fotografía, no sabía que le colgaras abalorios.
– No es mío, es de Anastacia. Fue el que más me convenció, cuando estuve buscando por la red. Pero seguro que él no lo ha reconocido.
– Sí, todo esto está muy bien -admití-. Pero la prueba de fuego será mañana a las seis. Entonces veremos si realmente le has interesado o si ha hecho contigo lo que tú con él, jugar a hacerse el idiota.
– Es verdad. Sin embargo, es un riesgo que hay que correr, para poder tenerlo el lunes a tiro. Hay que dejar que la presa vuele libre, si uno quiere llegar a saborear de veras el placer de la caza.
– Me da que tú te lo estás pasando demasiado bien con este trabajo.
– No te lo niego. ¿Debería sufrir?
– Es una pregunta con aristas, la que acabas de hacer. Durante algún tiempo creí que el sufrimiento ennoblecía a la gente y la hacía mejor. Ahora no estoy tan seguro. Creo que eso es así en determinadas circunstancias del experimento, relativas a la dosis y a la actitud de la cobaya. En dosis altas, y con cobayas que no han llegado a desarrollar una cierta filosofía del dolor, el sufrimiento puede convertirse en algo muy degradante. Así que no me parece mal que disfrutes.
– ¿Eso me clasifica como una cobaya tipo B?
– Qué malpensada eres, Virgi. Anda, vamos a dormir.
El domingo tuvo poca historia, hasta que llegaron las seis, la hora a la que habíamos quedado (o mejor dicho, había quedado loba_verde) con The Pleasure Machine. En general, a partir de este momento mis recuerdos se concentran y sintetizan, como suele ocurrir cuando una investigación empieza a dar frutos y a precipitar acontecimientos. A lo largo de la jornada hablé con el capitán Cantero y con el guardia Ponce, a quienes les anticipé que el lunes probablemente tendríamos festival. También llamé a Rubio, para que él y Tena se fueran preparando y a ser posible regresaran para la hora de la cena. Aguardé, empero, antes de decirles nada a mi comandante y a la juez. Por un lado, tenía más prevención a perturbar su ocio dominical. Por otro, quería cerciorarme de que Chamorro había enganchado de veras al pichón.
A las seis de la tarde estábamos ambos ante el ordenador, con el programa de mensajería instantánea abierto. Según me explicó mi compañera, tenía una opción que le permitía a uno estar conectado, y ver si el otro lo estaba, sin que el otro te viera a ti. Resultaba ventajista y desleal, sin duda, pero nos convenía, de modo que obviamos los escrúpulos y así fue como le aguardamos. A las seis y tres minutos, sonó un cling y el nombre de pab_penya_79 se iluminó como contacto en línea. Virginia me observó con semblante triunfal. Toda sobrada, dijo:
– Vamos a darle un poco de emoción. Para que no sospeche que le estábamos esperando agazapados, y para probarle la sed que trae.
Transcurrieron tres eternos minutos, en los que demostró su sangre fría y yo noté que la mía dejaba algo que desear. Si de pronto el tipo se desconectaba, la cara de tontos que se nos iba a quedar haría historia. Por fin, a las seis y seis según el reloj del ordenador, Chamorro hizo un par de maniobras con el ratón y se descubrió como conectada. Su ansioso Caballero Blanco no tardó ni dos segundos en saludar.
Lo que siguió fue una conversación aún más volcánica que la de la víspera. Me causaba algún apuro estar allí leyéndola, lo que probaba mi condición de hombre de otro siglo, aunque también había otras razones, más recónditas y personales, que justificaban que me sintiera violento viendo a Chamorro abordar a calzón quitado aquellos asuntos. Lo único que me facilitaba el trago eran las carcajadas que se le escapaban con frecuencia, más después de haber escrito ella algo que por leer lo que el otro le respondía. Por lo que tocaba a su inventiva verbal, aquél era un Caballero Blanco en horas muy bajas, lo que me reafirmaba en la suposición de que tal vez se hallara deprimido y sólo se arrojara al flirteo cibernético como un pasatiempo con el que apartarse de los pensamientos tenebrosos que pudieran acompañarle.