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– Estoy recordando todo lo que nos ha dicho -habló Chamorro en voz queda-. Al margen de su actitud hacia nosotros, o de cómo reaccionara ante la situación, no acabo de entenderle. ¿Qué relación mantenía con su mujer? Te confieso que me despista. Lo fácil sería pensar que era un matrimonio que ya sólo guardaba las apariencias, que cada uno iba por su lado y que por tanto su pena es relativa. Pero no creo que sea tan sencillo. Su dolor parecía verdadero y profundo.

Sopesé las palabras de mi compañera. Después de unos cuantos años trabajando juntos, había aprendido a valorar su intuición. Chamorro era observadora y desapasionada, y por carácter y formación estaba felizmente exenta del afán de confirmar ideas preconcebidas sobre nadie, lo que le daba una destreza especial para calar a la gente.

Pero para juzgar y situar debidamente la apreciación de mi subordinada, no sobrará detallar cómo había transcurrido nuestro encuentro con el viudo. Por razones jerárquicas y protocolarias, dejamos que fueran los capitanes al mando quienes se encargaran de la recepción oficial. También fueron ellos, y no tuvimos ningún interés en reemplazarlos, quienes acompañaron a Gabriel Altavella al interior de su propiedad para echar una ojeada al lugar del crimen. Ya no estaba allí el cuerpo de su esposa, aunque los nuestros seguían recogiendo, etiquetando y fotografiando vestigios minuciosamente. Si antes de realizar esa visita el rostro del viudo ofrecía bastante mal aspecto, al salir lucía como si hubiera comido un par de docenas de ostras echadas a perder. Fue entonces cuando el capitán Navarro nos lo confió, con el encargo ingrato y añadido de que le lleváramos al tanatorio para ver cómo habían quedado los restos de su esposa e identificarlos.

– Yo debo seguir por aquí, supervisando a mi gente -se excusó ante el escritor-. Tenemos mucho trabajo para recoger las huellas en una casa tan grande, y me gustaría cerciorarme personalmente de que todo se hace como se debe. Pero le dejo en buenas manos, con el sargento y la cabo. Y le ruego que les atienda, hasta donde su ánimo se lo permita. Vienen de Madrid, son nuestros especialistas en homicidios.

Como sabía que el capitán no iba a coger unas pinzas para buscar pelos ni así se hallara bajo los efectos del LSD, me percaté de que estaba escurriendo el bulto. Pero no podía protestar, primero porque sólo soy suboficial, y segundo porque había una tarea que nos correspondía a nosotros y no era mala idea comenzarla con aquel trámite. De modo que invitamos a Altavella a subir a nuestro coche, y con él a bordo salimos a enfrentarnos a la horda de periodistas que esperaba a las puertas de la casa. Hice sonar la sirena y metí unos cuantos destellos con las luces largas para advertirles que no iba a andarme con contemplaciones. El aviso surtió efecto: como el mar Rojo ante Moisés, se apartaron para dejarnos pasar. Nuestro pasajero iba cabizbajo, y así quedaría registrado en la fotografía que pese a todo lograron hacerle.

Durante el trayecto de la casa al tanatorio, Gabriel Altavella apenas despegó los labios. Sólo recompensó con algún murmullo monosilábico mis esfuerzos por darle conversación, en los que por respeto me abstuve, aún, de decirle nada que pudiera interpretar remotamente como una aproximación de carácter inquisitivo. Aproveché para observarle por el retrovisor. Su mirada se perdía en el paisaje que iba desfilando al costado de la carretera y en su expresión había un infinito desánimo. Parecía un hombre que, tras haber conocido la desesperación mucho tiempo atrás, hubiera llegado a la conclusión de que vivir y morir no eran más que formas diversas del mismo engorro. No movía un músculo de la cara, y tampoco lloraba, ahora (antes, al salir de la casa, le había visto enjugarse unas lágrimas). Iba en el coche, se dejaba llevar, pero en el fondo no estaba allí. Trataba de representarme por dónde estaría vagando su imaginación en esos instantes. Por el pasado compartido con la difunta, tal vez. O acaso por el espacio del que había tenido que ausentarse repentinamente para venir a hacerse cargo de ella. Mientras discurría todo esto reparé en que casi sin querer mis elucubraciones se mezclaban con retazos borrosos de sus historias y de sus atormentados personajes de ficción, con los que tal vez resultaba torpe y arbitrario por mi parte adjudicarle alguna semejanza.

En el depósito de cadáveres, antes de pedir que nos abrieran la cámara frigorífica, le di una última oportunidad de ahorrárselo:

– Si resulta muy penoso para usted, le recuerdo que se trata de una persona de identidad notoria, y que ya la ha reconocido la señora Palau. No tiene que pasar por este trago si prefiere no hacerlo.

Altavella meneó la cabeza.

– El capitán me ha dicho que es mejor para completar las diligencias contar con la identificación de los parientes. Si es así, ni tengo ni debo tener ninguna objeción. Además, el oficio al que me dedico exige que uno sepa mirar y no tenga nunca miedo de ver. Adelante.

Al hacer aquella reflexión en voz alta, se insinuó por primera vez en los labios de Gabriel Altavella algo semejante a una sonrisa. Era un trazo fatigado y descreído, como todo él, pero sonrisa al cabo.

No me gusta tutelar a nadie mayor de edad más allá de lo que él mismo desea ser tutelado, así que le indiqué al empleado del tanatorio que abriera la cámara y nos sacara el cadáver. Antes de levantar la sábana que cubría aquel rostro conocido por millones de personas, consulté con la mirada al hombre que había podido contemplarlo como pocos otros. Altavella asintió con la cabeza y se lo mostré.

Rara vez he podido percibir, al enseñar un cadáver a los parientes próximos, un empeño tan férreo en no dejar traslucir ninguna emoción. Sus facciones permanecieron inmóviles, y sólo en el fondo de sus ojos se abrió de pronto un abismo. En todo caso, supuse, tal abismo no debía de resultarle del todo novedoso al curtido y laureado novelista en quien la crítica había ponderado siempre su pulso a la hora de reflejar las profundidades más oscuras del alma humana. De nuevo dudé si no me estaría abandonando en exceso al influjo de viejas lecturas.

– Permítame -pidió-. Me gustaría verla entera. Es la última vez.

Cuando él tomó el extremo de la sábana, yo la solté y me eché un paso hacia atrás. La retiró sin exhibir la más mínima vacilación, con un cadencioso ademán que la recorrió de la cabeza a los pies. La expuso del todo y la contempló durante acaso diez, quince segundos. No hizo tampoco ningún gesto al ver las marcas de las puñaladas. Sólo ese abismo de los ojos, haciéndose cada vez un poco más hondo y negro. La volvió a cubrir con delicadeza, colocando casi maniáticamente el lienzo para que quedara lo más ajustado posible a las esquinas.

– Gracias -dijo, cuando hubo terminado-. Ahora indíqueme por favor dónde tengo que firmar que se trata del cuerpo de mi esposa.

– Salgamos, si no tiene usted inconveniente -le rogué.

– No, no lo tengo -declaró, con una extraña solemnidad.

Lo condujimos entonces a la casa-cuartel, donde nos aguardaba Meritxell Palau, enterada ya de su llegada. En el vestíbulo se fundieron en un abrazo desigual. Mientras la ayudante de Neus lloraba a moco tendido, el viudo seguía refrenando sus sentimientos. Los ojos se le humedecieron, pero no se le descompuso el semblante al decirle:

– Meritxell, pobreta meva

Meritxell no pudo articular palabra alguna frente a aquella piadosa apelación del escritor. Sollozaba con espasmos que me impresionaron, después de la imagen un tanto rígida y sosa que nos había dado durante el interrogatorio al que la habíamos sometido.

Y por descortés que pudiera resultarle, eso mismo debimos hacer con Gabriel Altavella, practicarle un interrogatorio preliminar, después de que firmara la diligencia de reconocimiento del cuerpo. Se lo planteé tan suavemente como pude, pero no le sentó bien:

– ¿No les parecería un gesto de humanidad esperar a mañana, y dejarme organizar ahora lo que se viene encima? -protestó.

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