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Muchos no aprobaban que Bundó tuviera contactos con Toulouse, pero él argumentaba:

– Ahora todos somos iguales.

– Iguales nunca, faieros, les dije -Palau sentado frente a mí en el bar Alaska, tanteando con la llama mi cigarrillo tembloroso-. Menos el «Taylor» y Guillén, que tienen estudios, ya sabes lo que han sido y lo que son. Unos fanfarrones. Tú eres distinto, musarañas, a ti también te enredaron, eras bueno en el frente pero aquí en la retaguardia ellos te pudrieron. El niño bonito de los faieros. Y mira cómo has de verte ahora. Cagado de miedo.

– Quieren que me una al grupo…

– Bien clarito se lo dije a todos. Y que de octavillas y petarditos y todo eso yo nada, no estoy para perder el tiempo con mariconadas. Yo al grano, tú. Nuestra primera obligación es limpiarles el billetero, no me cansaré de repetirlo. Anarquistas de mierda, le dije.

– Qué importa ya eso, Palau, hasta cuándo vamos a discutir de lo mismo.

– A ver si nos metemos la lengua en el culo, ¿eh, Palau? -me dijeron Bundó y el Fusam encabronados, tenías que verles-. Cantamañanas. Capullo. Que mientras muchos de los vuestros se escondían aquí, bajo las faldas de las viejas, los nuestros organizaban la resistencia en los campos de concentración de los boches, gente del POUM que acabaría en las cámaras de gas de Matthausen y Dachau, ¿lo sabías? ¿Qué dices a eso, carota, había huevos o no? Así que a ver si nos guardamos las ideas, que ahora todos somos iguales. Yo no soy un hombre de ideas, pavero, le dije.

– Tú lo que eres un carota -riéndose el Fusam-. Cuando consigues cinco duros ya estás en el Bolero con una furcia. Tarambana.

– ¿Y pues? ¿De dónde quieres sacar la información, ignorante? ¿Adonde crees que van las palomitas de los fabricantes, a misa, gamarús?

Siguiendo al aprendiz del taller de joyería Munté sin dejarse ver. La fachada del hotel Ritz recibiendo la lluvia. El ascensor que huele a piso de ricos. Por la puerta entornada de la habitación 333 verás a la rubia platino poniéndose la bata y echándose de bruces en la cama, pidiendo el desayuno por teléfono y sin pensar: hay un hombre oculto en el pasillo, sin pensar: será un viejo cenetista, un socialista, un comunista, un simple separatista. Qué más da, carota, qué nos distingue ahora, qué nos separa después de haberlo perdido todo.

– Que no, que todavía hay clases, faieros.

– Está bien, Palau, cómo quieras, dejémoslo ya.

– Póngame con recepción -riéndose la fulana, sacudiendo la rubia cabellera hacia atrás, descubriendo una garganta de nieve. Se revuelca en la cama y queda cara al techo. Bata de seda abierta, medias transparentes hasta medio muslo, labios y uñas de un rojo sanguíneo. Dos pekineses trotando sobre la colcha lamen sus rosados tobillos y sus zapatillas de raso.

– ¿Aló, recepción? Vendrá el aprendiz de la joyería, que suba en seguida.

Se levanta y mira por la ventana el asfalto acharolado de la Gran Vía. Qué piensa una querida de lujo mientras ve caer la lluvia desde una ventana del Ritz, una fría mañana de invierno, calentita ella con su calefacción, sus pekineses, sus estolas de visón, sus turbantes de colores. Sencillamente piensa en lo que era siete años atrás, una muchacha pelirroja tambaleándose sobre unos altos zapatos verdes que le han regalado unos soldados envueltos en mantas; el camión erizado de fusiles parado ante el jardín de Las Ánimas, la joven miliciana de pie en el estribo, su pañuelo rojo al viento, su cabellera rizada y negra; las huérfanas repartiendo café caliente y cigarrillos. La más pequeña, una niña de siete años, mira con ojos hipnotizados la fogata que languidece. Alrededor, los milicianos discuten roncamente, por qué se ha perdido el Norte, maldita sea, mueran los curas, ¡tú, imaginaria, chúpamela! Detrás de las llamas ven a la niña inmóvil, terrible, alimentando el fuego con su extraña mirada de ceniza, ve, niña, le dice el soldado piojoso y sonriente que hace girar con el dedo índice la cadenita de oro con la cruz de rubíes, sin duda robada, ve y dile a la pelirroja ésa que si quiere venir a calentarse, que en mi manta caben dos… Y se veía acudiendo a él, ya cuando todos dormían, para dejarse abrazar bajo la manta y colgarse al cuello la cruz roja, se veía a sí misma desfalleciendo en medio de un intenso olor a sobaco y a vino, y a la pequeña plantarse de nuevo ante el fuego mirándolo con sus ojos glaucos y decir si vosotros dejáis que se apague, soldados, yo lo encenderé otra vez.

Así se habla, niña.

¿No fue esa noche que vinieron por ti, Marcos, y escapaste de milagro aprovechando la confusión al descubrirse el pastel debajo de tu manta? ¿No se había ya creado entre los compañeros del hotel Falcón aquella horrible atmósfera de sospechas y espionitis, y todos iban cuchicheando y vigilándose? ¿No andaba ya tras de ti aquel agente ruso que decía que todo era un complot anarquista fraguado en el hotel, no quieres aún reconocer que el origen de tu miedo es agua pasada, marinero, que esto se acabó, que ya podrías salir de tu agujero y ver de cruzar la frontera…?

Seguía al aprendiz sin dejarse ver, ocultos los ojos bajo el ala del sombrero. Entraba siempre el carota muy decidido en los lugares más concurridos, con el Lucky apagado manchado de café colgando de sus labios, con su largo gabán azul de cinturón ceñido y en la cara de caballo una falsa expresión agria y mandona de funcionario del régimen. Incluso, si era preciso, dejaba entrever su vieja placa de agente de la Generalitat. Simulaba atarse el zapato detrás de la gran planta de hojas como garfios, al final del pasillo alfombrado del tercer piso del Ritz. Esperando. El chico sabía el camino de memoria. Sonando una música bailable detrás de alguna puerta, una risa loca de mujer, un clinc de copas de champaña. El aprendiz, avanzando por el pasillo, se estremeció: debía haber una rubia detrás de cada puerta, semidesnuda, con medias altísimas de seda negra y ligas con brocados.

Llamaba el chico en la puerta 333 y el carota no le quitaba ojo.

Fachada gris de la Delegación de Falange del distrito VIII, plaza Lesseps, cayendo la tarde, olor a castañas asadas. Chirrido de tranvías y chispazos azules del trole al rozar los cables. Una bomba estalla tras una ventana de la delegación, la llamarada roja escupe cristales y fragmentos de mampostería. La acera del cine Roxy sembrada de octavillas. En el vestíbulo del cine, asomando la cabeza entre las cortinas para ver la platea, un agente de policía husmea algo sospechoso. Entra. Le siguen dos hombres con las manos en los bolsillos y el ticket de entrada en los labios, uno de ellos se vería pálido, alto y encorvado, con este chaquetón azul y esta boina de la que escapan rizos rubios, me veo raro en el cristal, extranjero y fuerte, llevo apretada al sobaco la automática con silenciador. El compañero viste una gabardina clara que oculta una escopeta de cañones aserrados. En la última fila de butacas, el policía ve a una mujer de cortos y poderosos muslos con la falda arremangada y abofeteando a un niño sentado a su derecha. Cuando se dispone a intervenir, estos putones de cine se atreven hasta con niños de pecho, oye el clic a su espalda. Se vuelve rápido. Percibo el brillo desesperado de sus ojos, cegados aún por el reflejo de la pantalla, al ver la gabardina abierta y la escopeta empuñada. La ráfaga de perdigones le golpea el pecho como el chorro de una manguera. La meuca y el niño chillan tirándose al suelo, entre las butacas. Cubriendo la salida del compañero, corriendo luego tras él. Poco después, agarrándose a la cortina, el agente saldría al vestíbulo con el rostro contraído, los labios intensamente negros y las mejillas como el papel. El joven flecha gordo y sonrosado que venía con la orden de recoger las octavillas, contempla boquiabierto cómo el policía suelta la cortina y se encoge hasta quedar de rodillas, tendiendo los brazos hacia él con el vientre empapado de sangre. El gordo falangista recula. El policía abate la cabeza y eructa dos veces, un hilo de sangre cuelga de su boca, se desploma.

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