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– Adelante -le invité.

– Ya sé que no soy Sherlock Holmes ni un experto de la unidad central como usted, mi sargento, y que por tanto mis ideas valen lo que valen -dijo, con un retintín que junto al usted y la insistencia irónica en llamarme mi sargento, no contribuyó mucho a predisponerme en su favor-. Pero deduzco que aquí el colega este se ha despistado por ahí para comer con alguien, se ha entretenido más de la cuenta y ahora va a pijo sacao hacia el lugar donde trabaja para rematar el encargo que le ha hecho su jefa, esa que parece que no tiene suficientes alegrías horizontales, o como a ella le guste ponerse, que tampoco voy a meterme en cómo lo tiene que hacer, no vaya a regañarme la cabo.

– Sí, mejor no te metas, anda -le rogó Chamorro, con gesto aburrido.

– Lo que calculo -prosiguió Ponce- es que dentro de poco tiempo el teléfono dejará de moverse y permanecerá en el mismo sitio durante al menos tres horas. El tiempo que necesita para montar lo que ha grabado, según acaba de decirle a la tía con la que hablaba. La maniobra es pan comido: cuando veamos que deja de moverse durante un tiempo prudencial, pongamos veinte minutos, es que está ahí. Acotamos la zona, buscamos productoras o empresas de televisión situadas dentro del perímetro, que con un poco de suerte no habrá más que una, nos vamos a la puerta y esperamos a que vaya saliendo la gente. Cuando veamos aparecer a un maromo que nos dé el tufo, llamadita al canto. Y el que lo coja, pues ése es. Como además parece un poco atropellado y un poco capullo, nos marcamos un seguimiento discreto. Si se mueve en coche, como parece por el sonido de la última conversación, ya es nuestro. Y si no, vamos tras él hasta su casa. En cualquier caso, me apuesto una paella para seis a que esta noche puedo decirte cómo se llama y alguna que otra cosa más. Si das tu permiso, claro.

Ahora volvía a tutearme. Pero no iba a tenerle demasiado en cuenta aquellas oscilaciones en el tratamiento, por lo demás habituales entre suboficiales y guardias que comparten fatigas. Lo cierto era que había tenido una idea simple, eficaz y económica para resolver aquella identificación. Y que el plan, además, debía ponerse en práctica sobre la marcha. Le sopesé la mirada, enfrenté luego la de Gil y les dije:

– Tenéis mi permiso. Y apúntate una, Ponce.

Chamorro continuaba dándole trabajo a la impresora, y en el semblante con que iba ojeando los folios que la máquina le escupía vi aquella concentración que la caracterizaba cuando estaba procesando material prometedor. Pensé que cada uno tenía en qué ocuparse y que como jefe del grupo únicamente me tocaba dejarles afanarse en la labor y esperar a que me trajeran resultados. Así que les anuncié:

– Me voy a hablar con Robles. Ponce y Gil, cuando tengáis ubicado al pajarito, le dais cuenta a la cabo de dónde vais, que para eso es la jefa en mi ausencia, y hacéis lo que hemos acordado. Y a ti, Chamorro, te veo luego. Ve avanzando con eso todo lo que puedas.

Asintió, absorta. Ni siquiera le importó quedarse con aquellos dos.

Me cité con Robles en la cafetería de la comandancia. Apenas tuve que esperarle diez minutos. Poco después entraron un hombre de paisano en la cuarentena y una mujer treintañera de uniforme, que al ver al subteniente se vinieron directos hacia nosotros.

– A sus órdenes, mi subteniente -dijo la mujer, muy seria. Era de complexión más o menos robusta, y tenía ese aire de estar siempre prevenida común a las veteranas, las guardias de las primeras promociones que habían debido abrirse paso frente a reservas y recelos que las más nuevas habían conocido ya muy atenuados.

– Mira, qué a tiempo -dijo Robles-. La cabo primero Jimena y el inspector Cruz, de quienes ya te hablé. Y éste es el sargento Vila. Bueno, en realidad se llama Belculibabia o algo así, pero yo siempre le he llamado Vila para no equivocarme, y os aconsejo que hagáis igual. Ya os he dicho quién es: la vedette de los necrófilos de Madrid. Por eso nos lo han mandado para que resuelva lo de la Neus Barutell.

– Gracias -le dije-. Es Bevilacqua, como él bien sabe -me dirigí a los otros-, pero sí, llamadme Vila, que cuesta menos y ya estoy resignado. Y de vedette y de necrófilo tengo lo que él de diplomático.

Les estreché las manos. Jimena forzó una sonrisa y Cruz me pareció un poco más distante. Ambos estaban ahí porque Robles los había convocado, pero me hice cargo de que era un viernes por la tarde y el plan no era lo que más debía de apetecerles a aquellas alturas de la semana. Les invité a sentarnos sin más demora para abreviar el asunto.

Les expliqué someramente las circunstancias de la investigación y por qué me había parecido oportuno hablar con ellos. La cabo primero me escuchaba con atención, pero en el policía advertí desde el principio una especie de suficiencia, no supe bien si la que suele aquejar a algunos policías de la escala superior frente a los guardias a quienes no consideran sus iguales (o lo que es lo mismo, todos los que somos algo por debajo de oficial) o la que en general tiende a sentir el policía especializado en algo frente a otro policía que es profano en su materia y le pregunta por ella, como era el caso. A mis insinuaciones sobre la posibilidad de que los trabajos periodísticos que había hecho o preparaba Neus sobre el mundo de la prostitución barcelonesa pudieran estar relacionados con el crimen, Cruz replicó, algo despectivo:

– Lo que estuviera preparando, lo desconozco, pero no sé si has visto el reportaje que pasó en su programa.

– Tengo el deuvedé, todavía no he podido.

Cruz meneó la cabeza.

– Nada de nada -opinó-. Tres o cuatro generalidades, unas cuantas entrevistas con la cara borrosa y voz distorsionada diciendo lo que todo el mundo sabe y, eso sí, una música muy siniestra y un montaje muy efectista para que la historia impresionara mucho. Pero para mí que lo hicieron llamando a cuatro o cinco anuncios por palabras del periódico y convenciendo a la lumi de turno para que se pusiera melodramática en su testimonio. Cuando no a fabular, como la presunta prostituta de alto nivel, que por cierto no pasaría de 1.60.

Observé el efecto del chiste en Jimena, que no superaba en demasiados centímetros aquella estatura. Se mantuvo imperturbable.

– Entonces, no os parece que ahí tengamos algo que rascar.

Cruz se encogió de hombros.

– Hombre, apenas sé del caso lo que acabas de contarnos, no me puedo poner a valorar probabilidades con mucha base. Pero lo que sí te puedo decir es que el contenido de ese reportaje no es una amenaza para nadie, y menos para alguien que pudiera tomar una decisión tan fuerte como quitarla de en medio. Aquí el grueso de este negocio se mueve a gran escala. Una buena parte está en manos de gente que lo lleva con una seriedad acojonante, en fin, en plan catalán, no te digo más. Pagando impuestos, Seguridad Social, con extranjeras perfectamente legalizadas y pidiendo todas las licencias a las autoridades locales. Ésos no tienen nada que temer, ya se arreglan para ser respetados por la comunidad por la pasta que mueven, la riqueza que crean y el servicio que prestan. Y los otros, los de las mafias, los que pululan por el lado oscuro, no salieron en el reportaje ni de refilón. Porque acercarse a ellos y a sus chicas es algo que requiere un reportero más intrépido de lo que podía ser una Neus Barutell, acostumbrada ya desde hace años a no oler más que a Chanel y a pisar sólo moqueta.

Consulté con la mirada a la cabo primero.

– Sí, yo también vi el reportaje, y básicamente estoy de acuerdo con lo que dice el compañero -observó-. No era demasiado revelador. No se acercaba a la gran industria digamos regular, a los macroprostíbulos con cientos de chicas que tenemos por ejemplo en nuestra zona, y apenas apuntaba vaguedades respecto a los malos de verdad, los del Este que traen menores para explotarlas en vivo y on line. Quiero decir, que las prostituyen aquí y a la vez, venden su imagen por Internet.

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