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Deslizarse Escorial abajo en los carritos de cojinetes rebosantes de ginesta, era llevar alegría a las clases de catecismo de la señorita Paulina. Caída la flor del almendro, sus ramas reverdecidas asomaban aún más por encima de la tapia. Braseros inservibles aparecían tirados en las basuras de las esquinas. Los chavalines del Carmelo hacían serpientes de agua taponando con la mano el caño de las fuentes, y ponían en los raíles del tranvía vainas de bala y chapas de botellines que las ruedas laminaban. La flor de nieve vistió de blanco los senderos del parque Güell, y en la hondonada junto al Cottolengo, en las diminutas huertas de la tierra de nadie, los domingos se veían hombres cavando con chaqueta de tranviario y un clavel en la oreja. Nunca volvió a reír la primavera como entonces, nunca.

– Y dale con tu canción -bromeaban las mujeres de la limpieza, entonando-: Vamos a contar mentiras tra-la-rá. Dale, Ñito, dale.

Pasó entre ellas y sus baldes de agua con el hatillo de ropas y los frascos de formol en el capazo, abrió la jaula de la perrera y entró. Los ladridos se trocaron en gemidos casi humanos, en un resollar penoso. Dejó todo en el suelo, repartió las raciones y los perros se lanzaron a comer meneando los rabos pelados. Animalitos, dijo la más joven, mejor sería que los mataran de una vez en lugar de inyectarles microbios. Pasaron dentro frotando el piso con escobas empapadas en salfumán. Cuando el celador deshizo el hatillo y vieron las prendas de vestir, palmearon admiradas. Ñito acariciaba a los perros.

– Oye, a ver si te buscas un lío por hacernos un favor -dijo la mujer sobando las prendas -. ¿Lo saben las monjas, seguro?

– En las maletas se estaba pudriendo. Mejor que la aprovechéis.

– Pues sí. ¿Por qué no traes más?

Inmóvil, los ojos entornados, como si durmiera de pie, se pasaba largos minutos observando a los perros. Sucios, flacos, callejeros, sin edad y sin raza, tensos sobre sus patas despellejadas y llenas de pupas, las fauces entreabiertas y rezumando mucosidades. Veía sus golpes de cuello al engullir, los lengüetazos, el ojo que no gira, vigilando, esperando ver caer de lo alto otra ración o quizá un golpe. Más allá de las rejas, de la vibración de alambres que repercutía en el amplio local, ya veía mañana a Sor Paulina preguntando qué pasó, celador del demonio, y por qué. Ellas, las fregonas, habrían de contestar por él: que fue por hacerles un favor, que no era tan mala pieza después de todo; que estaba tranquilamente viendo comer a los chuchos mientras ellas revolvían blusas y faldas palpando admiradas la calidad, distraídas; que habrían llegado a olvidarse de que estaba allí, un poco más bebido que de costumbre pero sin que se le notara mucho, de no ser porque en cierto momento pidió un cubo de agua clara para dar de beber a los perros; recordarían también, si querían ser imparciales, que en ese momento ya había recogido el capazo del suelo por si acaso; y que ni siquiera luego, cuando quiso cerrar la puerta con una sola mano y no consiguió ni moverla, atascada en el desnivel del piso de cemento, consintió en desprenderse de su carga, el testarudo. Y entonces los perros se lanzaron a sus pies, casi le hicieron caer, y volcaron el capazo con los frascos de formol conteniendo las disecciones.

– Qué horror. Qué espanto -dijo Sor Paulina -. Hijo mío, hijo mío.

– No pude evitarlo, Hermana.

Pues aquella primavera que el padre de Luis Lage salió de la cárcel y corrimos a decírselo al chaval, que estaba haciendo cola en la panadería de la plaza Sanllehy y no quería creernos, que sí, Luisito, corre que ya está en casa abrazando a tu hermanita y a tu madre, ese día estaban Java y el tuerto sentados en un banco y charlando amistosamente, como haciéndose confidencias. Que se chivata, Sarnita, que nos quedamos sin pólvora y sin refugio. Que no, Java no puede hacernos eso, no es un soplón. Y salió Luis disparado de la cola, le reían los ojos corriendo loco de contento y todos le seguimos, incluso le pasamos porque el pobre a los cien metros ya estaba con la lengua fuera y tosiendo, este chico un día se nos muere.

Al doblar la esquina vio a su padre fanfarroneando en medio de los vecinos que acudían a saludarle, se exhibía con los brazos en jarras, provocador y violento, la cabeza pelona, los anchos pantalones del mono azul sujetos a la cintura con una cuerda. Luis corrió hacia él con los brazos abiertos, pero cuando le faltaban unos diez metros, su padre, sin duda para impresionar a su público, para consolidar aquel prestigio de tipo con agallas que siempre tuvo, clavó de pronto la rodilla en tierra con estilo impecable, contrajo fugazmente la cara empuñando una imaginaria metralleta y vació el cargador sobre Luis haciendo ta-ta-ta-ta-ta. Con sonrisas medrosas, los vecinos se echaron hacia atrás. Luisito se paró en seco, retrocedió y pegó la espalda contra el muro con los brazos en cruz. Quizá por seguir la broma, quizá porque las piernas realmente no le tenían, se dejó resbalar poco a poco hasta el suelo cerrando los ojitos en blanco, doblando la cabeza sobre el pecho, la cara blanca como el papel. Tan bien lo fingió, si es que lo fingió, que irritó a su padre: si es una broma, coño, dijo, caguetas, pero hablando más bien de cara a la galería, a los vecinos: ya verás cuando cambie la tortilla lo que haremos con algunos que conozco, ya verás, todos están en la lista. Luisito lo miraba fijo con sus ojos de fiebre. Riéndose, su padre lo alzó en vilo contra el cielo azul y lo besó, pero él había empezado a llorar silenciosamente y le echó los brazos al cuello diciendo no te vayas, padre, no vuelvas a irte. Ya debía estar muy enfermo.

Fue este mes o el siguiente que Luisito se apuntó a la lista del delegado para ir a campamentos juveniles, juraba que ya tenía la boina roja y el machete con su funda, pero nunca nos lo enseñó. El Tetas, los domingos, bajo el roquete de monaguillo, decían que también llevaba la camisa azul con la araña bordada. Y poco a poco todo estaba cambiando.

– Te ha crecido mucho el pelo, Sarnita, ya casi no se ven las costras.

– El tiempo lo cura todo, hasta la sarna.

– Oye, ¿tú eras de los alemanes o de los otros?

– ¿Lo dices porque han perdido, chaval?

– Son traicioneros y cobardes.

– Eso los japoneses, atacan siempre por la espalda con la bayoneta calada, ¿no habéis visto Guadalcanal?

– Tengo hambre.

Martín preguntó qué estarán tramando Java y Flecha Negra tan juntitos en ese banco, y el Tetas dijo ya no es el mismo, está encoñado de la Fueguiña y pasan las tardes juntos en el terrado de la Casa, haciendo manitas. Van a pasear al parque Güell y se dan el lote, añadió Amén, y también les han visto en los autos de choque de la plaza Joanich y en el Delis. Está enfigado, quién lo hubiera dicho.

Habían notado que Java empezaba a aislarse, a rondar los billares con los ganapias, a tumbarse en la hierba y a mirar el cielo, solo. Habían visto su misteriosa sortija nueva, una calavera de plata con llamas azules en los ojos, y conocían sus pretensiones de colocarse de dependiente en una tienda de joyería. Entrecerrados los ojos con exagerada malignidad, apurando los últimos vestigios de una percepción que se resistía a dejar de ser infantil, Sarnita escrutaba sus movimientos a través del sol que inundaba la plaza: Java recostado en el banco con su aire perezoso y felino, sin dejar de hablar, y a su lado el alcalde con los brazos cruzados y un poco inclinado hacia él, el ojo bueno entornado, amodorrado.

– Están fumando la pipa de la paz -dijo-. Las cosas que hay que ver: Flecha Negra y Caballo Loco tan amigos.

– Conozco a un legionario -dijo Martín-que a esa distancia podría leer lo que dicen por el movimiento de los labios. Mejor que la abuela Javaloyes.

– Yo también -dijo Sarnita-. Eso está tirado. Fíjate, me concentro en sus bocas y ya está. Silencio… Ahora se muerde el labio, se relame y dice más o menos: el túnel, camarada, el túnel largo y negro donde mi hermano se perdió un día huyendo bajo la lluvia…

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