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Juan Marsé

Si Te Dicen Que Cai

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NOTA A LA NUEVA EDICIÓN

Escribí esta novela convencido de que no se iba a publicar jamás. Corrían los años 1968-1970, el régimen franquista parecía que iba a ser eterno y una idea obsesiva y fatalista se había apoderado de mí: la de que la Censura, que aún gozaba de muy buena salud, nos iba a sobrevivir a todos, no solamente al régimen fascista que la había engendrado sino incluso a la tan anhelada transición (o ruptura, según el frustrado deseo de muchos), instalándose ya para siempre, como una maldición gitana del Caudillo, en el mismo corazón de la España futura. Tal era de negra y pesimista la perspectiva después de más de treinta años de represión y mordaza. Así pues, sumergido en esa desesperanza oceánica, me lié la manta a la cabeza y por vez primera en mi vida empecé a escribir una novela sin pensar en la reacción de la Censura ni en los editores ni en los lectores, ni mucho menos en conseguir anticipos, premios o halagos. Desembarazado por fin del pálido fantasma de la autocensura, pensaba solamente en los anónimos vecinos de un barrio pobre que ya no existe en Barcelona, en los furiosos muchachos de la posguerra que compartieron conmigo las calles leprosas y los juegos atroces, el miedo, el hambre y el frío; pensaba en cierto compromiso contraído conmigo mismo, con mi propia niñez y mi adolescencia, y en nada más. Jamás he escrito un libro tan ensimismado, tan personal, con esa fiebre interior y ese desdén por lo que el destino pudiera depararle. Una vez concluido, el azar quiso que alguien me hablara de la convocatoria del primer Premio Internacional de Novela «México», convenciéndome para que lo presentara, puesto que la edición española era una quimera. Y entonces todo fue inesperadamente rápido: la novela ganó el concurso y fue impresa en México (Editorial Novaro, S. A., 1973) con una urgencia tan insensata que no se me dio oportunidad de corregir pruebas ni revisar galeradas. Y cuando más adelante fue autorizada la edición española, en septiembre de 1976, casi un año después de la muerte del dictador, tampoco alcancé a revisar el texto, a causa esta vez de mi propia negligencia.

Desde entonces me animó el deseo de corregir no solamente las muchas erratas y más de una oración desmañada, sino, sobre todo, el de arrojar un poco más de luz sobre algunas encrucijadas de una estructura narrativa compleja y ensimismada. La novela está hecha de voces diversas, contrapuestas y hasta contradictorias, voces que rondan la impostura y el equívoco, tejiendo y destejiendo una espesa trama de signos y referencias y un ambiguo sistema de ecos y resonancias cuya finalidad es sonambulizar al lector. La penumbra que envuelve muchos pasajes importantes del libro siempre me pareció necesaria: en los labios niños, decía Antonio Machado, las canciones llevan confusa la historia y clara la pena. Pero en otros repliegues del relato, menos decisivos tal vez, no conectados directamente con los nervios secretos de la trama, esa penumbra expositiva no era necesaria y ha sido atenuada o anulada en beneficio de una mayor claridad. Con respecto a ediciones anteriores, ésta presenta dos capítulos menos aunque ninguno ha sido suprimido; simplemente el texto ha sido redistribuido teniendo en cuenta aspectos de orden temático más que formales. Algunos fragmentos han sido desmontados pieza por pieza y vueltos a montar, hay supresiones y añadidos, pero nada que pueda afectar a cuestiones de tono y estilo ha sido alterado.

J. M.

Barcelona, septiembre 1988

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Cuenta que al levantar el borde de la sábana que cubría el rostro del ahogado, en la cenagosa profundidad de pantano de sus ojos abiertos, revivió un barrio de solares ruinosos y tronchados geranios atravesado de punta a punta por silbidos de afilador, un aullido azul. Y que a pesar de las elegantes sienes plateadas, la piel bronceada y los dientes de oro que lucía el cadáver, le reconoció; que todo habían sido espejismos, dijo, en aquel tiempo y en aquellas calles, incluido este trapero que al cabo de treinta años alcanzaba su corrupción final enmascarado de dignidad y dinero.

– Aquí dice agua oxigenada, pero no lo es -murmuró Sor Paulina. Escribió con parsimonia en la etiqueta pegada al frasco esgrimiendo firmemente el lápiz rojo, y, sin apenas mover los labios, deletreó lo que anotaba-: De pera.

Entendió mal el celador y eso lo animó a seguir:

– El barrio era la pera, sí, ya puede usted decirlo -evocando una remota escenografía de cartón piedra, un laberinto de calles estrechas y empinadas, veloces nubes ensombreciendo la colina de las Tres Cruces, pequeñas azoteas donde se remansaba la música de la radio y fachadas despedazadas con sus ventanas como cuencas vacías traspasadas de pájaros, humo negro y sueños desvanecidos. El colosal Dragón Verde de la escalinata del Parque Güell escupe agua envenenada, niña, no bebas. Los pelos verdes que le salen de la oreja izquierda al capitán Blay no son pelos, es la mata de una lenteja que se le metió un día en el oído y brotó, esa oreja es terreno abonado, chaval, el capitán no se lava nunca.

El comportamiento de un cadáver en el mar es imprevisible. Al verse reconocido, el ahogado volvió desdeñosamente la cabeza en el fondo turbio y sus cabellos ondularon trenzándose con las algas: no bebas agua o morirás podrido como yo, Ñito, dice que le dijo.

– Y yo que le respondo: ¿Agua? ¡Ni probarla!

– Cómo eres, Ñito -se lamenta la monja-. Parece mentira.

– Es broma, Hermana. El muerto era un amigo. Por mi madre.

Y que a su madre, viuda y con el vientre siempre más liso que una tabla de planchar, le decían la «Preñada», precisamente, y recuerda: aquellas vecinas deslenguadas y con rulos en la cabeza, enfermas de irrealidad y de rojos sabañones, trajinando baldes de agua en la fuente agobiada de avispas y habladurías; aquel certamen de infamias contra su madre una tarde de invierno que él sintió cómo se rompía bruscamente una burbuja de luz en su cerebro y se dijo: ya soy mayor, ya soy memoria y a partir de hoy no podréis conmigo, brujas.

A pesar de ello y durante mucho tiempo, las apariencias seguirían justificando el mote de la madre y el estupor del hijo, que cada noche, en la cama de ella, se despertaba sobresaltado para verla llegar vestida de vieja y bien preñada, una gran barriga puntiaguda y enlutada avanzando en medio de la penumbra del cuarto y su madre detrás de la barriga balanceándose como una muñeca sobre las piernas abiertas, bañada en sudor. Se para, se agarra a los barrotes de la cama y suelta un hondo suspiro. En su asombro, frotándose los ojos, el chaval no sabía si salía del sueño o volvía a ingresar en él; era esa hora en que despuntaba el amanecer y el hambre le pateaba el estómago, lo sentaba en el lecho y entonces podía ver que todo le era desmentido por la luz, cada vez más intensa, que se colaba por las contraventanas: ese pistolero acribillado cayendo como si fuese a atarse el cordón del zapato, y sobre cuya frente resbala un sombrero de ala torcida, volvía a ser la sobada americana de su padre colgada en la silla; esa granada estallando, esa llamarada roja sin estruendo, escupiendo cristales y madera astillada, era el sol colándose por las rendijas de la carcomida ventana; y el máuser colgado en la pared, una mancha de humedad. Pero su madre, que se aferraba con desespero a los barrotes de la cama y gemía de dolor, persistía en su misteriosa condición de viuda embarazada, y él miraba su vientre hinchado pensando ya está, va a parir aquí mismo espatarrada sobre las baldosas y yo qué hago. La vio arremangarse las faldas de luto, congestionada por el esfuerzo y la ansiedad, y entonces vio caer blandamente entre sus piernas un bulto que ella apenas tuvo tiempo de sujetar. De sus muslos blancos escurrían hasta el suelo gruesos hilos de sangre, y sus dedos eran como afilados peces rojos. Transpirando un sudor de muerte, una fatiga infinita, se acurrucó en el lecho junto a él, envolviéndole en un denso olor a legumbres secas y a frazadas de viaje, a vagones de tren pudriéndose en vías muertas.

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