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Pero Larroy quedó al descubierto. En la tierra de nadie giró sobre los talones apuntando al cielo gris y ventoso con un revólver negro, buscando desesperadamente la recta más corta que lo llevara hasta la puerta abierta del coche que ya emprendía la huida. Frenó su carrera al recibir la bala como una imprevista cachetada en la frente y se dobló violentamente hacia atrás con una nube roja en las pupilas. Navarro, que lo miraba de lejos con la mano en la llave del contacto, revivió durante un segundo su flaco cuerpo desgarbado en mangas de camisa irguiéndose contra la comida infecta y los malos tratos de los senegaleses, en aquel verano interminable del 39 que sufrieron juntos agobiados de pulgas y roña y alambradas de espinos. Con la muerte ya reflejada en los ojos, Larroy dio tres pasos antes que un abanico de balas le segara las piernas; saltó y se revolvió en el aire, agarrotado, sus dedos como garfios soltaron el revólver y cayó de espaldas. Antes de morir, mientras parpadeaba apoyado en un codo, tuvo tiempo de ver asomada a la esquina a una peluquera de bonitas piernas y labios color rosa sujetándose con ambas manos la blanca falda que le alzaba el viento, indefensa y asustada y preciosa: al menos se fue de este mundo en buena compañía, pobre Larroy.

Ellos a distancia y sin intervenir, Navarro poniendo el motor en marcha.

– Vámonos -el «Taylor» con el sombrero sobre los ojos.

– Juraría que el bofia que han picado era el nuestro -Navarro pisando el acelerador-. Ese que Ramón tenía que señalarte, ¿no?

– Seguro. ¿No viste su maldito pelo de panocha? Nos han ahorrado el trabajo. Luis se alegrará cuando lo sepa, y sobre todo Artemi, desde el otro barrio. Pero lo siento por Larroy.

– Pronto criará malvas -concluye Palau.

10

Antes del atardecer la farmacia ya era un nido de sombras. Tras la reja del alto ventanuco que daba a la calle, piernas enfundadas en medias blancas chapoteaban todavía en un sol rasante y desvaído, pero en torno al celador y la monja, allí dentro, la noche iba ganando minutos al día según transcurría septiembre. Al levantarse ella a dar la luz, el celador rellenó furtivamente el vasito de licor, lo vació de un trago y lo volvió a llenar. Que te veo, bromeó ella de espaldas, y cuando él pensaba puñeta, tiene ojos en el cogote, se abrió la puerta y asomó la cabeza de una enfermera: te llaman en secretaría, parece que llegaron parientes. Ñito levantándose, no puede ser, de parientes nada, murmuró al cruzarse con la monja, que le recomendó fijarse en su cara.

– El lado izquierdo, ¿te acuerdas? Si es ella llevará la marca.

No la reconoció. Podía ser cualquiera de las mayores que se quedarían solteras, la Rosa, la Nuri, la Isabel, cualquiera de ellas con treinta años más. Esperaba sentada en el borde delantero del banco como a punto de levantarse, la espalda muy tiesa, los amarillos cabellos recogidos en un moño detrás del sombrerito negro, las manos cruzadas en el regazo y, entre los dedos, un impreso y el carnet de identidad. Ya le habían entregado las dos maletas maltrechas y húmedas, reforzadas con cuerdas, y las tenía a su lado, a los pies de tres muchachas vestidas de oscuro, alineadas en la pared con aire desganado, los negros ojos llenos de nieblas románticas. Ñito se presentó a la mujer y cruzó por su mente una imagen que Sor Paulina le había pintado durante alguna conversación: una solterona como ésta empujando la silla de ruedas del anciano por las calles del barrio, indiferente a las mofas de la chiquillería, la mirada pantanosa oculta tras las gafas de sol y la mitad izquierda de la cara convertida en una costra negra y roja, color de vino. Pero no era ella.

Había mucha afluencia de visitas, las colas de enfermos y accidentados frente a los consultorios se iban espesando. El celador se ofreció para acompañarla al depósito, pero ella dijo que estaba esperando unos trámites, qué complicación, ¿al parecer se habían perdido todos los documentos? Él no sabía, pero seguro que sí, en el mar se abrieron las maletas y claro, pero se recuperó lo que se pudo, en fin, qué importa, ya no necesitan nada de eso. Se sentó junto a ella: ¿podrá usted sola, señora directora?, señalando las maletas, ¿quiere que se las enviemos?, pesan bastante porque llevan lo que antes había en tres o cuatro, las otras las pudrió el agua. Ella le rectificó: no era la directora de la Casa, era una de las asistentas, no, ya no estaban en la calle Verdi, hace más de quince años que se mudaron gracias a la generosidad del señor Galán, que al morir su madre se convirtió en el protector de la Parroquia. Su madre había sido la madrina que había colmado los deseos de las huérfanas meritorias, y él continuaba esa gran labor. Ñito asintió en silencio, pensativo, y al cabo de un rato habló de la mujer ahogada con sus dos hijitos y su marido. De modo que ella, comentó, ¿había pertenecido a la Casa, antes de casarse? Y después también, respondió la asistenta, siempre, aunque se marchen para fundar un hogar siempre siguen siendo de la Casa, la relación se mantiene y las que han tenido suerte en el matrimonio o en el trabajo nunca se olvidan del primer hogar, por ejemplo Pilar nos ayudaba con donativos, la pobre, que si no fue feliz en su matrimonio dinero no le faltaba, eso no, es lo único que su marido supo hacer, mucho dinero…

Se interrumpió para preguntarle al celador si había venido alguien más, unos señores, ¿joyeros?, sí, dijo él, pero yo no los vi, creo que han insistido mucho en hacerse cargo de los gastos del entierro, se ve que le apreciaban mucho en el trabajo, viajante de joyería, ¿no?, debía valer mucho. La mujer suspiró y se frotó los párpados enrojecidos. Seguramente, dijo, pero Dios sabe que si estoy aquí es por ella y por los niños, la hizo sufrir tanto que no movería un dedo por él, el Señor le haya perdonado.

Entonces, mientras seguía esperando que la llamaran en secretaría, dejó morir intencionadamente la conversación. Se obligó a ello, porque la fatalidad de algunas personas, las desgracias del prójimo en general y los conflictos de familia en particular disparaban su natural locuacidad. Aquel celador respetuoso y atento, pero sucio, sin edad, cuya mirada decrépita parecía escudriñar detrás de las palabras, permaneció en silencio a su lado, se redujo a una presencia solidaria, pero no con ella y con su pena, sino más bien con otra oscura pesadumbre que el tiempo no había destruido ni atenuado. Y más tarde, yendo tras él, siguiendo sus abruptos andares de simio por los sofocantes corredores camino del depósito, un viento de la infancia le golpeó la cara, un olor a pólvora quemada y a madera de plumier, tal vez irrepetible en la memoria. Al avanzar por los sótanos pútridos de este vasto hospital, infinitamente se dilataba en derredor algo mucho peor que el dolor y la vejez y la muerte. Porque cómo podía este hombre vivir aquí, cómo podía nadie enterrarse en vida, resignarse a esta mugre y a esta miseria y más solo que un muerto entre los muertos. Nos conocíamos de chicos, dijo él sin volverse, caminando encorvado e inestable, diríase sin aprecio ninguno a su ocupación, como si en ella sólo hubiese buscado refugio a una lluvia de ultrajes que alguna vez lo dejó calado hasta el alma. Y cuando le vio escupir laboriosamente en el pañuelo, la mujer, como si captara la vaga presencia de una degradación sin nombre capaz de contagiarla, avivó el paso dispuesta a terminar cuanto antes.

De pie ante los mellizos se santiguó meticulosamente, evocando un instante sus juegos, sus costumbres y su carácter: qué extraños eran, dijo, nunca les entendí, tan formalitos por separado, tan normales y hasta anodinos, y juntos qué malos, qué embusteros y vengativos. Y al volverse hacia la difunta, sus ojos se humedecieron de nuevo y la mano, trémula pero decidida, se fue hasta la fría mejilla a darle unos cachetes al tiempo que murmuraba Señor, Señor, pobre niña, pobre Pilar. ¿Era necesaria la autopsia?, ¿y a estas criaturas también? Es lo mandado, señora, contestó él desde atrás, arrimado a la pared y sin perder detalle. Se alegró de tenerlos limpios, vestidos y peinados, y que ella los viera así.

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