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– No.

– ¿Has comido alguna vez empanadillas de atún? -apretando un poco más su cintura, Java añadió-: Te estuve buscando toda la noche.

– Embustero.

– ¿Por qué no llevas el uniforme como las otras?

Las que trabajan fuera de la Casa, explicó ella, las que iban a coser a casas particulares o a hacer faenas por horas, podían llevar vestidos de calle. Quién sabe por dónde andarás, entonó entre dientes siguiendo los compases de la orquesta, quién sabe qué aventura tendrás… Sí, cuidaba a un inválido, un herido de guerra, durante unas horas al día. Qué lejos estás de mí. La directora de la Casa era buena, las trataba bien, ahora estaría con las otras chicas recorriendo las calles en fiestas, quizá buscándola, ya era muy tarde.

– ¿Cómo se llamaba la otra directora?

– ¿Qué otra directora?

– La que había en la Casa antes que ésta, y que tenía cicatrices y dicen que era muy roja.

– La señorita Aurora -dijo la Fueguiña.

– ¿No la has vuelto a ver?

– No.

– ¿Y no sabes dónde vive?

– No.

– Dicen que ahora hace de fulana. La Fueguiña se encogió de hombros.

– Dicen.

Lo pisó sin querer y sonrió a modo de disculpa, separándose un poco. Entonces Java pudo ver su extraña sonrisa mellada, sus dientes rotos y enfermos. Ella lo miraba con recelo y él sostenía esa mirada. Todo fue muy rápido: se apagaron las luces y la huérfana se encontró con un farolillo en las manos, dijo voy por cerillas y Java todavía la está esperando.

Ni rastro de ella por ninguna parte. Después del baile del farolillo, cuando ya se había retirado la vocalista y la orquesta tocaba los últimos tangos, las mujeres empezaron a chillar y las parejas a correr en todas direcciones. Cruzando una cortina de humo negro y espeso, los músicos saltaron al arroyo desde el tablado con sus instrumentos. En cuestión de segundos la gente quedó apiñada en las aceras y el tablado desierto, soltando humo por debajo, resplandores intermitentes y explosiones: se quemaba la traca del día siguiente, los sacos de confeti del fin de fiesta y algunas sillas plegables. Una centelleante lengua de fuego devoró los faldones rojos del tablado, visto y no visto. Los gritos de fuego no se oyeron hasta que las llamas brotaron enormes por un costado, doblándose y lamiendo el piano. A las caras llegaba el calor como las exhalaciones de un animal herido. Echaban cubos de agua y el humo subía ahora denso y blanco hacia la noche estrellada. Java se debatía entre una doble muralla de hombres que exhalaban un vaho enervante y pegajoso, una crispación muscular que les hermanaba extrañamente a cada explosión de los petardos. Al subirse a la acera para esquivar el reguero de agua que bajaba por la calle, distinguió un momento su grave cabeza constelada por el incendio, girando, despeinada, y luego su cara: iluminada por las llamas, entre el apiñado grupo de vecinas, la Fueguiña miraba el fuego de una forma ritual, con sus ojos antiguos, helados, registrando cada detalle, cada pavesa que volaba hacia lo alto como un murciélago. El resplandor azotaba su cara y ella lo recibía boqueando como si le faltara aire.

Dos hombres no pudieron impedir que Java se soltara y echara a correr hacia el otro lado del tablado, mientras explotaban los últimos petardos de la traca. Cuando llegó a la otra acera, la Fueguiña ya no estaba.

2

Pero que no se diga: ya no puedo más, Marcos, esto es el fin, no tenemos salida. Inclinándose para encender el cigarrillo que el marinero sostenía con labios temblorosos llenos de pupas, acurrucado en un rincón del bar Alaska. Y pensar que al principio todos decían esto no puede durar, esto no aguantará, sin sospechar que el eco de sus palabras llegaría arrastrándose a través de treinta años hasta los sordos oídos de sus nietos. Estaban en babia, ciegos, sin esperanza, estaban muy lejos de verse empuñando las armas otra vez, de hecho ni siquiera podían imaginarse así: la cara tapada con el pasamontañas y pistola en mano empujando la puerta giratoria del Banco Central, o colocando una bomba en el monumento a la Legión Cóndor, o desplegando una bandera en la falda de una colina. Hombres de hierro, forjados en tantas batallas, llorando por los rincones de las tabernas como niños.

Palau era el único que ya entonces debía entrever, entre las lágrimas quemantes que aún le nublaban una visión de tropas victoriosas desfilando Salmerón abajo, a la rubia platino esperándole echada en la cama del Ritz y cubierta de joyas, o el coche del tío con chistera, parado a punta de revólver en la carretera de la Rabassada. Que no se diga, hombre, hay mil formas de joderles.

Cuanto más cierras los ojos, más claro lo ves: no era la realidad exigiendo formar un grupo de resistencia lo que volvió a juntarles en el piso junto al metro Fontana el mismo día que entraron éstos, los nacionales, sino el deseo obsesivo y suicida de repetirse unos a otros en voz baja esto no aguantará, no puede durar, este régimen ha de caer. Basta una escopeta de caza con los cañones recortados, arrestos y un poco de suerte; Bundó dispone de un Ford tipo Sedán y Palau recuperará su Parabellum enterrada al pie del limonero del jardín de los Climent, hay que localizar a Esteban y que venga, Meneses no volverá nunca a ser maestro de escuela en su pueblo y también está disponible, y tiene una Browning, y Marcos, si se decide a salir alguna noche de su escondrijo, que sea para algo más que para estirar las piernas o robar candelabros en las iglesias; hay que resistir, hay que aguantar como sea porque ya veis que esto no durará mucho y de todos modos acabarán viniendo los aliados.

– Hay que contar también con Luis Lage, cuando salga de la Modelo, y con Jaime Viñas -muy animado Palau.

El Ford girando en la plaza Calvo Sotelo dirección Pedralbes, un día de esa primavera que llegó riente y perfumada y empolvada de sol como una puta barata. Desfilan cegadores los plátanos reverdecidos, el fantasma del bar Mery y sus aperitivos esmeralda, las fachadas con cristales nuevos, las colchas de seda y las banderas rojo y gualda colgadas en los balcones, adheriéndose como una piel joven y lustrosa a las palmas secas del Domingo de Ramos. Pasando ante el portalón chamuscado de una iglesia abarrotada de fieles postrados de rodillas: el himno parece darle alas a la hostia, allá al fondo, por encima del mar de cabezas rendidas. Frescos despojos de la iglesia derruida, es decir, edificada al fin según la profecía bíblica: el ábside quebrado, el carbón de la viga y la vidriera rota justificaban finalmente todos los salmos.

Fueron a la comarca del Penedés a rescatar a Meneses del odio y la venganza de un pueblo enlutado, y a la vuelta enfilaron la Diagonal muy despacio por deseo de Bundó: tengo un plan, a ver qué os parece. Frente al Palacio Real una nube de polvo envuelve a una Centuria de flechas famélicos desfilando con la cabeza rapada, negros correajes, boina roja y machete al cinto: ahí van nuestros hijos, ríe Palau, vivir para ver esto. Bundó obsesionándose con su idea del atentado, ahora o nunca, coño, su dedo negro de mecánico apuntando más allá del parabrisas: la verja del parque. ¿Llegó a proponer en serio minar el Palacio cavando una galería subterránea durante noches y noches, y hacerlo volar con dinamita después que entrara el coche blindado? No vendrá, no le esperéis, diría Palau, pensar en liquidar a este cabrón son ganas de hacerse una paja porque sí.

– Tienes razón, hay otras formas de joderles -Esteban Guillén a su lado, tan pulcro y elegante pero con maullidos en las tripas

– . Limpiar sus Bancos, sus fábricas, sus oficinas de Abastos. Sus propios bolsillos, sus carteras.

– Eso lo primero -Palau -. Sin pela no haremos nada.

– Que no somos atracadores, tú -Meneses el «Taylor» con la blanca cara picada de viruela y las negras cejas casi femeninas, el maletín en las rodillas y dos maletas llenas de libros en el portaequipajes. Y en el recuerdo, una pizarra escolar y en ella «vete rojo» escrito con tiza, el pueblo con la giralda y las jóvenes viudas de guerra, una mujer bonita mirándole llorosa y asustada, la espalda contra un muro cubierto de lilas. Salvado del odio por los amigos, casi llorando él también en el momento de la partida, hundido al fondo del automóvil con los ojos bajos que sólo alzó un instante para mirar por última vez el corro de niños rodeando el coche, la blanca escuela y el camino blanco. Los cables del tendido eléctrico dejaban oír un zumbido de lejanías y de futuro. A un kilómetro del pueblo, la joven enlutada, ceñida la cabeza con un pañuelo negro, esperaba de pie junto a la tapia encalada del cementerio. Entre el son de las chicharras, igual que si la vida se hubiese paralizado en torno, un abrazo interminable, unas palabras de despedida, volveré a buscarte, el viento peinando los altos cipreses.

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