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– Pues muchas gracias -me forcé a decir, aunque en general no me hace feliz tener demasiada gente a mis órdenes, o por lo menos, más gente que aquella con la que pueda trabajar con confianza.

Después de hablar con el capitán Navarro, me asaltó un sopor que pronto degeneró en una demoledora pereza. En el silencio que la familiaridad entre mi compañera y yo nos permitía dejar que reinara en el interior del vehículo, pensé de pronto que todo se me hacía infinitamente cuesta arriba: ir a Barcelona, investigar aquella nueva muerte (una más, por singular que fuera la víctima) e incluso marcar el número de aquel capitán Cantero con el que en lo sucesivo tendría que entenderme. En ocasiones sentía que empezaba a hacerme mayor, y que cada vez toleraba peor la repetición de situaciones, la obligación de resolver trámites, apartar estorbos, despejar incógnitas. Si dejaba que el sentimiento fluyera sin control, podía llegar a convertirse en desesperanza, en fastidio e incluso en cansancio del género humano, una enfermedad que no tiene más remedio conocido que borrarse del padrón. Pero eso era lo último que me estaba autorizado, desde que había dado en engendrar un chaval, a la sazón preadolescente, que arrastraba por ahí el peso de mis genes y mi apellido. Por tanto, sacando fuerzas de flaqueza, empuñé el teléfono, marqué el número y, cuando aquella voz de barítono resonó en el auricular, hablé con energía:

– ¿Mi capitán? A sus órdenes, el sargento Bevilacqua, de Madrid.

– Coño, el famoso uruguayo -exclamó la voz-. Un placer.

No sabía que fuera famoso, pero sí sabía que no era uruguayo, al menos legalmente. Por decir algo, le aclaré al capitán:

– El uruguayo era mi padre. Yo sólo nací allí.

– ¿Y eso no te convierte en uruguayo?

– No, vine aquí de chico y no he tenido más pasaporte que el español.

– Claro, para qué iba a servirte el otro. En fin, con todos los respetos.

– No se apure, mi parte sudaca se hace cargo -le tranquilicé-. Es lo bueno de no ser del todo de ninguna parte, no se enfada uno con nadie. Le llamo de parte del capitán Navarro, de Zaragoza.

– Sí, ya me avisó. Aquí me tienes a tu disposición para amenizarte la estancia en este paraje que antaño era España. Aunque uno de los viejos del lugar me ha contado que pasaste un tiempo por aquí.

– Pues sí, tres años. Hace ya diez.

– Hombre, algo ha cambiado desde entonces. Ahora ya no manda el nacionalismo, sino el marxismo. Vamos, que lo que ahora tenemos es el sistema de los hermanos Marx. Pero el fuet y la butifarra siguen siendo cojonudos, la gente tranquila y laboriosa y la ciudad una gozada en primavera. Aunque a nosotros nos han dado por culo, nos han movido la comandancia a treinta kilómetros. Los Mossos se van quedando con todo y los jefes han considerado más oportuno trasladarnos a este Fort Apache donde defenderemos la bandera hasta el final.

– No será tan dramático.

– No, qué va, en el fondo ya sabes que éstos son gente práctica. Incluso algunos dicen que nos echan de menos. Pero bueno, va, al grano. ¿Tenéis dónde dormir? ¿Preferís hotel o chabolo de la mili?

– Depende del sitio. Si podemos ahorrar, ya sabe que no cobramos comisiones como algunos ni horas extras como otros.

– En la comandancia hay un pabellón decente y no está lleno. No tendréis que salir a formar por la mañana, tranquilo. Lo único es que estáis a tomar por saco de Barcelona, eso tenedlo en cuenta.

– Nos apañaremos ahí de momento. Mi capitán, no sé si el capitán Navarro le ha hablado de la idea que teníamos para mañana.

– Sí, ya lo he organizado todo. La entierran en Collserola. Mañana metemos veinte tíos allí sin ningún problema. Prepárate porque la ocasión va a ser sonada. Lo de la Barutell ha sido aquí un bombazo. Para éstos era una megaestrella, y el viudo es un santón de la cultura catalana, aunque escriba en la lengua del opresor. No va a faltar nadie. Por si acaso, convendrá que seamos discretos. Habrá maderos, que para eso es todavía su zona, aunque por poco tiempo, pero también Guardia Urbana, y seguro que mossos de paisano, escoltas y demás.

– ¿Y no deberíamos avisarlos?

– Oficialmente sí. Pero vivimos tiempos complicados, aquí todos recelan de todos. Ya te contaré más despacio cuando lleguéis. Llamadme cuando estéis por aquí para facilitaros el aterrizaje.

Cuando colgué, Chamorro, que había permanecido aparentemente concentrada en la conducción, se volvió y me observó durante una fracción de segundo. Supongo que todavía percibió en mi rostro alguna huella del desfallecimiento que había sufrido minutos atrás.

– ¿Qué tal el capitán? ¿Malas vibraciones? -preguntó.

– No. Sólo me parece demasiado preocupado por la política. Pero es comprensible. Los catalanes son un poco suyos y no es fácil aprender a ser forastero entre ellos. Les pasa a muchos de los nuestros.

– ¿A ti no te pasaba?

– Yo me manejo bien con todo el mundo.

La faz de mi compañera adoptó una expresión enigmática. Si era de asentimiento o de duda, no sería capaz de determinarlo.

– ¿Cansado? -se interesó de repente.

– Un poco aplatanado, la verdad. ¿Ponemos música? -dije, tratando de animarme, mientras alcanzaba el estuche con los cedes.

– Te temo. ¿Qué traes ahí?

– Una cosa que me ha pasado mi hijo. Te va a gustar.

– ¿En serio?

– Que sí. Marea, se llaman. Son cañeros, pero te pongo una suavita.

Introduje el cede en la ranura del reproductor y busqué la pista. Sonó una guitarra despaciosa, casi melancólica. La voz del cantante comenzó a desgranar con mucho sentimiento unos versos:

Los caballos negros son.
Las herraduras son negras.
Sobre las capas relucen
manchas de tinta y de cera.
Tienen, por eso no lloran,
de plomo las calaveras…

– ¿De qué me suena esto? -dijo.

– Te doy una pista: es un romance, y desde luego no lo escribieron ellos. Sigue escuchando, a ver si lo sacas -la desafié.

Chamorro puso atención, mientras su mirada se mantenía fija en el horizonte al fondo de la autopista. La canción continuaba:

Oh, ciudad de los gitanos,
apaga tus verdes luces
que viene la Benemérita…

A partir de esa última palabra la música se aceleraba, entraba la batería y el bajo y sonaban rasgueos de guitarra eléctrica. Lo que seguía, a ritmo de rock, era el relato de una razia de los siniestros jinetes contra los indefensos gitanos. No faltaban los detalles truculentos:

Rosa la de los Camborios
gime sentada en su puerta
con los dos pechos cortados
puestos en una bandeja.

– ¿García Lorca? -dedujo mi compañera entonces.

– Exacto. El Romance de la Guardia Civil española. ¿A que le ponen una música bastante aparente? A mí por lo menos me gusta.

– Desde luego, qué cosas tienes -repuso, meneando la cabeza-. Ya puestos, sugiere que los inviten a tocar en la próxima Patrona.

– ¿Y por qué no? Sería una experiencia catártica -bromeé.

Me vino bien, el desahogo musical. Pero poco a poco se fue imponiendo a mi ánimo la tarde que caía sobre aquel monótono paisaje de carretera. De pronto, me acordé de que íbamos hacia Barcelona. No era la ciudad de los gitanos, ni yo montaba un caballo negro. Pero no me sentía del todo orgulloso de lo que en otra época había hecho allí.

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