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– ¿Te dejan quitarles las medias?

– Si están enamoradas, sí. Y el sostén, y las braguitas.

Pero primero las katiuskas. Tumbado cara al techo, puestos los ojos en el tranquilo avanzar de una telaraña o una grieta, se volvió un instante a mirarla arrodillada en el colchón, como la primera vez en el dormitorio del piso del Ensanche, mientras sujetaba sus cabellos en la nuca con una gomita. Mirando tranquilamente su cuerpo como una estatua antigua en medio de un jardín descuidado, en medio de una memoria frondosa que no era totalmente suya, mirando sus pequeños pechos castigados de cicatrices y mordiscos y sus ásperas caderas; pensando en el curioso destino de esta carne y la suya unidas en una cama ajena no por la casualidad, sino por el hambre o la necesidad: ese sentimiento de las cosas que ya son irreversibles, como el fracaso o la muerte.

Y si la tratas con dulzura te acaba cogiendo confianza, chaval, y entonces puedes preguntarle: ¿cómo te has hecho de la vida, nena? Y ella te cuenta cómo y cuándo empezó, quién fue el primero, dónde la desvirgaron, si la hicieron sangre, si le dio gusto, etcétera. Y es emocionante.

– Era mecánico de motores de aviación, trabajaba en Can Elizalde. Muy guapo, un poco echao palante, revoltoso, de los amigos de Durruti igual que tío Artemi, él me lo presentó cuando era capataz.

– ¿Ya eras directora de la Casa, entonces? -dijo Java-. ¿Ya hacías función con las huerfanitas en Las Ánimas?

– Eso fue antes, el primer año de la República. Iba a fregar y a barrer aquel ático pero dormía en la Casa. Cuando vino la guerra y la directora se las piró dejando a las niñas en la estacada, allí sólo entraban los cuatro reales que las mayores ganábamos yendo a fregar por ahí, alguien tenía que hacerse cargo y yo era la mayor. De hecho nunca fui directora de nada, tío Artemi y algunas mujeres del partido nos ayudaron mucho, aquello duró hasta que mataron a Pedro en Aragón.

Se había sentado en la cama y le esperaba. Él andaba ganduleando cerca del bidet, pensativo, amohinado. La vio levantarse, déjame que te lave, niño, la vio venir con unos ojos extraviados, una sonrisa que parecía una mueca, déjame hacer a mí.

– ¿Y las llevabas a misa, mandando los rojos? ¿Llevabas a las huérfanas a comulgar a Las Ánimas, a rezar y a cantar con el cura, en medio de aquel follón de los rojos? -dijo Java.

– A misa no, claro, no había, la capilla fue saqueada y quemada y no se abrió al culto hasta dos años después. No creas que era lo mismo que ahora, no nos pasábamos todo el santo día con el gorigori, sino jugando, aprendiendo solfeo o ensayando la función de teatro. Aquel invierno sirvió de alojamiento provisional a unos milicianos que regalaron varios pares de zapatos a las niñas, y ellas les ayudaron a instalarse en el jardín, aún me veo alrededor de las fogatas trajinando manojos de fusiles, haciendo equilibrios sobre los altos tacones… Todo fue bien hasta que perdí a Pedro.

Siempre dicen lo mismo: que el novio las engañó y abusó de ellas y después las abandonó. Y si insistes, si caes simpático, te cuentan cómo fue, llorando como Magdalenas al recordarlo, desconsoladas, chico, el rimel yéndose a la mierda con las lágrimas y el carmín también y el colorete; de pronto es otra fulana, es otra cara: una cara de pobre viciosa sin remedio.

– Quién tenía que decirme que me pasaría esto a mí, precisamente a mí, que ayudé a mi novio a recaudar para el Socorro Rojo y a pegar por las calles aquellos carteles que pedían a las putas que abandonaran su oficio, que era la hora de su libertad. Y mírame ahora.

– ¿Qué pasó? ¿Cómo fue la primera vez, dónde?

– En una cama ajena y sin hacer. Antes de limpiar el piso, porque Pedro no podía esperar ni un minuto más. Sobre unas sábanas que aún guardaban el calor de él, el asqueroso. Aprovechábamos todas las ocasiones que el señorito no estaba. Pero se enteró. Un día debió descubrirnos y el cerdo no dijo nada, no hizo nada, sólo mirar: meses y meses mirando, espiándome al desnudarme y al vestirme, viéndome allí en su cama abierta de piernas, el miserable, viéndome gemir y llorar de felicidad, hoy lo sé, como sé que nunca más volveré a ser feliz en esta vida. Yo idolatraba a mi Pedro, niño, le dejaba hacer conmigo lo que quería, no es como ahora, ¿entiendes?, era un amor de los grandes. De modo que ese desgraciado se fue pudriendo por dentro, agazapado detrás de una cerradura, y así sigue, pudriéndose cada día más y no sólo por culpa de la metralla que lleva en el espinazo, pudriendo todo lo que toca, a su pobre madre y a ti y a otros que vendrán detrás de ti.

– ¿Y tú no te dabas cuenta? ¿Cuánto tiempo duró?

– Desde un día que no pude entrar en el cuarto de baño. Estaba siempre cerrado por dentro y para fregar tenía que acarrear cubos de agua de la cocina. Qué extraño, me dije, pero tonta de mí no se me ocurrió. Y él estaba por aquellos días tan amable, por otra parte, tan atento conmigo y con las chicas de la Casa: nos regaló una mesa de ping-pong y por la noche había una muñeca en todas las camas de las huérfanas, y a mí empezó a regalarme ropa interior. ¿Entiendes?, prendas monísimas, las más caras y finas, para poner cachondo a cualquiera. ¿Te das cuenta qué cosa más rebuscada, venirme con aquellos sostenes calados, aquellas combinaciones de raso y camisones transparentes, aquellas ligas con puntilla…? ¿Y las botellas de coñac y de anís que dejaba a nuestro alcance en la mesilla de noche, para que nos emborracháramos, para que nos animáramos a hacer todo aquello que a él más debía gustarle? Hasta el día que se le olvidó echar el cerrojo.

Fue poco después de irse Pedro, dijo. Ella se había puesto la bata y empezó a vaciar ceniceros, sacudir la alfombra, barrer y fregar. Siempre que pasaba con el cubo y el estropajo junto a la puerta del cuarto de baño, la mano se le iba instintivamente a la manecilla por efecto de un reflejo condicionante. Y esta vez se abrió. Sorprendida, sin terminar de abrir del todo, vio luz y oyó las patas del taburete chirriando al retroceder él, luego un frasco de cristal estrellándose contra el suelo y la resistencia temblorosa detrás de la puerta. Abrió del todo, ya con el grito en la garganta. Y allí estaba, recostado contra la pared con el albornoz echado sobre los hombros, espatarrado para no caerse del todo, en medio de un sembrado de colillas y cristales rotos y un charco oloroso hasta la náusea, el cuartito lleno de humo de tabaco y sudores irrespirables. Y estrujando, sobando con dedos de maniático la toalla amarilla…

– ¿Qué hizo cuando se vio descubierto?

– Yo me asusté tanto. Quería irme pero él no me dejó, se empeñó en darme una explicación. Primero suplicó, se arrastró a mis pies implorando: que era como una enfermedad, dijo, que no lo podía evitar y que no hacía mal a nadie con eso, que lo perdonara, que por el amor de Dios no le dijera nada a su madre. Luego se dio cuenta que yo lloraba aún más que él, que estaba aún más asustada que él y que era casi una niña, y se calmó. Yo no sabía qué hacer. Quería irme a la Casa y meterme en la cama y llorar, recuerdo que esa noche una de las chicas me oyó y vino de puntillas a acostarse conmigo. Tenía que desahogarme con alguien y se lo conté todo. Muertas de vergüenza y de rabia, cortamos las cabezas de todas las muñecas de las huérfanas y al día siguiente se armó la gorda.

– ¿Se lo dijiste a tu novio?

– Lo habría matado. Pensaba decírselo, pero más adelante, aquellos días había tiros por las calles y sé que Pedro habría ido a matarle, a él y a Justiniano, que era el que me traía los regalos. Justiniano era el chófer de su padre y solía venir con el Hispano a recoger a Conrado los días que comía con la familia. A veces me lo encontraba abajo en la calle y al verme me sonreía, no puedo decir que se portara mal conmigo pero era su confidente y su cómplice, y creo que sólo por eso me juré joderle algún día. También solía encontrármelo en el ático, cepillando los trajes del señorito o lustrando su colección de botas de montar, y yo no sé por qué pero la gozaba viendo aquel hombrón haciendo esas faenas, parecía un perro feliz meneando el rabo, hasta habría jurado que lamía las botas. Aunque debía saberlo todo, nunca se había metido conmigo ni siquiera en plan de broma. Pero un día que trajo bebidas al ático por orden del señorito y me encontró sola, fregando el pasillo, me propuso tomar una copa de coñac. Fue la primera vez que lo vi con la camisa azul. Yo no acepté y se puso pesado, estaba muy eufórico y bromeaba, y al disponerse a descorchar la botella me quiso abrazar y con el forcejeo, sin querer, me clavó el sacacorchos aquí y aquí, mira. Entonces ya me urgía hablar con Pedro, pero de pronto no hubo tiempo para nada, vino la guerra y Pedro se marchó al frente y yo, al ser la mayor de la Casa y quedarnos sin directora, tuve que ocuparme de las chicas. El señorito Conrado se pasó a los nacionales con su padre, que ya estaba en Pamplona, y luego se marchó también la señora, y las milicias anarquistas confiscaron su piso del Ensanche y dicen, no sé, que durante un tiempo fue una cheka, yo nunca estuve. De cualquier modo sé que tío Artemi no permitió nunca que se tocara nada, ni un cubierto se tocó de aquel piso y mira cómo me lo agradecen. A ese desgraciado nunca volví a verle, y tampoco a su madre… Aún no me has besado en la boca, ¿es que te doy asco? Y tampoco he notado tu lengua, chato mío…

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