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– Para servirlo -dijo el hombre, como aburrido o disgustado-. ¿Hace mucho que me espera?

– Vaya haciendo sus maletas -dijo el Teniente, jovialmente-. Me lo llevo a Lima.

Pero el hombre no se inmutó. Su cara no sonrió, sus ojos no se sorprendieron ni alarmaron ni alegraron. Lo observaban con la misma monotonía indiferente de antes.

– ¿A Lima? -dijo despacio, las pupilas sin luz-. ¿Quién me necesita a mí en Lima?

– Nada menos que el coronel Espina -dijo el Teniente, con una vocecita triunfal-. El Ministro de Gobierno, nada menos.

La mujer abrió la boca, Bermúdez no pestañeó.

Permaneció inexpresivo, luego un amago de sonrisa alteró el soñoliento fastidio de su rostro, un segundo después sus ojos volvieron a desinteresarse y aburrirse. Le patea el hígado, pensó el Teniente, un amargado de la vida, con la mujer que se ha echado encima se comprende. Bermúdez tiró el maletín al sofá:

– De veras, ayer oí que Espina es uno de los Ministros de la Junta -sacó una cajetilla de Inca, ofreció un desganado cigarrillo al Teniente-. ¿No le dijo el Serrano para qué quiere verme?

– Sólo que lo necesita con urgencia -¿el Serrano?, pensó el Teniente-. Y que me lo lleve a Lima aunque tenga que ponerle una pistola en el pecho.

Bermúdez se dejó caer en un sillón, cruzó las piernas, arrojó una bocanada de humo que nubló su cara y cuando el humo se desvaneció, el Teniente vio que le sonreía como haciéndome un favor, pensó, como burlándose de mí.

– Está difícil que salga hoy de Chincha -dijo, con una disolvente flojera-. Hay un negocito que está por cerrarse en una hacienda de acá.

– Si a uno lo llama el Ministro de Gobierno, no se ponen peros -dijo el Teniente-. Hágame el favor, señor Bermúdez.

– Dos tractores nuevos, una buena comisión -explicaba Bermúdez a las moscas o agujeros o sombras-. No estoy para paseos a Lima, ahora.

– ¿Tractores? -el Teniente hizo un ademán irritado-. Piense un poco con la cabeza, por favor, y no perdamos más tiempo.

Bermúdez dio una pitada, entrecerrando los ojitos fríos, y expulsó el humo sin apuro.

– Cuando uno anda agobiado por las letras, no hay más remedio que pensar en los tractores -dijo, como si no lo oyera ni viera-. Dígale al Serrano que iré un día de éstos.

El Teniente lo miraba consternado, divertido, confundido: a este paso iba a tener que sacar la pistola y ponérsela en el pecho, señor Bermúdez, a este paso se iban a reír de él. Pero don Cayo, como si nada, don, se tiraba la vaca y caía por la ranchería y las mujeres lo señalaban, Rosa, se secreteaban y se le reían, Rosita, mira quién viene. La hija de la Túmula andaba sobradísima, don. Imagínese, que el hijo del Buitre se viniera hasta ahí para verla, creidísima. No salía a conversar con él, se respingaba, corría donde sus amigas, pura risa, puro coqueteo. A él no le importaba que la muchacha le hiciera desplantes, eso parecía calentarlo más. Una sabida de película la hija de la Túmula, don, y su madre ni se diga, cualquiera se daba cuenta pero él no. Aguantaba, esperaba, volvía a la ranchería, la cholita caería un día, negro, él fue el que cayó, don. ¿No ve que se le sobra en vez de agradecerle que se fije en ella, don Cayo? Mándela al diablo, don Cayo. Pero él como si le hubieran dado chamico, ahí detrás correteándola, y la gente comenzó a chismear.

Hay la mar de habladurías, don Cayo. A él qué mierda, él hacía lo que le mandaba el estómago, y el estómago le mandaba tirarse a la muchacha, claro. Muy bien, quién se lo iba a reprochar, cualquier blanquito se encamota de una cholita, le hace su trabajito y a quién le importa ¿no, don? Pero don Cayo la perseguía como si la cosa fuera en serio, ¿no era locura? Y más locura era que la Rosa se daba el lujo de basurearlo.

Aparentaba que se daba el lujo, don.

– Ya pusimos gasolina, ya avisé a Lima que llegaríamos a eso de las tres y media -dijo el Teniente-. Cuando usted quiera, señor Bermúdez.

Bermúdez se había cambiado de camisa y llevaba un terno gris. Tenía en la mano un maletín, un sombrerito ajado, anteojos de sol.

– ¿Ese es todo su equipaje? -dijo el Teniente.

– Faltan cuarenta maletas -gruñó Bermúdez, sin abrir la boca-. Partamos, quiero regresar a Chincha hoy mismo.

La mujer miraba al sargento, que medía el aceite del jeep. Se había sacado el mandil, el apretado vestido dibujaba su vientre combado, las caderas que se derramaban. Perdóneme por, le dio la mano el Teniente, robármelo a su esposo, pero ella no se rió. Bermúdez había subido al asiento trasero del jeep y ella lo miraba como si lo odiara, pensó el Teniente, o no fuera a verlo más. Subió al jeep, vio a Bermúdez hacer a la mujer un vago adiós, y partieron. El sol ardía, las calles estaban desiertas, un vaho nauseabundo ascendía desde el pavimento, los vidrios de las casas destellaban.

– ¿Hace mucho que no va a Lima? -trató de ser amable el Teniente.

– Voy dos o tres veces al año, por negocios -dijo sin afecto, sin gracia, la vocecita remolona, mecánica, descontenta del mundo-. Represento algunas firmas agrícolas aquí.

– No llegamos a casarnos pero yo también tuve mi mujer -dice Ambrosio.

– ¿Y cómo es que no van bien sus negocios? -dijo el Teniente-. ¿No son ricachos los hacendados de aquí? ¿Mucho algodón, no?

– ¿Tuviste? -dice Santiago-. ¿Te peleaste con ella?

– En otras épocas iban bien -dijo Bermúdez; no es el hombre más antipático del Perú porque todavía está vivo el coronel Espina, pensó el Teniente, pero después del coronel quién sino éste-. Con el control de cambios, los algodoneros dejaron de ganar lo que antes, y ahora hay que sudar sangre para venderles una lampa.

– Se me murió allá en Pucallpa, niño -dice Ambrosio. Me dejó una hijita.

– Bueno, por eso hemos hecho la revolución -dijo el Teniente, de buen humor-. Se acabó el caos. Ahora, con el Ejército arriba, todo el mundo en vereda. Ya verá que con Odría las cosas van a ir mejor.

– ¿De veras? -bostezó Bermúdez-. Aquí cambian las personas, Teniente, nunca las cosas.

– ¿No lee los periódicos, no oye la radio? -insistió el Teniente, risueño-. Ya comenzó la limpieza. Apristas, pillos, comunistas, todos en chirona. No va a quedar un pericote suelto en plaza.

– ¿Y qué fuiste a hacer a Pucallpa? -dice Santiago.

– Saldrán otros -dijo ásperamente Bermúdez-. Para limpiar el Perú de pericotes tendrían que lanzarnos unas bombitas y desaparecernos del mapa.

– A trabajar, pues, niño -dice Ambrosio-. Mejor dicho, a buscar trabajo.

– ¿Eso va en serio o en broma? -dijo-el Teniente.

– ¿Mi viejo sabía que tú estabas allá? -dice Santiago.

– No me gusta bromear -dijo Bermúdez-. Siempre hablo en serio.

El jeep atravesaba un valle, el aire olía a mariscos y a lo lejos se divisaban colinas terrosas, arenales. El sargento manejaba mordisqueando un cigarrillo y el Teniente tenía hundido el quepi hasta las orejas: ven, se tomarían unas cervecitas, negro. Habían tenido una conversación de amigos, don, me necesita había pensado Ambrosio, y por supuesto se trataba de la Rosa. Se había conseguido una camioneta, un fundito, y convencido a su amigo el Serrano. Y quería que también lo ayudara Ambrosio, por si había lío. ¿Qué lío podía haber, a ver? ¿Acaso tenía padre o hermanos la muchacha? No, sólo a la Túmula, basura. Él encantado de ayudarlo, sólo que. No lo asustaba la Túmula, don Cayo, ni la gente de la ranchería, ¿pero y su papá, don Cayo? Porque si el Buitre se enteraba a don Cayo sólo le caería su paliza, pero ¿y a él? No se iba a enterar, negro, se iba a Lima por tres días y cuando volviera la Rosa estaría en la ranchería de nuevo. Ambrosio se había tragado el cuento, don, lo ayudó engañado.

Porque una cosa era que se robara a la muchacha por una noche, se sacara el clavo y la soltara, y otra ¿no, don? que se casara con ella. El bandido de don Cayo los había hecho tontos a él y al Serrano, don. A todos, menos a la Rosa, menos a la Túmula. En Chincha decían la que salió ganando fue la hija de la lechera, que de repartir leche en burro pasó a señora y nuera del Buitre. Todos los demás perdieron: don Cayo, sus padres, hasta la Túmula porque perdió a su hija. O sea que la Rosa fue una resabida de coliseo. Quién hubiera dicho, don, tan poquita cosa, la muy sapa se sacó la lotería y más. ¿Que qué tenía que hacer Ambrosio; don? Ir a la plaza a las nueve, y había ido y esperado y lo recogieron, dieron vueltas y cuando la gente se metió a dormir, cuadraron la camioneta junto a la casa de don Mauro Cruz, el sordo. Don Cayo estaba citado ahí con la muchacha a las diez. Claro que vino, qué no iba a venir. Se apareció, don Cayo se le adelantó y ellos se quedaron en la camioneta. El le diría algo, o ella adivinaría algo, el hecho es que de repente la hija de la Túmula se echó a correr y don Cayo a gritar alcánzala. Así que Ambrosio corrió, la alcanzó y se la echó al hombro y la trajo y la sentó en la camioneta. Ahí había pescado las mañas de la Rosa, don, ahí visto que se las traía. Ni un grito, ni un ay, sólo carrentas, rasguñitos, puñetitos. Lo más fácil era ponerse a chillar, hubiera salido gente, se les hubiera venido encima media ranchería ¿no? Quería que se la robaran, estaba esperando que se la robaran, una loba ¿no es cierto, don? Qué iba a estar muerta de miedo qué iba a haber perdido la voz. Pataleó y arañó cuando la tenía cargada y en la camioneta se hacía la que lloraba porQue se tapaba la cara, pero Ambrosio no la sentía llorar. El Serrano metió el fierro a fondo, la camioneta se desbocó por la trocha. Llegaron al fundito y don Cayo se bajó y la Rosa, sin que hubiera necesidad de cargarla, derechita se metió a la casa ¿veía don? Ambrosio se fue a dormir pensando qué cara pondría al día siguiente la Rosa, y si le contaría a la Túmula y si la Túmula a la negra y si la negra lo molería. Ni se sospechaba lo que iba a pasar, don. Porque la Rosa no volvió al día siguiente, ni don Cayo tampoco, ni al siguiente ni al siguiente. En la ranchería la Túmula era puro llanto, y en Chincha doña Catalina puro llanto, y Ambrosio no sabía dónde meterse. Al tercer día llegó el Buitre y dio parte a la policía y la Túmula había dado parte también. Imagínese las murmuraciones, don. Si el Serrano y Ambrosio se veían en la calle ni se hablaban, él también andaría saltoncísimo. Sólo se aparecieron a la semana, don. No lo habían obligado, nadie le había puesto un revólver en el pecho diciéndole a la iglesia o a la tumba. Se había buscado su cura por su propia voluntad. Dicen que los vieron bajar de un ómnibus en la Plaza de Armas, que él llevaba a la Rosa del brazo, que los vieron entrar a la casa del Buitre como si volvieran de un paseo.

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