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– Te felicito. Pero mañana el juego será un poco más tenso. Y tienes que arreglártelas para que se quede ahí pegado un buen rato.

– No lo dudes. Me las arreglaré.

Creí llegado el momento de poner al tanto a mis superiores. Llamé primero a Pereira, porque con él tenía que seguir viviendo después de aquel caso y sabía que no me disculparía que diera un paso de tamaño calibre sin debatirlo previamente con él. Él sí estaba viendo el partido, por lo que se oía de fondo, y me pareció que, pese a lo trascendental que pudiera ser lo que le estaba contando, me atendía con la atención dividida. Al día siguiente me enteraría de que el Madrid había empezado encajando un gol y terminado empatando por los pelos, todo ello en el Santiago Bernabéu, y me hice cargo de su dispersión. Por lo menos, dio en aprobar mi plan y me autorizó a llamar a la juez.

A mi respetada señoría doña Carolina Perea la cogí en su casa, escuchando música de blues y acaso leyendo un libro o estudiando un expediente de su recién asumido juzgado. Lo primero puedo afirmarlo porque también lo oí, lo otro es mi conjetura basada en que al principio, igual que Pereira, me pareció algo ausente. Pero en cuanto le hube dibujado a grandes rasgos el panorama, se implicó a fondo.

– Visto, sargento. Dígame, acciones.

Aquella fe en mí, aquella energía, y por añadidura, la voz clara y cristalina con que me decía todo, me desarmaban. Que yo recordara, era la primera vez que me sentía seducido por una mujer que ejercía la función jurisdiccional. ¿Se trataba de una perversión? ¿Podía achacarla a la edad, al aburrimiento, a la nunca extinta sed de aventura?

Todas estas cuestiones me parecían fascinantes, pero por desgracia hube de descender a territorios mucho más prosaicos.

– Necesitaríamos tener intervenida esta cuenta de correo electrónico lo antes posible -le dije.

– Mañana yo estaré en el juzgado a las siete de la mañana. Mándeme en un mensaje a la dirección del juzgado los datos de la cuenta y a las ocho, como tarde, tienen el fax ordenándolo. ¿Le vale?

Juárez, el informático, cuyos contactos y ciencia necesitábamos para que la orden fuera eficaz, no estaría antes de esa hora en su puesto.

– De sobra.

– Pues cuente con ello -me garantizó-. ¿Entiendo que lo del teléfono que nos faltaba por intervenir le sigue interesando, o ya no? Se lo digo para gastarme apretándole las tuercas al lechuguino de la compañía telefónica o dedicarme a otras cosas. Ando un poco desbordada.

– Si puede, nos sigue interesando.

– Lo persigo, entonces. ¿Algo más?

– De momento esto basta. Si hay que entrar en domicilio o algo…

– Me lo pide. Para usted, estaré a tiro de móvil permanentemente. Además, mañana no tengo vistas. Llámeme siempre desde ese número de teléfono, será el único que coja en cualquier situación.

Me encantaba. Hasta tal punto que me dije que debía vigilarme.

– Gracias. A sus órdenes, señoría.

– Gracias a usted, sargento. Buenas noches.

La mañana siguiente fue trepidante. A las ocho menos cinco teníamos en nuestro poder el fax que nos autorizaba a fisgar todas las miserias de pab_penya_ 79, y a las ocho y cuarto ya se lo habíamos retransmitido a Juárez, con el requerimiento de que forzara la máquina con su contacto en el proveedor de Internet y fuera montando el dispositivo técnico necesario para localizar en tiempo real desde dónde se conectaba nuestro objetivo. Le pedí que iniciara la vigilancia cuanto antes, tan pronto como tuviera acceso, por si nuestro hombre usaba la cuenta antes de su cita con Chamorro. Entre tanto, también nos desbloquearon el acceso al teléfono móvil que nos faltaba, aunque nuestro gozo al respecto se vio enfriado cuando al cabo de dos horas no dio ninguna señal de vida. En vista del fiasco, autoricé a Gil y a Ponce para que fueran a ver a Gervasi Sánchez, el pelirrojo usuario de la única línea telefónica cuyas comunicaciones habíamos conseguido interceptar, y trataran de averiguar qué le relacionaba con Neus y de qué habían hablado el día de su muerte hacia las doce de la mañana.

Gil y Ponce cumplieron el encargo con presteza: tras entrevistarse con él, me llamaron para contarme que Gervasi juraba no haber hablado con Neus más que esa vez en su vida y que parecía sincero. La razón, que al propio Gervasi le había sorprendido: Neus le había llamado por recomendación de alguien que la había informado de que en cierta ocasión el joven periodista había hecho para la televisión local un reportaje sobre clubes de alterne. Le preguntó direcciones y le pidió contactos, que Gervasi le prometió, pero nunca llegó a darle, porque lo siguiente que supo de ella fue la noticia de su asesinato. Recibí todas aquellas novedades, que en otras circunstancias habrían ocupado por entero mi atención, como si formaran parte del ruido de fondo. Algún resorte seguía, no obstante, funcionando en mí para hacer que no perdiera la mínima diligencia policial exigible. Pedí a Gil y a Ponce que trataran de contrastar la historia con Meritxell. Apenas una hora después, cuando ya nos íbamos a comer, volvió a llamarme Gil:

– La señorita Pepis lo confirma. Que Neus hizo la llamada en su presencia. Y que la hizo con su móvil y personalmente para agilizar la gestión. Que Neus era así, dice, que no se le caían los anillos por hacer lo que hubiera que hacer. A mí me ha convencido, y conmovido.

– No seas malo, Gil -le reprendí-. Volved acá echando cohetes.

– Susórdenes, mi sargento.

Después de la comida organizamos una reunión de coordinación. Vinieron también Cantero y Vendrell. La idea era sencilla en su planteamiento, pero en función de las circunstancias podía resultar complicada de ejecutar. Había que fijar la posición del sospechoso, con la aproximación que nos permitiera el tipo de conexión a Internet que utilizara, y después controlar el área y buscarle con la información de que disponíamos sobre él. Si le ubicábamos en un domicilio particular, y considerábamos que debíamos entrar y sorprenderle, nos tocaría pasar antes por el trámite de la orden de entrada y registro, obtenida sobre la marcha. No podíamos arriesgarnos a cometer un error y allanar la morada de alguien sin tener cobertura judicial para ello.

– Puedo hacer como la otra vez. Poner una docena de hombres a tu disposición -me ofreció Cantero-. ¿Bastará?

– Si hay suerte, puede que incluso sobre.

El capitán no comprendió.

– ¿Si hay suerte?

– Si está en un establecimiento público. Cuéntale, Chamorro.

– Sé que no es definitivo, porque nada garantiza que me dijera la verdad -explicó mi compañera-. Pero ayer me contó que hablaba conmigo desde un cibercafé que hay en su barrio, que tiene buenos ordenadores y donde le dan auriculares para que el sonido no llegue a oídos indiscretos. Si no me mintió, y si esta noche por lo que sea no le da por quedarse en casa, tal vez podríamos agarrarle ahí.

– Ojalá -dijo Cantero-. Eso sería un chollo.

– Pues rezad, los que creáis -rogué.

Por la tarde tuvimos una novedad relevante. El teléfono móvil que habíamos intervenido por la mañana despertó de pronto. Apareció en la zona de Sant Cugat, y pudimos oír esta conversación:

– Cómo va. Soy Luis.

– Ya, ya te tengo fichado. El teléfono me lo chiva.

– ¿Te pillo bien?

– Sí, aquí estoy, leyendo el guión para la prueba.

– ¿Cuándo la tienes?

– Mañana, tú, qué nervios.

– O sea, que hoy no te meneas.

– Pues me da que no. ¿Me ibas a ofrecer algún plan?

– Psé. Se me había ocurrido que nos divirtiéramos juntos esta noche con una paridilla que me he montado.

– Qué paridilla.

– Si no vas a venir, para qué voy a contártelo, tía.

– Qué borde eres. Si no estuvieras tan bueno, te iban a dar.

– Ya lo sé.

– Y tú, ¿dónde andas?

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