– Nada de eso me parece malo -observé.
– No, eso está de puta madre, ¿verdad? El ordenador de Tráfico es así de chulo. Las pegas están en otra parte. Primera: no lleva un Audi A3 plateado, sino un Seat León amarillo, con pegatinas bastante horteras. Y segunda pega: el tipo es pelirrojo modelo zanahoria.
– Ah, eso sí que me enfría un poco el entusiasmo, mira tú.
– Ya nos lo temíamos, mi sargento. A pesar de todo, vamos a terminar de ficharlo. Y si quieres, vamos por él. De todos modos, merecerá la pena saber por qué Neus Barutell llamó a este mindundi en su último día de vida hacia las doce de la mañana, ¿no te parece?
– Sí, pero no nos precipitemos -dije-. Me confirmáis la identificación sin haceros notar, seguimos escuchándole y el lunes decidimos.
– A tus órdenes, jefe.
Colgué y me quedé cavilando sobre quién o qué pudiera ser para Neus Barutell aquel Gervasi López Fernández, residente para más señas en una zona como Cornellá, es decir, lo que los pudientes y sus portavoces denominarían una zona popular o de gente trabajadora.
– He oído lo que te decía -habló Chamorro-. Imposible no hacerlo, con los berridos que pega éste. Lo que te aseguro es que el que mantenía con Neus esta tórrida correspondencia no era pelirrojo.
– Ya. Un personaje más en la función. Qué fastidio, la verdad.
– Muy buenas, gente, ¿se puede? -preguntó alguien desde la puerta.
Era el capitán Cantero. Tenía que reconocer que estaba siendo más que respetuoso con nuestra autonomía. Desde la víspera, ni le había visto ni había hablado con él, y pensé que una mínima cortesía exigía darle alguna atención mayor de la que le estaba dedicando.
– Buenas tardes, mi capitán -dije-. Adelante, está en su casa.
Avanzó hacia donde estábamos y se dejó caer en una silla. Su semblante no parecía menos fatigado que el nuestro.
– Qué coñazo, tú, esto de la droga. Menuda paliza que nos hemos metido. Y lo que más me jode es que encima de las identificaciones y de toda la burocracia, hemos tenido que montar la exposición de paquetitos y accesorios para que el delegado del gobierno se haga la foto delante de las cámaras de la tele. Un trabajo, porque éstos eran mayoristas de los de verdad, cientos y cientos de kilos. Jesús, qué paciencia hay que tener. Bueno, ¿qué tal vosotros, cómo va el asunto?
– Pues, ni bien ni mal -juzgué-. Un poco mejor que ayer, y espero que un poco peor que mañana.
– Me han contado que estáis utilizando el equipo de intervención telefónica. Eso es que ya habéis pillado chicha donde morder.
– Sí, pero con resultados escasos, por ahora.
Le expliqué al capitán el estado general de la investigación y todos los flecos que teníamos abiertos. Repasándolos para él, me di cuenta de que eran unos cuantos. Uno nunca sabe, cuando maneja tantas variables, si está levantando el sistema de ecuaciones que le permitirá despejar todas las incógnitas o simplemente chapotea en el caos.
– Coño, no diría yo que estáis tan mal -opinó Cantero.
– No, tampoco he dicho eso. Parece que en un par de caminos estamos a punto. Pero nos sigue faltando eso. El punto.
– ¿Mi gente se porta bien?
Tuve oportunidad de cazarle a Chamorro la mirada escéptica.
– No tengo queja -respondí, con rotundidad.
– Si alguno falla, o si te hacen falta más, ya sabes.
– Sí, ya sé, mi capitán.
Cantero se puso en pie.
– No os doy más la lata. ¿Qué hacéis esta noche?
– Pues no lo habíamos hablado, pero estamos hechos polvo. Casi votaría por cenar rapidito y recogernos. Además, yo tengo bastante lectura pendiente. ¿O a ti te apetece ir a alguna parte, Chamorro?
– La verdad es que hoy preferiría no moverme. Incluso creo que sería bueno trabajar un rato esta noche con eso que te he dicho.
No le había contado al capitán la idea de mi compañera para conectar con el usuario del apodo cibernético pab_penya_79, ni tampoco deseaba hacerlo ahora, así que asentí sin darle mucha importancia.
– Impresionante, tú -exclamó Cantero-. Qué abnegación.
– No, mi capitán -dije-, es la costumbre de andar siempre fuera de casa. Te haces a trabajar a todas horas, para poder volver cuanto antes.
– Ya, imagino. Pues oye, que os cunda.
Una hora después regresaron Gil y Ponce. Habían contrastado la identificación de Gervasi López, que era en efecto el nombre que se leía en uno de los buzones del portal del bloque de pisos de Cornellá hasta el que lo siguieron. El número del portal y el piso coincidían con los del titular del coche que conducía según el ordenador de Tráfico.
– Mientras yo miraba los buzones, Ponce se fijó en la fachada -refirió Gil-. Y vio encenderse las luces del piso en cuestión. No te voy a decir que sea fiable al cien por cien, podría estar viviendo en casa de su primo y conduciendo su coche, pero vamos, como que me extrañaría.
– A mí también. Mirad cuando podáis si tiene antecedentes. Y el lunes veremos. Por mí, podéis considerar inaugurado el fin de semana.
– Se lo agradezco en el alma, mi sargento, porque la última vez que he hablado con la parienta iba a cambiarme la cerradura -dijo Ponce.
– ¿No va necesitar nada de nosotros estos dos días? -dijo Gil.
– Que os paséis por aquí de vez en cuando a ver qué registra el ordenador de los teléfonos intervenidos. Y si eso no nos da ningún resultado digno de mención, nada más. Que disfrutéis del fin de semana.
Chamorro y yo nos conformamos esa noche con una cena frugal. No hablamos demasiado mientras dábamos cuenta de ella. Quizá pensábamos los dos lo mismo, que habíamos salido de Madrid sin previo aviso el martes, y que ahora, mientras otros saboreaban la perspectiva de un fin de semana con los suyos, nosotros estábamos allí, varados como ballenas suicidas, ocupándonos no de nuestras vidas sino de la muerte de otro. El hecho invitaba a hacer alguna que otra consideración existencial, pero confieso que durante buena parte del tiempo no pude zafarme de un pensamiento de mucha menos envergadura: necesitaba encontrar un sitio donde me lavaran la ropa, porque estiraba ya mi última muda y las camisas no me aguantaban más.
Después de cenar, volvimos a nuestro lugar de trabajo. Chamorro se puso a trastear con el ordenador, para descargarse el programa y una vez instalado éste y cursada la invitación a pab_penya_79, montar guardia frente a la máquina con la esperanza de que apareciera nuestro hombre. Yo había pensado en un principio irme a leer a mi habitación, pero me pareció más solidario quedarme allí. Así le hacía compañía y ella tenía con quien pegar la hebra cuando le entrara la modorra. Me dediqué a hojear todos los papeles atrasados. Leí en primer lugar la correspondencia electrónica entre Neus y su amante, que no sólo me confirmó todo lo que Chamorro me había contado sino que me permitió apreciar su capacidad para resumir. En esencia, lo que allí había, relevante para nuestra investigación, era lo que mi compañera ya me había adelantado. Sin embargo, la lectura me proporcionó algo más que la información que aquellas páginas contenían. Pude escuchar la voz de Neus, sin postizos idiomáticos o criptográficos como los que empleaba en aquel diario en inglés que había leído la noche anterior. Era cierto, como había sugerido Chamorro, que daba la impresión de tener un gran dominio sobre lo que decía o dejaba de decir. Pero, más allá de lo que pudiera fingir ante su corresponsal, era la versión más auténtica de la personalidad de mi muerta que había tenido hasta entonces. Y debo consignar que no me desagradó. Con toda su procacidad, con esa exigencia egoísta que como amante hambrienta exhibía a veces, aun con esa cursilería bobalicona que sólo quien se abrasa en la llama del amor puede ponderar sin sonrojo, vi en ella a alguien que, al menos en esa relación y frente a ese hombre, no hacía trampas y sólo buscaba ser libre y disfrutar de lo que otro le daba en el ejercicio de su propia libertad. En sus mensajes no había subterfugios, ni máscaras, ni remilgos propios de cualquier forma de cálculo o de hipocresía. Nunca sabría, desde luego, si le quería o no, porque entre otras cosas, no es probar ese tipo de abstracciones inasibles y delicuescentes lo que suele ocuparme ni interesarme. Pero lo que sí constaba era que se le había entregado, con alegría y plenitud. Y él a ella, habría jurado que también. Pero, por si mi conocimiento de la naturaleza masculina no fuera ya bastante para ponerlo metódicamente en duda, estaba ese desenlace bajo cuyo influjo irremediable debía ahora analizarlo todo.