Литмир - Электронная Библиотека
A
A

La casa se hundía, sí, y el señor Lucas se alimentaba de esas ruinas, como un gallinazo de basuras. Los vasos y los floreros rotos ya no se reponían pero él estrenaba ternos. La señora les contaba tragedias a los cobradores de la bodega y la lavandería, pero él apareció con un anillo el día de su cumpleaños y en Navidad el Niño Dios le trajo un reloj. Nunca estaba triste ni enojado: abrieron un restaurant en Magdalena ¿vamos, canno? Se levantaba tarde y se instalaba en la sala a leer el periódico. Amalia lo veía, buen mozo, risueño, en su bata color vino, los pies sobre el sofá, canturreando, y lo odiaba: escupía en su desayuno, echaba pelos en su sopa, en sueños lo hacía triturar por trenes.

Una mañana, al volver de la bodega, encontró a la señora y a la señorita que salían, en pantalones, con bolsas. Iban al baño turco, no volverían a almorzar, que le comprara una cerveza al señor al mediodía. Partieron y al ratito Amalia sintió pasos; ya se despertó, querría su desayuno. Subió y el señor Lucas, con saco y corbata, estaba metiendo apurado sus ropas en una maleta. Se iba de viaje a provincias, Amalia, cantaría en teatros, volvería el próximo lunes, y hablaba como si ya estuviera viajando, cantando. Le entregas esta cartita a Hortensia, Amalia, y ahora llámame un taxi. Amalia lo miraba boquiabierta. Por fin salió del cuarto, sin decir nada. Consiguió un taxi, bajó la maleta del señor, adiós Amalia, hasta el lunes. Entró a la casa y se sentó en la sala, agitada. Si siquiera estuvieran aquí doña Símula y Carlota cuando le diera la noticia a la señora. No pudo hacer nada toda la mañana, sólo mirar el reloj y pensar. Eran las cinco cuando el carrito de la señorita Queta paró en la puerta. La cara pegada a la cortina las vio acercarse, muy frescas, muy jóvenes, como si en el baño turco no hubieran perdido peso sino años, y abrió la puerta y le comenzaron a temblar las piernas. Entra, chola, dijo la señora, tómate un cafecito, y entraron y tiraron al sofá las bolsas. Qué pasaba, Amalia. El señor se había ido de viaje, señora, y el corazón le latió fuerte, le había dejado una cartita arriba. No cambió de color, no se movió. La miraba muy quieta, muy seria, por fin le tembló un poquito la boca. ¿De viaje?, ¿Lucas de viaje?, y antes que Amalia contestara dio media vuelta y subió las escaleras, seguida por la señorita Queta. Amalia trataba de oír. No se había puesto a llorar, o lloraría calladita.

Oyó un rumor, un trajín, la voz de la señorita: ¡Amalia! El closet estaba abierto de par en par, la señora sentada en la cama. ¿No es cierto que dijo que volvía, Amalia?, la fulminó la señorita con los ojos. Sí señorita, y no se atrevía a mirar a la señora, el lunes volvía y se daba cuenta que tartamudeaba. Quiso pegarse una escapada con alguna, dijo la señorita, se sentía amarrado con tus celos chola, vendría el lunes a pedir perdón. Por favor, Queta, dijo la señora, no te hagas la idiota. Mil veces mejor que se largara, gritó la señorita, te libraste de un vampiro, y la señora la calmó con la mano: la cómoda, Quetita, ella no se atrevía a mirar. Sollozó, se tapó la cara, y la señorita Queta ya había corrido y abría cajones, revolvía, tiraba cartas, frascos y llaves al suelo, ¿viste que se llevaba la cajita roja, Amalia?, y Amalia recogía gateando, ay Jesús, ay señorita, ¿no viste que se llevaba las joyas de la señora? Eso sí que no, llamarían a la policía, no te iba a robar chola, lo harían meter preso, las devolvería. La señora lloraba a gritos y la señorita mandó a Amalia a preparar un café bien caliente. Cuando volvía con la bandeja, temblando, la señorita estaba hablando por teléfono: usted conoce gente, señora Ivonne, que lo buscaran, que lo pescaran. La señora estuvo toda la tarde en su cuarto, conversando con la señorita, y al anochecer vino la señora Ivonne. Al día siguiente se presentaron dos tipos de la policía y uno era Ludovico.

Se hizo el que no conocía a Amalia. Los dos le hacían preguntas y preguntas sobre el señor Lucas y al final tranquilizaron a la señora: recuperaría sus joyas, era cuestión de unos días.

Fueron unos días tristes. Antes las cosas iban mal pero desde entonces todo fue peor, pensaría Amalia después. La señora estaba en cama, pálida, despeinada y sólo tomaba sopitas. Al tercer día la señorita Queta se fue. ¿Quiere que suba mi colchón a su cuarto, señora? No, Amalia, duerme en el tuyo nomás. Pero Amalia se quedó en el sofá de la sala, envuelta en su frazada.

En la oscuridad, sentía su cara húmeda. Odiaba a Trinidad, a Ambrosio, a todos. Cabeceaba y se despertaba, tenía pena, tenía miedo, y en una de ésas vio luz en el pasillo. Subió, pegó el oído a la puerta, no se oía nada, y abrió. La señora estaba tumbada en la cama, sin taparse, los ojos abiertos: ¿la estaba llamando, señora? Se acercó, vio el vaso caído, los ojos en blanco de la señora. Corrió a la calle, gritando. Se había matado, y tocaba el timbre del lado, se había matado, y pateaba la puerta. Vino un hombre en bata, una mujer, le daban cachetadas a la señora, le apretaban el estómago, querían que vomitara, telefoneaban. La ambulancia llegó ya casi de día. La señora estuvo una semana en el Hospital Loayza.

El día que fue a visitarla, Amalia la encontró con la señorita Queta, la señorita Lucy y la señora Ivonne.

Pálida y flaquita, pero más resignada. Aquí está mi salvadora, bromeó la señora. ¿Cómo le digo que no hay ni para comer?, pensaba ella. Felizmente, la señora se acordó: dale algo para sus gastos, Quetita. Ese domingo, fue a buscar a Ambrosio al paradero y lo trajo a la casa. Ya sabía que la señora quiso matarse, Amalia.

¿Y cómo sabía? Porque don Fermín le estaba pagando el hospital. ¿Don Fermín? Sí, ella lo había llamado y él, tan caballero, al verla en esa situación, se había compadecido y la estaba ayudando. Amalia le preparó de comer y después oyeron radio. Se acostaron en el cuarto de la señora y a Amalia le vino un ataque de risa que no le paraba. Para eso eran los espejos, para eso, qué bandida la señora, y Ambrosio tuvo que sacudirla de los hombros y reñirla, enojado con sus carcajadas. No había vuelto a hablar de la casita ni de casarse, pero se llevaban bien ella y él, nunca peleaban. Hacían siempre lo mismo: el tranvía, el cuartito de Ludovico, el cine, alguna vez uno de esos bailes. Un domingo Ambrosio tuvo un lío en un restaurant criollo de los Barrios Altos porque unos borrachos entraron gritando ¡Viva el Apra! y él ¡Muera!. Se acercaban las elecciones y había manifestaciones en la plaza San Martín. El centro estaba lleno de carteles, carros con altoparlantes, ¡Vota por Prado, tú lo conoces! decían en la radio, volantes, cantaban ¡Lavalle es el hombre que quiere el Perú! con musiquita de vals, fotos y a Amalia se le pegó la polquita ¡Adelante con Belaúnde! Habían vuelto los apristas, en los periódicos salían fotos de Haya de la Torre y ella se acordaba de Trinidad. ¿Lo quería a Ambrosio? Sí, pero con él no era como con Trinidad, con él no había esos sufrimientos, esas alegrías, ese calor como con Trinidad. ¿Por qué quieres que gane Lavalle?, le preguntaba, y él porque don Fermín estaba con él. Con Ambrosio todo era tranquilo, somos dos amigos que además nos acostamos se le ocurrió una vez. Se le pasaban meses sin visitar a la señora Rosario, meses sin ver a Gertrudis Lama ni a su tía. Durante la semana iba guardando en la cabeza todo lo que ocurría y el domingo se lo con taba a Ambrosio, pero él era tan reservado que a veces ella se enfurecía. ¿Cómo estaba la niña Teté?, bien, ¿y la señora Zoila?, bien, ¿había vuelto a la casa el niño Santiago, no, ¿lo extrañaban mucho?, sí, sobre todo don Fermín. ¿Y qué más, y qué más? Nada más.

A veces, jugando, ella lo asustaba: voy a ir a visitar a la señora Zoila, voy a contarle a la señora Hortensia lo nuestro. Él echaba espuma: si vas te arrepentirás, si le cuentas no nos veremos nunca más. ¿Por qué tanto escondite, tanto misterio, tanta vergüenza? Era raro, era loco, tenía manías. ¿Sentirías la misma pena que por Trinidad si se muere Ambrosio?, le preguntó Gertrudis una vez. No, lo lloraría pero no le parecería que se acabó el mundo, Gertrudis. Será porque no hemos vivido juntos, pensaba. Tal vez si le hubiera lavado la ropa, si se enfermaba sería distinto.

97
{"b":"100440","o":1}