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¿A quién crees que escogerá?, chisporroteaba Carlota. Era cierto, la señora tenía para escoger: a diario llovían llamadas, a veces traían flores con tarjetitas que la señora le leía por teléfono a la señorita Queta.

Escogió a uno que venía cuando el señor, uno que Amalia creía tenía sus cosas con la señorita Queta. Qué pena, un viejo, decía Carlota. Pero ricacho, alto y de buena planta. Por su cara rosada y sus pelos blancos no provocaba decirle señor Urioste sino abuelito, papá, se reía Carlota. Muy educado, pero se le subían las copas y se le saltaban los ojos y se abalanzaba sobre las mujeres. Se quedó a dormir una vez, dos, tres, y desde entonces amanecía con frecuencia en la casita de San Miguel y partía a eso de las diez, en su autazo color ladrillo. El ancianito te dejó por mí, decía riéndose la señora, y la señorita Queta riéndose: a éste exprímelo, cholita. Se burlaban del pobre a su gusto. ¿Todavía te responde, chola? No, pero mejor, así te engaño menos, Quetita. No había duda, estaba con él por puro interés. El señor Urioste no inspiraba antipatía y miedo como don Cayo, más bien respeto, y hasta cariño cuando bajaba las escaleras con los cachetes rozagantes y los ojos fatigados, y le ponía a Amalia unos soles en el delantal. Era más generoso que don Cayo, más decente. Así que, cuando a los pocos meses dejó de venir, Amalia, pensando, le dio la razón ¿porque era viejito se iba a dejar engañar? Se enteró de lo de Pichón, le dio un ataque de celos y se largó, le dijo la señora a la señorita, ya volverá mansito como una oveja. Pero no volvió.

¿Sigue tan triste la señora?, le preguntó Ambrosio un domingo. Amalia le contó la verdad: ya se había consolado, tenido un amante, peleado con él, y ahora dormía con hombres distintos. Pensó que él le diría ¿ves, no te dije? y que quizás le ordenaría no trabajes más ahí. Pero sólo encogió los hombros: estaba ganándose los frejoles, allá ella. Tuvo ganas de contestarle ¿y si yo hiciera lo mismo te importaría? pero se aguantó. Se veían todos los domingos, iban al cuartito de Ludovico, a veces se encontraban con él y les invitaba un lonche o unas cervecitas. ¿Tuvo un accidente?, le preguntó Amalia el primer día que lo vio vendado.

Me accidentaron los arequipeños, se rió él, ahora no es nada, estuve peor. Parece feliz, le comentó Amalia a Ambrosio, y él: porque gracias a esa paliza lo habían metido al escalafón, Amalia, ahora ganaba más en la policía y era importante.

Como la señora apenas paraba en la casa, la vida era más descansada que nunca. En las tardes, con Carlota y Símula se sentaba a oír los radioteatros, discos.

Una mañana, al subir el desayuno a la señora, encontró en el pasillo una cara que la hizo perder la respiración. Carlota, bajó corriendo excitadísima, Carlota, uno joven, uno buenmocísimo, y cuando lo vio agárrame que me derrito, dijo Carlota. La señora y él bajaron tarde, Amalia y Carlota lo miraban aleladas, sofocadas, tenía una pinta que mareaba. También la señora parecía hipnotizada. Toda lánguida, toda cariñosa, toda engreimientos y coqueterías, le daba a la boca con su tenedor, se hacía la niñita y lo despeinaba, le secreteaba en el oído, amorcito, vidita, cielo. Amalia no la reconocía, tan suavecita, y esas miraditas y esa vocecita.

El señor Lucas era tan joven que hasta la señora parecía vieja a su lado, tan pintón que Amalia sentía calor cuando él la miraba. Moreno, dientes blanquísimos, ojazos, un caminar de dueño del mundo. Con él no era por interés, le contó Amalia a Ambrosio, el señor Lucas no tenía medio. Era español, cantaba en el mismo sitio que la señora. Nos conocimos y nos quisimos, le confesó la señora a Amalia, bajando los ojos. Lo quería, lo quiere. A veces el señor y la señora, jugando, cantaban a dúo y Amalia y Carlota que se casaran, que tuvieran hijos, se veía a la señora tan feliz.

Pero el señor Lucas se vino a vivir a San Miguel y sacó las uñas. No salía casi nunca antes del anochecer y se las pasaba echado en el sofá, ordenando tragos, café. Ninguna comida le gustaba, a todo ponía peros y la señora reñía a Símula. Pedía platos rarísimos, qué carajo será gazpacho oyó gruñir Amalia a Símula, era la primera lisura que le oía. La buena impresión del primer día se fue borrando y hasta Carlota empezó a detestarlo. Además de caprichoso, resultó fresco. Disponía de la plata de la señora a sus anchas, mandaba a comprar algo y decía pídele a Hortensia, es mi banco. Además, organizaba fiestecitas cada semana, le encantaban. Una noche Amalia lo vio besando a la señorita Queta en la boca. ¿Cómo podía ella siendo tan amiga de la señora, qué habría hecho la señora si lo pescaba? Nada, lo hubiera perdonado. Estaba enamoradísima, le aguantaba todo, una palabrita de cariño de él y se le iba el malhumor, rejuvenecía.

Y él se aprovechaba de lo lindo. Los cobradores traían cuentas de cosas que el señor Lucas compraba y la señora pagaba o les contaba historias fantásticas para que volvieran. Ahí se dio cuenta Amalia por primera vez que la señora pasaba apuros de plata. Pero el señor Lucas no se daba, cada día pedía más. Andaba muy elegante, corbatas multicolores, ternos entallados, zapatos de gamuza. La vida es corta cariño, se reía, hay que vivirla cariño, y abría los brazos. Eres un bebe, amor, decía ella. Cómo está, pensaba Amalia, el señor Lucas la había vuelto una gatita de seda. La veía acercarse llena de mimos al señor, arrodillarse a sus pies, apoyar su cabeza en las rodillas de él, y no creía. La oía hazme caso corazón, rogándole tan dulcecito, un cariño a tu viejecita que te quiere tanto, y no creía, no creía.

En los seis meses que el señor Lucas pasó en San Miguel, las comodidades fueron desapareciendo. El repostero se vació, el frigidaire se quedó con la leche y las verduras del día, los pedidos a la bodega acabaron.

El whisky pasó a la historia y ahora en las fiestecitas se tomaba pisco con ginger-ale y bocaditos en vez de platos criollos. Amalia le contaba a Ambrosio y él se sonreía: un cafichito el tal Lucas. Por primera vez la señora se ocupaba de las cuentas, Amalia se reía por adentro viendo la cara de Símula cuando le reclamaba los vueltos. Y un buen día Símula anunció que ella y Carlota se iban. A Huacho, señora, abrirían una bodeguita. Pero la noche antes de la partida, viendo a Amalia tan apenada, Carlota la consoló, mentira, no se iban a Huacho, seguiremos viéndonos. Símula había encontrado una casa en el centro, ella sería cocinera y Carlota muchacha. Tienes que irte tú también, Amalita, mi mamá dice que esta casa se hunde. ¿Se iría? No, la señora era tan buena. Se quedó y más bien se dejó convencer de que hiciera la cocina, ganaría cincuenta soles más. Desde entonces casi nunca comían en casa los señores, mejor vámonos a cenar afuera cariño. Como no sé cocinar mi comida se le atraganta, le contaba Amalia a Ambrosio, bien hecho. Pero el trabajo se triplicó: arreglar, sacudir, tender camas, lavar platos, barrer, cocinar. La casita ya no andaba ordenada y flamante.

Amalia veía en los ojos de la señora cómo sufría cuando pasaba una semana sin baldear el patio, tres y cuatro días sin pasar el plumero por la sala. Había despedido al jardinero y los geranios se marchitaron y el pasto se secó. Desde que estaba en la casita el señor Lucas, la señorita Queta no se había vuelto a quedar a dormir, pero siempre venía, algunas veces con esa gringa, la señora Ivonne, que les hacía bromas a la señora y al señor Lucas: cómo están los tortolitos, los novios. Un día que el señor había salido, Amalia oyó a la señorita Queta riñendo a la señora: te está arruinando, es un vividor, tienes que dejarlo. Corrió al repostero; la señora escuchaba, encogida en el sillón, y de repente alzó la cara y estaba llorando. Sabía todo eso, Quetita, y Amalia sintió que ella también iba a llorar, pero qué iba a hacer, Quetita, lo quería, era la primera vez en su vida que quería de verdad. Amalia salió del repostero, entró a su cuarto y echó llave. Ahí estaba la cara de Trinidad, cuando se enfermó, cuando lo metieron preso, cuando se murió: No se iría nunca, siempre la acompañaría a la señora.

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