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– Tú qué crees. Cortárnosla.

– Eso tú, si acaso. También podemos poner a Vinuesa a mirar fotos.

– Sí. ¿Recortas tú en papel de plata la forma de las gafas de sol de espejo para ponerla encima de los caretos y que se haga más idea?

– Pues, tú dirás. Eres el jefe.

– Hay momentos en que eso es una putada. Se me ocurre ver dónde está la cabina: si ese Jaime le llamaba regularmente desde ella, puede significar algo. Y habrá que investigar el número de móvil, claro. Con nuestra suerte, será de la operadora para la que trabaja el señor López-Tuñón, y no donde está empleada esa amiga tuya tan maja.

– Seamos optimistas, hombre.

Volvimos a la sala de operaciones, donde nos encontramos a Rubio, Tena y los otros dos guardias de Zaragoza, arremolinados en torno al equipo de escuchas telefónicas. El sargento me explicó por qué:

– El móvil dormido. El que nos faltaba, de los tres con los que habló Neus el último día. Se ha despertado de pronto. Está en la zona de Hospitalet y le hemos interceptado una conversación, muy corta.

– ¿Sobre qué?

Rubio se encogió de hombros.

– Ni castaña. Idioma raro. Uno de los chavales dice que le suena a rumano. Por eso hemos entretenido un poco a Radoveanu.

– Ya sabes que es una irregularidad. Tendríamos que traer a un intérprete, y no compartir la información con un testigo.

– Ya, ya lo sé. Pero la diferencia entre una cosa y otra es saberlo ya o mañana. Y yo creo que éste es buen chaval y no va a contarlo.

Si uno cumpliera siempre los reglamentos, no sólo viviría una vida mucho más aburrida, sino que perdería una buena parte de las oportunidades que se presentan de resolver los problemas. Así que me acerqué a Radoveanu y le propuse el trato. Si nos traducía aquello, le daba cincuenta euros. Luego ya vería cómo los justificaba. En último extremo, pensé, podía pedírselos prestados a Vinuesa de los cuatrocientos que llevaba en la cartera. Con todos los ingresos extra que afirmaba haber tenido en los últimos tiempos, bien podía estirarse. El rumano consideró mi propuesta y debió de advertir que no era muy ortodoxa. Pero le había caído bien, o le convenía ganarse cincuenta euros.

– Con mucho gusto, sargento -dijo, trincando el billete.

Le llevé junto al ordenador. Le pedí a Gil, que era el que mejor lo controlaba, que fuera poniendo la conversación fragmento a fragmento, cortando después de cada intervención para que Radoveanu nos la fuera traduciendo y pudiéramos apuntar lo que nos dijera.

– Alo?-iniciaba una voz masculina.

– Dice que diga -tradujo Radoveanu.

– Stefan -entraba a continuación una apurada voz femenina, la de quien llamaba desde el teléfono intervenido.

– Dice Stefan, un nombre propio.

– Cine e?

– Él dice quién es.

– Sunt eu, Cãtã.

– Ella dice soy yo, Cata. Supongo que otro nombre, Cata, de Catalina.

– De ce mã suni aici? Doar ti-am spus cã…

– Él dice por qué me llamas aquí, te dije que… Y se corta la frase.

– Stefane, au venit sã mã ia, a înebunit de tot, vorbeste cu el, te rog, cu…

– Ella dice Stefan vienen por mí, se ha vuelto loco, habla con él, por favor, con… Pero no llega a decir con quién quiere que él hable.

– Îmi pare rãu, n-am cum sã te ajut, trebuia sã te gândesti înainte.

– Él dice lo siento, yo no puedo ayudarte, haberlo pensado antes.

– Stefane, Stefane…

– Ella dice Stefan, Stefan…

Y eso era todo. En ese punto Stefan colgaba y se acababa la conversación. Miré la pantalla. El teléfono seguía inmovilizado en Hospitalet. Trataba de pensar a toda prisa, pero de repente me encontraba torpe y disperso. Todo se me había escapado de control, y me costaba mucho asimilar que donde creía tener un asunto resuelto volvía a estar todo manga por hombro. En esas situaciones, lo mejor es ir paso a paso.

– ¿Lo tienes todo apuntado? -le pregunté a Chamorro.

– Sí, mi sargento.

– Muy bien, Gheorghe, muchas gracias y perdone por haberle entretenido. Mis compañeros lo llevarán de vuelta a casa.

– De nada. No sé quién es esa chica, pero me parece muy asustada.

– Sin entender ni jota de rumano, a mí también. Buen viaje.

Cuando se lo hubieron llevado, me encaré con el equipo.

– A ver, hay que repartirse la tela, que nos sobra. Un tío, o tía, tiene que estar pendiente de esa pantalla. Algún voluntario.

– Gil -dijo Ponce-. Es el que mejor se conoce el programa.

– Vale. A ver, tú, Chamorro. Ocúpate de recuperar esos dos números de teléfono de la memoria del móvil de Vinuesa y me los investigas. Si el móvil es de la compañía de tu amiga y puede ayudarnos antes de recibir la orden judicial, te autorizo a prometerle que nunca denunciarás su delito. Si no, llama al juzgado y sal adelante como puedas.

– Entendido -dijo mi compañera.

– Rubio, tú y Tena, en un coche. Ponce, tú y yo, en otro.

– ¿Rumbo adónde? -preguntó Rubio.

– Adónde va a ser -repuse-. A L'Hospitalet. Tenemos que buscar a una tía con pinta de rumana y de estar cagándose la pata abajo, en un radio de cien metros del punto que señala el cacharro ese.

– ¿Y con eso tú crees que podremos pillarla?

– Puedo hacer una apuesta. Que será rubia teñida, tez bronceada, relativamente alta, y con tetas tirando a generosas.

– Joder, ¿se lo nota en la voz, mi sargento? -dijo Ponce, fascinado.

– No, es que tengo poderes. Ya os lo explicaré. Vamos.

Dejé a Ponce que condujera. Rubio y Tena partieron tras nosotros. El tráfico empezaba a engordar, pero en dirección de entrada a la ciudad no era demasiado denso. Cubrimos el trayecto en unos veinte minutos. Cuando llegamos a la altura de L’Hospitalet, Ponce me informó:

– Hay varias entradas, ahora necesito saber adónde vamos.

Llamé a Gil.

– Dame posición exacta del teléfono.

– Se ha movido. Ahora está en…

– Espera, le pongo el teléfono en la oreja a Ponce. Explícale.

Ponce le fue pidiendo detalles a Gil. Al cabo de medio minuto, alzó el pulgar para darme a entender que lo tenía. Recobré el teléfono.

– Gil, si se aparta de donde está ahora quiero novedades inmediatas. Me llamas siempre a mí. Dejo la línea libre. ¿Lo tienes claro?

– Transparente, mi sargento.

Ponce empezó a callejear por un barrio de bloques ajados y calles más bien estrechas. Por eso, y por la vida que discurría a borbotones por las aceras, bajo rostros de todos los colores y expresiones, se veía que no estábamos precisamente en el mundo de Neus Barutell. Toda una paradoja, que investigando su muerte fuéramos a parar allí.

– Aquí es -dijo Ponce-. Esta plaza.

Un lugar lleno de gente. Niños jugando, viejos sentados en los bancos, mujeres charlando en corros, adolescentes fumando.

– Para aquí.

Me bajé y fui a hablar con Rubio y Tena, que habían parado detrás.

– Aparcad donde podáis. Vamos a desplegarnos por la plaza para buscarla. Si alguno da con algo, que me avise al móvil.

Pocas cosas hay más ingratas que tratar de encontrar a una persona entre la multitud: aun si uno la conoce bien y está seguro de que podrá identificarla si se tropieza con ella. Barrimos aquel espacio con los ojos abiertos de par en par, sin saber siquiera si la mujer podía estar justo en la plaza o en alguna de las calles aledañas, o si el pequeño desfase temporal con que recibíamos la señal de su posición no le habría permitido ya alejarse a doscientos o trescientos metros de allí. Mientras escrutaba aquella masa de rostros, sonó mi teléfono móvil.

– Mi sargento, lo siento -dijo un mustio Gil.

– ¿Qué? ¿Qué es lo que sientes?

– Lo ha apagado. Señal desvanecida.

– Dios, me cago en…

Avisé a los demás. Aún estuvimos dando vueltas por allí durante media hora más, hasta que me convencí de que no servía de nada. Era como buscar una aguja en un pajar. Ordené el repliegue.

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