– ¿Me das un toque a media tarde?
– Pos vale. Pero no cuentes mucho conmigo, que además estoy hecho mierda. Llevo dos noches que apenas duermo tres horas.
– Vale. Déu.
– Déu. Pásalo bien.
Ahí se cortó. Miré a Gil.
– ¿Quién es el nuestro?
– El de la jefa hijaputa -informó, mirando a Chamorro.
– Qué suerte -dijo mi compañera, sin rehuirle-. Menos mal que en el equipo tenemos a alguien que habla su mismo lenguaje.
– Haya paz -medié-. ¿Qué dirías que es lo que tiene que montar?
– Una pieza de televisión -apuntó Gil-. Éste trabaja en el medio. Los colegas nos reconocemos fácilmente, ya sabes.
– Sí, a eso suena. Y promete. ¿Dónde anda?
– Ahora mismo, en Santa Coloma de Gramanet -reveló el guardia, exhibiendo su dominio-. ¿Vamos por él o le dejamos largar más?
– Déjale un poco de carrete. Éste no va a cortarse. Esta tarde ya vemos. Y de paso, a ver si suena la flauta y se despierta el otro.
Me acerqué a donde estaban Rubio y Tena. El sargento me informó:
– Ya está, las siete cuentas abiertas y operativas. Listas para hincarles el diente. No sé muy bien qué mano tiene este Juárez con la peña de los proveedores de Internet, pero desde luego le da resultado.
– No preguntes -dije-. No descartes que los haya pescado alguna vez en uno de esos chats de pedófilos donde se infiltra, y que se guarde el as en la manga para ocasiones como ésta. A aprovecharse.
– ¿Por cuál quieres que empecemos?
– Por la que quieras. La abres y me imprimes todos los mensajes que tenga guardados en la bandeja de entrada, en la de salida y en la papelera, si es que se le ha quedado alguno ahí. Y luego la siguiente. Lo que te dé tiempo de aquí a las dos y media. Después, tú y Tena os volvéis a Zaragoza. Ya está hablado con el comandante. Chamorro y yo nos quedamos aquí, para lo que surja, y vosotros os reincorporáis el lunes.
Rubio me buscó los ojos.
– Eh, Vila, que si hace falta que nos quedemos…
– No estoy seguro de que haga falta. Y de lo que sí estoy seguro es de que a ti te van a echar de menos tu mujer y tus hijos y de que a Tena la echará de menos el novio. No quiero que nadie se refiera a mí en sus conversaciones como el cabrón ese. O no si puedo evitarlo.
– Y menos querrías eso con el novio de Tena -se rió Rubio.
Tena se sonrojó, una vez más. Tenía una facilidad increíble.
– Venga, mi sargento, no empiece -protestó.
– Ahora está destinado en una unidad normal, pero fue uno de los comandos que asaltaron el Perejil, nada menos -explicó Rubio-. Además el tío lo cuenta muy bien. Dice que si no es por el suboficial marroquí que mandaba a los cuatro mataos que estaban allí, y que al ver que los españoles eran muchos más les ordenó rendirse, podía haber sido una desgracia. Él asegura que por supuesto habrían asado a todos los moros, ya sabes que a esta gente le gusta fardar más que…
– Más que a usted contar la historia -le afeó Tena-. Voy a tener que decirle a Roberto que le cobre algo por los derechos.
– Tranqui, Tena. No, si es un buen tío -me aclaró-. Y se puede hablar de todo con él. Yo creía que a estos rambos les colgaba el labio inferior y hablaban con voz hueca. No hay que fiarse de las películas.
Tena estaba ahora más que enfurruñada. Y de color carmesí.
– Muy gracioso, nunca le había oído el chiste, mi sargento.
– Venga, perdona, me callo. Vamos a ir imprimiendo esto.
– Y le pasáis también todas las claves a Chamorro -le pedí-. Ella se meterá esta tarde con lo que dejéis pendiente.
Mi compañera adoptó una expresión dubitativa.
– Ah, ¿no vas a querer mirarlo tú también?
– Sí, pero tengo otras tareas. Tómales tú el relevo.
Después de un almuerzo más bien expeditivo, Rubio y Tena hicieron las maletas y se dispusieron a regresar a casa. Antes de irse, el sargento insistió una vez más en su disponibilidad para el servicio:
– Tienes mi móvil. Si hay algo, me das un toque y nos plantamos aquí en dos horas. -Y mirando a Tena añadió-: Y nos traemos al Delta Force, por si hay que eliminar a alguien sin que se oiga el estertor.
– Joder, mi sargento -se quejó la guardia.
– Se agradece -dije-. Pero relájate, y descansad, que la semana que viene me temo que va a ser dura. Y cuidado con la carretera.
Regresamos a nuestro cubil, Chamorro, los otros dos miembros del equipo y yo. Gil y Ponce volvieron a enchufarse al aparato:
– Ahora está en la zona del Raval -me cantó Gil-. Jobar, este cacharro es la leche. Creo que voy a dejar de usar el móvil cuando haga cosas feas. Es como llevar a la KGB pegada a la chepa todo el tiempo.
– Bueno, en tu caso, pegada a otra cosa, porque siempre lo llevas en el bolsillo del pantalón -le corrigió Ponce.
– Pues sí, compadre, peor me lo pones.
– Cuidado con eso -avisó Chamorro-. Que dicen que deja estéril.
– Mejor para mí juzgó Gil-. No tengo ganas de ver más gilitos correteando por ahí. Ni ganas, ni euros para llenarles la andorga.
– Y dicen que también deja impotente -añadió mi compañera-. Claro, que eso sólo irá por aquellos que previamente funcionaran.
– Mira que eres siesa cuando te pones, ¿eh, mi cabo?
– No me refería a nadie en concreto, hombre.
Me senté con Chamorro mientras iba abriendo las sucesivas cuentas de correo de Neus e imprimiendo su contenido. La mayoría tenía pocos mensajes, y muy espaciados en el tiempo. En la bandeja de entrada abundaba el spam; se veía que no era muy diligente para borrar el correo basura, o que andaba siempre con prisa. De cada tres mensajes, dos eran ofertas de préstamos instantáneos, de títulos universitarios sin necesidad de estudiar y de todo tipo de pastillas que podían proporcionar la felicidad o corregir en breve plazo cualquier anomalía o limitación física de quien las consumiera. Como ambos habíamos previsto, todo cambió al llegar a la bandeja de la cuenta just_a_kitten. El mensaje más antiguo era de hacía sólo tres semanas. Pero de ahí hasta la fecha misma de la muerte se sucedían hasta tres mensajes diarios, tanto entre los enviados como entre los recibidos. Y algo que no podía dejar de llamar la atención: sólo había dos direcciones a las que escribiera desde ahí. La que más aparecía era la de un tal whiterknight_79, pero también se escribía bastante con nemosín_for_alice. Viendo uno y otro apodo, tanto mi compañera como yo comprendimos, sin necesidad de intercambiar una sola palabra, que ahí estaba el pastel que teníamos que abrir. La dejé convirtiendo en papel todos aquellos mensajes y volví junto a Gil y Ponce, que seguían con su pasatiempo.
– ¿El otro no enciende el teléfono?
– Ni de coña. Debe de ser un malo que te cagas -conjeturó Ponce-. Alguno de los que ya se han coscado de que les podemos tener puesto este rabo electrónico en cuanto aprietan la tecla de encendido.
– Pues ya sabéis lo que significa eso.
– ¿Hum? -dudó Ponce.
– Hay que hablar con la compañía y averiguar dónde se compró ese teléfono y todos los datos que tengan del comprador. Puede que no sean muchos, y si es alguien curtido en esto puede que el lugar tampoco nos diga gran cosa, pero debemos mirarlo por si acaso.
– A tus órdenes, mi sargento. Nos ocupamos.
En ese instante volvió a conectar el que teníamos localizado. Seguía en el barrio del Raval, según la pantalla. Ahora llamaba él, y la interlocutora era una mujer. Esta vez, hablaban ambos en catalán:
– Escolta, que arrivo una mica tard.
– Molt bé. Vols que li digui qualsevol cosa a la jefa?
– Que he trobat moltíssim tránsit. Pero que m'emporto el material, tot complet, i puc montar-ho abans de les set.
– Més val, tu.
– Fins ara.
– Fins ara.
Y ahí cortó. Ponce me observó con expresión astuta.
– ¿Qué le parece, mi sargento? -dijo-. Para mí, que con esto ya tenemos trincado al pichón. ¿Me deja contarle lo que se me ocurre?