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A Pereira, al contrario que al resto de los mortales, no le sentaban demasiado bien los viernes. Me apresuré a rectificar:

– Claro, era sólo un decir.

– Para que lo sepas -me explicó-, nos están tocando un poco las pelotas con esto. El delegado del gobierno ayer, y hoy ya directamente el ministro. Parece que algunos periodistas amigos de la muerta, de esos que pueden llamar a los políticos al móvil, que es una ligereza que nunca entenderé, dicho sea entre tú y yo, les han pedido que demos cuanto antes información para poner coto a los rumores que circulan por ahí. Los dos primeros días se cortaron un poco, pero ayer ya han empezado algunas serpientes a soltar veneno a chorros.

– Nada que deba sorprendernos mucho -comenté.

– Te lo digo por si ves que me voy poniendo tenso a medida que pasan los días. Para que no pienses que es que he dejado de quererte.

– Cómo iba a pensar eso, mi comandante.

– Por si acaso. Ya sabes que a pesar de todo confío en ti.

No era el mejor momento para plantearle ciertas cuestiones, pero temí que tampoco iba a tener otro, así que me lancé:

– Mi comandante, yo me quedaré este fin de semana por aquí, pero pensaba darle permiso a Chamorro para que se vuelva. Y lo mismo a los de Zaragoza, para que pasen un par de días con la familia.

– Como tú veas. Si puedes cubrir tú el frente con la gente de allí…

– Creo que podré.

– Pues nada. Tú decides. Cuéntame lo que haya. Gracias, Vila.

Cuando colgué, Chamorro me dijo:

– Gracias por el esfuerzo. Pero yo voy a quedarme. Tampoco tengo nada apasionante que hacer allí, y así no te dejo sin coche.

– Por eso no lo hagas. Ya pediría uno por aquí.

– No es por eso. De paso te echo una mano, si sale algo. Y te hago compañía. Salvo que te moleste la perspectiva y prefieras estar solo…

Por un lado, sí, creía que estar solo iba a venirme bien, para recapacitar sobre ciertas cosas, y acaso tambien para mirar a la cara a ciertos fantasmas. Pero por otro, tenía razones para prever que no era lo que más me convenía, y la oferta de Chamorro me conmovió.

– Tú nunca molestas, Vir -dije-. Y se agradece el gesto.

Sonó entonces mi teléfono. Iban a nombrarme cliente del mes. Y lo más chusco del asunto: mi compañía no era otra que la que se negaba a cooperar con nuestra investigación. Paradojas de la vida.

– Sargento -dijo una voz femenina que reconocí al punto-. He hablado con el individuo y creo que ha recibido el mensaje. Cada vez se le iba oyendo menos. Pero me ha salido con una pega: que si es viernes y no trabajan por la tarde y que ya no le va a dar tiempo a hacer todas las gestiones internas antes del lunes. Y aquí le pregunto: ¿podemos esperar el fin de semana o vuelvo a llamar y le digo que si no tenemos intervenido el teléfono a las cuatro le echo a los perros?

Así puesto, era una responsabilidad. Lo fácil habría sido decir que sí, pero no era cuestión de gastar toda la pólvora en el primer cañonazo. Aunque luego iba a arrepentirme, en ese momento me rajé:

– Tampoco puedo asegurarle que esperar dos días sea algo desastroso. Si el usuario teme que el teléfono está caliente ya lo habrá dejado de utilizar. Y si no, supongo que el lunes seguirá estando ahí.

La juez carraspeó levemente.

– Bien. Pues entonces lo dejo como está. Le he dicho al López-Tuñón este que si no me llama el lunes antes de las diez, citaré al consejero delegado de la compañía como imputado por un delito de desobediencia. Me ha parecido que me tomaba por una demente capaz de hacerlo, que era justo lo que pretendía. Así que me imagino que el lunes lo tendremos.

– Muchas gracias, señoría.

– De nada. Para eso me pagan. Suerte, y llámeme si me necesitan.

Mi expresión debía de ser elocuente, porque Chamorro preguntó:

– ¿Qué?

– Que con diez o doce jueces como ésta, España dejaba en un año de ser el paraíso de todos los canallas de Europa -exclamé.

– Cuidado, mi sargento, no vayas a estarte enamorando.

– Pues a nada de morbo que tenga en persona…

– Anda que si te oyera decir eso…

– Quién sabe, a lo mejor la tentaba. A fin de cuentas soy un individuo maduro, con experiencia de la vida, cultivado, abierto, cosmopolita. Justo el tipo de hombre que una mujer como ella busca.

– Lástima que todos los accesorios esos que mencionas no vayan instalados en una carrocería como la de George Clooney.

– Oye, ¿qué tiene ese tío? Si es el peor actor del mundo. Siempre pone la misma carita, como si le estuvieran depilando el pecho con pinzas.

– Nadie se fija tampoco en las dotes interpretativas de Sharon Stone.

– De acuerdo, recibido. -Miré el reloj: la una y media-. Menos mal, parece que no nos ha cogido el atasco. Llegaremos bien a comer.

Todavía antes de traspasar la puerta de la comandancia tuve otra conversación telefónica. Esta vez era el subteniente Robles:

– Vila, he estado currando para ti y tengo resultados. Primero: esta tarde coincidirán por aquí la cabo primero Jimena, que está destinada en la unidad de mujer y menores de Sitges y se conoce bien el percal del putiferio de por allí, incluida trata de blancas y demás basura, y el inspector Cruz, que es uno de los expertos de la pasma en la materia. Les he liado para tomar un café contigo, si no te viene mal.

– Cómo iba a venirme mal, Robles.

– Y a ver, la otra. He hablado con Asensi, uno de los chavales que estaba conmigo por aquí y que se pasó a los Mossos. Está en policía judicial y tiene de jefe a uno de los pata negra de ellos, de los primeros que se desplegaron en Gerona. Años de experiencia, vamos. Mi chaval me dice que es un figura y el mejor contacto que puede darnos allí. Si no tienes un plan mejor, les he arrancado cita para comer mañana.

– Pues qué diligencia, mi subteniente. Compro.

– Yo soy de la vieja escuela. Lo que hay que hacer, a paso ligero.

– ¿A qué hora esta tarde?

– Pon entre las cinco y media y las seis, tienen aquí una reunión de coordinación que acabará sobre esa hora. Yo te aviso.

Proporciona una deliciosa satisfacción ver que un día que empezó mal se va enderezando, y más cuando ello no se debe al afán o el mérito de uno, sino a la súbita conjura en su favor de los dioses. El hombre ha malgastado litros de tinta ensalzando el valor del sacrificio; nada conforta tanto como sentir que sales adelante de pura potra.

En el centro de operaciones de nuestro grupo reinaba una actividad frenética. Rubio estaba al habla por teléfono con Juárez y le iba dando a Tena las claves para entrar en el correo electrónico de Neus, que ya nos había conseguido nuestro experto informático. Gil y Ponce andaban con el equipo de escucha y rastreo de teléfonos. No sólo grababa en soporte digital todas las conversaciones que se produjeran (adiós a la penosa antigualla de las cintas magnetofónicas) sino que daba la posición del usuario con un desfase temporal de unos pocos segundos y apenas un centenar de metros de error. Desde que lo teníamos, aquél se había convertido en uno de los juguetes preferidos de todos, y al guardia Gil también le divertía notoriamente utilizarlo.

– Uno de ellos está muerto -me dijo, apenas me vio-. No lo ha conectado desde que lo tenemos pinchado. Pero el otro sufre adicción. No sólo no lo apaga, sino que no para de darle uso. Aunque lo que dice no termina de resultar demasiado interesante. Mira, otra vez.

Gil subió el sonido del aparato. Empezó la conversación.

– Ey, nen, por dónde andas.

– Por aquí, tío, en medio de un congreso de lolailos.

De fondo se oía, en efecto, música de rumba.

– ¿Y eso?

– Qué sé yo, tío, la última gilipollez de la bruja esta. A ver si se me echa un novio que la taladre como Dios manda y deja de putear.

– Yo no contaría con eso, chaval. ¿Te vienes esta noche?

– No sé, tú, lo tengo más bien fotut. Tendré que montar hasta tarde, ya sabes, y espérate que a la petardo esta le guste la pieza, que si no…

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