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Se le presentarían ahí de repente, juntos, figúrese, don Cayo sacaría su certificado y le diría nos hemos casado, ¿se da cuenta qué cara pondría el Buitre, don, qué era ese lío?

– ¿Están cazando ahí pericotes, Teniente? -con una sonrisa desabrida, Bermúdez señalaba el Parque Universitario-. ¿Qué pasa en San Marcos?

Barreras militares cerraban las cuatro esquinas del Parque Universitario y había patrullas de soldados con cascos, guardia de asalto y policías a caballo. Abajo la Dictadura, decían unos cartelones colgados de los muros de San Marcos; Sólo el Aprismo Salvará al Perú. La puerta principal de la Universidad estaba cerrada, y crespones de luto oscilaban en los balcones, y en los techos unas cabezas diminutas espiaban los movimientos de soldados y guardias. Las paredes del recinto universitario transpiraban un rumor que crecía y decrecía entre salvas de aplausos.

– Unos cuantos apristas andan metidos ahí desde el 27 de octubre -el Teniente hacía señas al oficial que comandaba la barrera de la avenida Abancay. Los búfalos no escarmientan.

– ¿Y por qué no les meten bala? -dijo Bermúdez-. ¿Así es como el Ejército ha comenzado la limpieza?

Un alférez de Policía se acercó al jeep, saludó, examinó el salvoconducto que le alcanzó el Teniente.

– ¿Cómo van esos subversivos? -dijo el Teniente, señalando San Marcos.

– Ahí, metiendo bulla -dijo el Alférez-. A ratos tiran sus piedritas. Pueden pasar, mi Teniente.

Los guardias apartaron los caballetes y el jeep atravesó el Parque Universitario. Sobre los ondulantes crespones había unas cartulinas blancas, Estamos de Duelo por la Libertad, y unas tibias y calaveras dibujadas con pintura negra.

– Yo les metería bala, pero el coronel Espina quiere rendirlos por hambre -dijo el Teniente.

– ¿Cómo andan las cosas en provincias? -dijo Bermúdez-. En el Norte habrá líos, me imagino. Ahí los apristas son fuertes.

– Todo tranquilo, eso de que el Apra controlaba el Perú era un gran cuento -dijo el Teniente-. Ya vio, los líderes corrieron a asilarse en las embajadas. Nunca se ha visto una revolución más pacífica, señor Bermúdez. Y esto de San Marcos se despachaba en un minuto si la superioridad quisiera.

No había despliegue militar en las calles del centro. Sólo en la plaza Italia aparecieron de nuevo soldados encasquetados. Bermúdez bajó del jeep, se desperezó, dio unos pasos, esperó al Teniente mirándolo todo con abulia.

– ¿No ha entrado nunca al Ministerio? -lo animó el Teniente-. El edificio es viejo pero hay oficinas elegantísimas. La del coronel tiene cuadros y todo.

Entraron y no habían pasado dos minutos cuando la puerta se abrió como si hubiera habido un terremoto adentro, y don Cayo y la Rosa salieron dando tumbos, y el Buitre detrás, sapos y culebras y embistiendo como un toro, algo macanudo dicen, don. Su furia no era contra la hija de la Túmula, a ella parece que no le pegaba, sólo a su hijo. Lo tumbaba de un puñetazo, lo levantaba de un patadón, y así hasta la Plaza de Armas. Ahí lo agarraron porque si no lo mataba. No se conformaba de que se le hubiera casado así, y siendo mocoso, y sobre todo con quién. Ni se conformó nunca, por supuesto, ni volvió a ver a don Cayo, ni a darle medio. Don Cayo tuvo que empezar a ganarse los frejoles para él y para la Rosa. Ni siquiera el colegio terminó el que el Buitre decía será el futuro cráneo. Si en vez del cura los hubiera casado un alcalde, el Buitre en un dos por tres arreglaba el asunto, pero ¿qué arreglo había con Dios, don? Siendo doña Catalina la beata que era, además. Consultarían, el cura les diría no hay nada que hacer, la religión es la religión y hasta que la muerte los separe. Así que al Buitre no le quedó más remedio que desesperarse. Dicen que le dio una paliza al curita que los casó, que después no querían darle la absolución y que de penitencia le hicieron pagar una de las torres de la nueva iglesia de Chincha.

O sea que hasta la religión sacó su lonja de este asunto, don. A la parejita el Buitre no la vio más. Parece que cuando se sintió morir preguntó ¿tengo nietos?

Tal vez si hubiera tenido lo hubiera perdonado a don Cayo, pero la Rosa no sólo se le había vuelto un cuco, don, para colmo no se llenó nunca. Dicen que para que su hijo no heredara, el Buitre comenzó a botar lo que tenía en borracheras y limosnas, que si la muerte no lo agarra desprevenido también hubiera regalado la casita que tenía detrás de la Iglesia. No le dio tiempo, don. ¿Que por qué siguió tantos años con la indiota?

Eso le decía todo el mundo al Buitre: se le pasará el camote y la mandará de nuevo donde la Túmula y usted recuperará a su hijo. Pero no lo hizo, por qué sería.

Por la religión no creo, don Cayo no iba a la iglesia.

¿Por hacer rabiar al padre, don? ¿Porque lo odiaba al Buitre, dice usted? ¿Para defraudarlo, para que viera cómo se hacían humo las esperanzas que tenía puestas en él? ¿Joderse para matar de decepción al padre? ¿Usted cree que por eso, don? ¿Hacerlo sufrir costara lo que costara, aunque sea convirtiéndose él mismo en basura? Bueno, yo no sé, don, si usted cree será por eso.

No se ponga así, don, si estábamos conversando de lo más bien, don. ¿Se siente mal? Usted no está hablando del Buitre y don Cayo sino de usted y del niño Santiago ¿no don? Está bien, me callo, don, ya sé que no está hablando conmigo. No he dicho nada, don, no se ponga así, don.

– ¿Cómo es Pucallpa? -dice Santiago.

– Un pueblito que no vale nada -dice Ambrosio-. ¿No conoce, niño?

– Me he pasado la vida soñando con viajar y sólo he ido hasta el kilómetro ochenta, una vez -dice Santiago-. Tú has viajado un poco, siquiera.

– En mala hora, niño -dice Ambrosio-. Pucallpa sólo me trajo desgracias.

– Quiere decir que te ha ido mal -dijo el coronel Espina-. Peor que al resto de la Promoción. No tienes un cobre y te has quedado de provinciano.

– No he tenido tiempo para seguirle la pista al resto de la Promoción -dijo Bermúdez, calmadamente, mirando a Espina sin arrogancia, sin modestia-. Pero, claro, a ti te ha ido mejor que a todos los demás juntos.

– El mejor alumno, el más inteligente, el más chancón -dijo Espina-. Bermúdez será Presidente y Espina su ministro decía el Tordo. ¿Te acuerdas?

– Ya entonces querías ser Ministro, de veras -dijo Bermúdez, con una risita agria-. Ya está, ya eres. ¿Estarás contento, no?

– No lo he pedido, no lo he buscado -el coronel Espina abrió los brazos con resignación-. Me lo han impuesto y lo he aceptado como un deber.

– En Chincha decían que eras un militar apristón, que habías ido a un coctail que dio Haya de la Torre -siguió sonriendo Bermúdez, sin convicción-. Y ahora, fíjate, cazando apristas como pericotes. Así decía el tenientito que me mandaste. Y, a propósito, ya va siendo hora de que me digas por qué tanto honor conmigo.

La puerta del despacho se abrió, entró un hombre de rostro circunspecto haciendo venias, con unos papeles en las manos, ¿podía, señor Ministro?, pero el coronel después doctor Alcibíades, lo inmovilizó con un gesto, que no los interrumpiera nadie. El hombre hizo otra venia, muy bien señor Ministro, y salió.

– Señor Ministro -carraspeó Bermúdez, sin nostalgia, mirando letárgicamente en torno-. Me parece mentira. Como estar sentado aquí. Como que seamos cincuentones ya los dos.

El coronel Espina le sonreía con afecto, había perdido mucho pelo pero los mechones que conservaba no tenían una cana, y su cobriza cara se mantenía lozana; paseaba despacio sus ojos por el rostro curtido e indolente de Bermúdez, por el cuerpo avejentado y ascético encogido en el vasto sillón de terciopelo rojo.

– Te fregaste por ese matrimonio absurdo -dijo, con voz dulzona y paternal-. Fue el gran error de tu vida, Cayo. Yo te lo previne, acuérdate.

– ¿Me has mandado buscar para hablarme de mi matrimonio? -dijo sin ira, sin ímpetu, la mediocre vocecita de siempre-. Una palabra más y me voy.

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