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Oyó una tosecilla a sus espaldas: el joyero estaba de pie en el último escalón, doblando el periódico cuidadosamente. Java soltó al chico, que se acercó a su amigo con ojos mohínos. Éste ni le 'miró y Ado se escabulló escaleras arriba. Muy despacio, el joyero bajó el último escalón y avanzó desbotonándose. Lo que pides es justo, dijo, ven mañana por la tarde que todo se arreglará. Acércate, ¿no tienes pipí?, yo me moría de ganas.

Cuando al día siguiente volvió al café, pudo comprobar que allí la vida seguía como si tal cosa; apacibles tertulias de señorones y policías, parejas de nuevos ricos y maduras fulanas calentándose al sol tras los cristales que daban a la Gran Vía. Sin embargo, mientras esperaba, tuvo ocasión de ver cómo la palmaba un respetable cliente a causa de un fulminante ataque al corazón; parecía imposible estirar la pata en aquellos divanes de cuero, una clara tarde de abril, rodeado de putas caras y de serviles camareros, en aquel mundo tan sosegado y regalado. En medio de la confusión que se originó, llegó el joyero y le hizo tomar un coñac en la barra para que se le pasara la impresión, y luego lo llevó a su tienda de las Ramblas para discutir una posibilidad de trabajo.

Pues todo eso, que es tan fácil de suponer y no le cuento, porque no es para contarlo, no se supo hasta mucho después. Se volvió astuto y reservado, Hermana. No nos contaba nada, no era para contarlo.

– Tendría usted que haber visto en las maletas sus camisas entalladas y sus zapatos de ante -añadió-, sus gemelos de oro, sus corbatas de seda. Seguro que no se iba a casa con menos de setenta mil al mes…

– Trabajaría duro y honradamente -dijo la monja-. Se ganaría la confianza de sus superiores, ahorraría. Escogió una buena chica, se casó, y supo conservar y aumentar esos dones de Dios. Que tú hayas arruinado tu vida, no te da derecho a malpensar de los demás -y brillaron sus mejillas de marfil al ampliar una sonrisa o mueca, añadiendo-: Que el que ha querido prosperar y gozar de buena salud, lo ha hecho, en tantos años de paz y penicilina.

– Sí pero no, Hermana. Usted es demasiado buena.

– ¿Yo buena? Si supieras.

– Lo sé todo, chavales, desde aquí leo sus labios. Le dice: yo buscarte, Flecha Negra, yo fumar contigo la pipa de la paz, yo decir toda la verdad.

– Cuenta, Sarnita, cuenta…

17

Que lo vieron entrar en el túnel, pero no salir; que fue la última noticia que se tuvo de él, palabra. Sin pitorreo lo digo, camarada, al contrario, con todo mi respeto por usted, yo admiro a los que triunfan en la vida. Cuando era chófer particular usted perdió un ojo, pero ha ganado una alcaldía de distrito, no está mal, si me permite opinar. Exactamente: Javaloyes, pero casi nadie me conoce por el apellido. Estoy molido, todo el día con el saco al hombro, tengo el Haiga escacharrado y la abuela con reuma. Lo veía a usted parando a los chicos por la calle y siempre me decía qué espera para preguntarme si también me gustaría ser flecha… No, no hemos vuelto a saber de mi hermano y es mejor así, la tierra o el mar se lo tragó hace años, palabra, y en cuanto a la pandilla, pregunte lo que quiera, pero sepa que no puedo apuntarme a campamentos, no puedo dejar sola a la abuela y además ahora tengo otros proyectos. ¿Ve esta sortija de plata? Es de fundición, repujada. No, ya no vendo aquellas porquerías de hueso. No señor, no estaban hechas por nadie escondido en ninguna parte, eran trabajos de artesanía que hacía el marido de la Trini cuando estaba en la Modelo, ella me pasaba el género y yo lo vendía, más que nada por hacerle un favor. Miseria, camarada, miseria y compañía. El trabajo de ahora es otra cosa, está al caer: en una joyería, pero no en plan como Mingo Palau, no jodiéndome en un sucio taller, sino a base de tienda de lujo y clientela de postín, en Las Ramblas, de momento haciendo recados pero con el tiempo seré viajante o encargado, por ésas, alcalde, lo juro. Deséeme suerte, la voy a necesitar; yo siempre he sido cumplidor pero esta vez voy a necesitar toda la suerte del mundo. Escuche esto, camarada: he de abrirme camino como sea, quiero sacudirme los piojos y la mugre de la trapería y perder de vista este saco y esta romana, olvidarme para siempre del barrio y las denuncias, las revanchas y los abusos, la intolerancia de unos y la sumisión de otros y el canguelo de todos, usted me entiende. Un día apilaré toda mi ropa harapienta en medio de la calle y le echaré alcohol y la quemaré y después tiraré las cenizas a la cloaca, para que no quede ni el recuerdo. Por la memoria de mi madre que lo haré, camarada. Y arrancaré las legañas de mis ojos enfermos y me largaré de aquí y me pondré camisas de seda y chalecos azul celeste y zapatos de gamuza y gemelos de oro. Es una promesa y que usted lo vea, señor, deséeme suerte.

Ya veo que habló con Sarnita, ese bocazas. Qué quiere que le diga, camarada. Películas. ¿Qué se puede decir de una aventi de Sarnita que empieza diciendo qué se puede decir de una puta roja que empieza diciendo qué decir del hombre que amo y vive oculto varios metros bajo tierra con su mecedora y sus crucigramas y que dice no volveré a ver el sol, Aurora, mi hermano nos traicionará? ¿Qué decir de un rosario de embustes que el roce de tantos dedos y labios acaba convirtiendo en un rosario de verdades, o al revés? ¿Qué puñeta tienen esas mentiras de Sarnita que en su boca se hacen más verdaderas que la verdad verdadera? ¿Qué decir de esos cuentos de miedo que hacen reír a los mayores, y de esas historias del malo que empieza a volverse bueno y del bueno que acaba siendo malo? ¿Acaso no se podría decir lo mismo de todo el mundo en el barrio, camarada, acaso usted mismo no empezó siendo un revolucionario de los luceros y no está ahora de criado y recadero y apechugando por conveniencia, acaso no se han rendido todos a la evidencia menos esos insensatos de los maquis?

Sí señor, estuvo en casa pero una noche se largó quién sabe adonde. Quitó unos cuantos ladrillos agrandando la gatera en la pared que él mismo levantó años atrás, y se echó a la calle con su boina, su chaquetón de marinero que nunca había visto el mar y aquellas gafas negras de ciego que camuflaban sus famosos ojos azules. Adiós, hermano, buen viento. Estaba allí como una rata asustada no desde que entraron ustedes, qué va, de mucho antes y por culpa de los bolcheviques y la misma República, ya conoce usted la historia: el otro, Artemi Nin, aún se estará pudriendo en la Modelo si es que no lo han fusilado ya; los que lo querían vivo sólo encontrarían un esqueleto, un hombre consumido y deambulando por la playa sin saber que va a morir, perdido el juicio, emperrado en caer con sombrero de copa; un anciano roído por la arteriosclerosis y la desmemoria que ni siquiera podría tenerse en pie frente al pelotón y que ya no valdría ni para el matadero… No tengo pelos en la lengua, no señor, y nada que ocultar, nada que no haya dicho ya.

En efecto, allí estuvo: qué lata, qué rollo, camarada. De espaldas sobre el colchón días y noches enteras, los ojos en el techo, puestos en el tranquilo avanzar de una telaraña o una grieta, reconstruía las ruinas de este barrio piedra por piedra, olfateaba con la memoria el hambre y la miseria de estas calles, los sueños de los amigos que duermen bajo tierra preñados de engaños y de metralla, la esperanza de libertad todavía insepulta. Al revés que yo, él quería aún recuperar de algún modo la mugre y las barricadas, la sarna y el odio, quería nuevamente quemar los púlpitos y los altares, saquear las villas y los profundos pisos de los ricos y disponer por última vez de la pólvora y el fuego que había de salvarnos. Aquello no era mi hermano, señor, nunca pensé que podía ser mi hermano aquel sucio guiñapo: una voz hablando sola, una memoria en continua expansión, vasta y negra como la noche, retrocediendo en el recuerdo y también anticipándose a él, adelantándolo para verlo llegar desfigurado, desmentido, devorado por las musarañas del olvido y de la mentira en la medrosa memoria de la gente. Como el calendario de la abuela que repite la misma fecha día tras día, manipulaba un tiempo que no fluía desde el pasado, sino desde el futuro, un tiempo sepulcral que él veía venir y echársele encima como una losa de silencio. Quién sabe lo que será de esa voz el día de mañana, camarada, ojalá se pudra y mis hijos no tengan que oírla nunca, ojalá no quede ni rastro ni eco de ella para nunca jamás.

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